Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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Kate se movió en la cama, se llevó los dedos a los ojos para asegurarse de que estaban abiertos, que estaba despierta, que aquello no era un sueño, que no era la pesadilla de la que tanto había deseado despertar.

El reloj digital confirmó la hora y la fecha. Era cierto, habían pasado tres días y ella seguía en la cama, viva, aunque no podría soportar la idea de vivir. Estaba viva y Richard había muerto. Nada había cambiado y todo había cambiado.

Aspiró el olor de la almohada de Richard. No había permitido que la cambiara Lucille, la dulce jamaicana que llevaba la casa de los Rothstein desde hacía casi diez años. Necesitaba algo, cualquier cosa para mantener viva su presencia, el olor de su pelo y su piel y un atisbo de Skye, la colonia inglesa que le había comprado en su luna de miel en Londres. La tapa del frasco era una diminuta corona dorada.

«Aquí tiene, majestad», le había dicho al regalársela, y los dos se echaron a reír cuando Richard se puso la coronita en la cabeza.

Varios ramos de flores daban color al dormitorio. Incluso en su conmoción Kate había pedido a la gente que hicieran donaciones de caridad en nombre de Richard, en lugar de enviar los consabidos e inútiles ramos de flores y cestas de frutas. Pero a pesar de todo, había recibido algunos.

Los mensajes se agolpaban en el contestador sin que ella los atendiera. Había rechazado a los amigos.

Lucille le llevaba infusiones y sopas de pollo con triángulos perfectos de pan tostado con mantequilla, pero Kate apenas los probaba.

Nola iba a verla todos los días. Se sentaba junto a la cama y se ponía a charlar de cualquier cosa, del colegio, de su constante acidez estomacal, de lo que fuera para distraerla. La buena de Nola. Pero sólo servía para que Kate se sintiera peor y además culpable, puesto que ella era la adulta, la que debería consolar a Nola. Richard había sido como un padre para ella los últimos años, y encima iba a tener un hijo.

Kate apenas se reconocía en aquella mujer triste y débil.

El funeral fue como una bruma, sólo unos días después de la muerte de Richard (los judíos siempre tan ansiosos por enterrar a sus muertos), demasiado pronto para Kate, muy a diferencia de los larguísimos velatorios católicos irlandeses de su juventud, cuando los parientes atestaban la casa de Queens de los McKinnon, cuando el humo del tabaco tiznaba los bordes de la tristeza y el alcohol humedecía el dolor.

Recordaba el velatorio de su madre como cualquier otra fiesta familiar, sus tías en la cocina, preparando comida e intercambiando recetas («el secreto es echar una pizca de azúcar al hervir la col»), y sus tíos paternos en el salón, Mike y Timothy, ambos policías como su padre, viendo cualquier evento deportivo en la televisión en color. Los reflejos de la pantalla iluminaban las fundas de plástico que protegían el sofá de cuadros marrón y las butacas de las quemaduras de cigarrillo y las manchas de cerveza que su madre, con razón, temía. Sólo las sacaron después del entierro.

Willie la había llamado casi una docena de veces desde Alemania, donde disfrutaba de una beca Fulbright de pintura. Por Dios, cómo echaba de menos al chico, mucho más que a un simple protegido. Richard y ella le habían apadrinado durante todo el ciclo de Un Futuro Mejor, comenzando en sexto curso. Ahora no sólo se las había arreglado para sobrevivir en el mundo del arte, sino que encima triunfaba y, además de ganarse la vida, mantenía a su madre, su abuela y su hermana, después de sacarlas de las casas de protección oficial del Bronx para llevarlas a un espacioso apartamento de clase media en Queens, con jardín y todo, pagado enteramente con las ventas de sus cuadros. Un chico increíble. Bueno, ya no era un chico, sino un hombre.

– Vuelvo a casa -le había dicho Willie.

– De eso nada -había respondido Kate-. Tienes que terminar la obra para la exposición.

– Ya la he terminado. Faltan menos de dos semanas para la exposición y los cuadros están enviados.

– Willie, la semana pasada me dijiste que todavía estabas trabajando en las acuarelas, que ibas a traerlas en el avión. Así que no me mientas.

– Las acuarelas no importan, Kate. Necesito estar allí contigo ahora mismo.

Pero ella se mantuvo firme.

– Ésta es la exposición más importante de tu carrera, Willie. Es una galería nueva para ti y una de las mejores de Nueva York. Tienes que terminarlo todo. -Entonces respiró hondo y mintió-: Yo estoy bien. Nos veremos en la exposición. Y te prohíbo que vuelvas a casa ni un día antes, ¿entendido?

Por fin Willie accedió, pero sólo porque ella había insistido.

Kate tardó unas horas en saber por qué había insistido con tanta vehemencia. La verdad era que no quería que él la viera tan descompuesta; por alguna absurda razón necesitaba que el chico siguiera considerándola una supermujer, su hada madrina, capaz de enfrentarse a cualquier cosa. Tal vez, pensó, si lograba convencerlo llegaría a creérselo ella misma.

La madre de Richard ofrecía la celebración judía oficial, el shivah, en su piso de Boca Ratón, pero Kate no tenía fuerzas para ir a Florida y quedarse sentada con Edie en la terraza charlando y sonriendo con valentía. Adoraba a la madre de Richard, pero no, no era posible. De momento.

Así pues, ¿qué podía hacer? Jugueteó con el cinturón del albornoz blanco, arrancando sin darse cuenta hilillos de algodón. No tenía ni idea.

Nunca se había imaginado de aquel modo, inmovilizada por el dolor. Siempre había logrado seguir adelante, enfrentarse a las cosas más horrendas. De alguna manera había sobrevivido.

¿Cómo lo había logrado?

Miró el paisaje por los ventanales del dormitorio, una hilera de descoloridas copas de árbol, una especie de vista rapada de Central Park contra un cielo gris que imitaba su estado de ánimo.

Captó un movimiento de reojo y dio un respingo.

– Qué susto me has dado.

Liz Jacobs entró en la sala, se sentó en la silla acolchada frente a la cama de Kate y echó un vistazo a su mejor amiga.

– Joder, tienes un aspecto horrible -comentó moviendo la cabeza.

– Muchas gracias. -Kate entornó los ojos fingiendo rabia, aunque no podía enfadarse-. ¿Cómo has entrado? Le tengo dicho al portero que nada de intrusos.

– La placa del FBI abre muchísimas puertas, cariño. Y después de chuparle el culo a mi jefe para que me dejara salir de mi mesa de Quantico un día entero, no iba a permitir que un portero estirado de Central Park West me diera con la puerta en las narices. -Liz le ofreció una cálida sonrisa-. Y pienso volver dentro de unos días. Voy a pasar aquí, en Nueva York, mis dos semanas de vacaciones.

– ¿Para vigilarme?

– No. Necesito un descanso, y si no pedía ahora mis vacaciones iba a perderlas. Voy a quedarme con mi hermana y los niños en Brooklyn. Tenemos muchas cosas que contarnos.

– Mentirosa.

Liz se la quedó mirando.

– ¿Comes bien? Estás hecha un palillo, lo cual me da mucha rabia. Bueno, ¡a mí y a cualquiera que utilice la talla doce!

Kate sabía que Liz intentaba animarla con sus bromas. Siempre se habían ayudado la una a la otra de la misma manera, durante años, a través de sus diversas tribulaciones. Y de hecho casi estaba dando resultado. Kate llegó a sonreír incluso.

– Me alegro mucho de verte.

– ¿Y por qué no te ibas a alegrar? -replicó Liz ladeando la cabeza-. ¡Pero bueno, Kate! Estás destruyendo la imagen que tenía de ti como mujer perfecta. Llevas el pelo hecho unas greñas, necesitas una manicura, vas hecha un desastre. ¡Dentro de una semana vas a estar como yo!

Kate se echó a reír, pero al cabo de unos segundos la risa dio paso a las lágrimas.

– ¡Ay, Liz!

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