Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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– Pareces a punto de explotar -comentó Brown.

– No; estoy bien.

– ¿Quieres que salga de la autopista y te deje en algún sitio?

Kate vaciló, intentando frenar las palabras que ya le salían de la boca.

– Mira, tú ve a donde tengas que ir, que yo ya tomaré un taxi.

Brown lanzó una risita.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella.

– Quieres verlo, ¿a que sí?

– No -suspiró-. Es que no quiero que te desvíes por mí.

El esbozó una sonrisa irónica.

– Ya, seguro.

– Has dicho que vas a la calle Treinta y nueve, ¿no? Está a una manzana del despacho de Richard. Así tengo una excusa para ir a verle.

– Ya -repitió Brown con tono seco.

Cuando Brown atravesaba la 40 Oeste, la radio del coche crepitaba emitiendo códigos y descripciones.

– ¿Quieres que te deje aquí?

– ¿En medio de la calle?

– Lo decía por si acaso. -Brown siguió sonriendo hasta que vio varios coches de policía y agentes alejando del lugar a los curiosos.

Kate consultó el reloj. Casi las cuatro y media. Richard ya habría vuelto de Boston y era probable que incluso estuviera en su oficina. Debería llamarle, decirle que estaba allí cerca, tal vez salir con él a tomar algo. Aquello tenía más sentido que ir con Brown a ver la escena de un crimen. Pero no hizo ningún ademán de utilizar su móvil.

– Última oportunidad -dijo Brown.

Ella se limitó a asentir con la cabeza.

Tuvieron que aparcar en la acera. Media docena de coches de policía, una unidad médica móvil y una ambulancia se apiñaban al final de la calle, cerca de los edificios altos en la esquina de la Avenida de las Américas, a unas manzanas al sur de las luces, los anuncios y el bullicio de Times Square. Brown bajó del coche con la placa en la mano y se abrió paso entre la multitud hasta el cordón policial.

Un agente fornido con un bigotito rubio y el rostro enrojecido se acercó a ellos.

– La víctima está al otro extremo del callejón -informó.

– ¿Alguien ha tocado algo?

– No. Hemos hecho lo que nos han dicho, jefe Brown. Le esperábamos. Hay un par de forenses y un par de agentes con el cadáver, pero nada más. Estábamos esperando, ya le digo. -Miró a Kate.

– Viene conmigo. Colabora con la policía.

A Kate le gustó oír aquello e intentó adoptar una compostura oficial. Se metió el bolso de piel bajo el brazo y se irguió. «¿Estoy loca?» Respiró hondo. Ya sabía la respuesta a esa pregunta, pero algo la impulsaba a seguir adelante, detrás de Brown.

Éste echó un vistazo al callejón, pero no vio nada.

– Recorre toda la parte trasera del edificio -informó el agente-, desde la Treinta y nueve a la Cuarenta. La víctima, la policía y los forenses están al final, como le he dicho. Según nos ha comentado un portero, este callejón solía conectar los dos edificios hace unos treinta años. -Hizo una seña a un agente para que se acercara, le cogió la linterna que llevaba al cinto y se la tendió a Brown-. La va a necesitar.

Cuando Brown entró en el callejón, Kate vaciló un momento y luego le siguió.

Tal vez su instinto de policía le fallaba, o su instinto humano le decía que olvidara aquella locura. O tal vez era otra cosa. No estaba segura de nada, excepto del escalofrío que le subía por la espalda, el hormigueo en los brazos y las piernas y la sensación de tener la boca seca.

Brown se volvió hacia ella.

– ¿Estás segura, McKinnon?

¿Segura? No, por supuesto que no. Pero tenía que seguir adelante, tenía que ver la escena del crimen. ¿Por qué? No tenía ni idea. Algo la apremiaba a hacerlo.

Brown esperaba.

– Sí -contestó por fin.

Terminaría con aquello y volvería a su vida normal, llamaría a Richard, saldrían a tomar una copa y todo volvería a ser como antes. Desde luego no le contaría nada, porque Richard la mataría. Por un momento se acordó de la otra noche, cuando estaban en la cama, Richard penetrándola. Pero en lugar de reconfortarla, el recuerdo no hizo sino aumentar su ansiedad.

El callejón medía poco más de un metro de anchura. Era oscuro y frío. Un lugar que el sol no tocaba jamás. Brown iba un poco por delante, pero comenzaba a desaparecer convertido en una sombra.

Algo pasó junto a sus pies, rozando sus mocasines de piel, probablemente una rata. Kate mantuvo la calma, distraída por algo menos tangible, una especie de zumbido en la cabeza, una sensación que no experimentaba desde hacía más de un año, la misma que tenía cuando perseguía al Artista de la Muerte y estaba cada vez más cerca de atraparle. Pero aquello no tenía sentido. El Artista de la Muerte estaba muerto.

Brown encendió la linterna, iluminando las paredes de ladrillo llenas de marcas y pintadas y un suelo tan sucio y tan lleno de latas y botellas de cerveza que parecía una planta de reciclaje abandonada. Aquello apestaba a basura, alcohol y orina.

– Menuda peste -comentó Brown-. Como en Park Avenue, ¿eh?

Kate ignoró la pulla. Recordó cuando Brown y ella servían juntos en la policía. Ambos habían estado a punto de morir. Ahora el corazón le latía deprisa. Brown silbaba una cancioncilla, como si no pasara nada, como si no fueran a llegar al final de aquel oscuro callejón para encontrar un cuerpo inerte.

Un cadáver. ¿Por qué tenía entonces tanto miedo?

Involuntariamente se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y se dio cuenta de que buscaba un arma que no tenía. Suspiró. Aquello era ridículo. Era ridículo haber ido y era ridículo tener miedo.

Brown movía la linterna de un lado a otro, ora enfocando un trozo de pared, ora un punto del suelo.

¿Qué era eso? Algo gelatinoso a los pies de Kate, tal vez comida podrida o un animal muerto. No lo sabía, no quería saberlo, pero algo se le había pegado a las suelas y ahora daba un chasquido a cada paso.

Estaban justo en mitad del callejón. La luz del otro extremo se filtraba como a través de una densa niebla. No se veía nada ni se oía gran cosa. El zumbido estaba en sus oídos, en su mente.

– Creías que te habías librado de eso, ¿eh, McKinnon?

– ¿De qué? -Kate apenas entendió sus palabras.

– Cuando uno es policía, lo es para siempre.

Floyd tenía razón, aunque no le gustó nada admitirlo. Mierda. ¿Por qué no había llamado a Richard? ¿Por qué no había ido a verle? ¿Qué demonios estaba haciendo en aquel callejón en mitad de Manhattan, encaminándose hacia el escenario de un crimen que no tenía nada que ver con ella? Y sobre todo después de haber jurado que nunca volvería a hacer nada parecido.

Pero era demasiado tarde para echarse atrás. Las siluetas al final del callejón se volvían definidas. Eran tres, no, cuatro, junto a lo que parecía un espantapájaros caído.

Kate decidió no mirar. Cuando llegara al final, seguiría andando. Ya no necesitaba verlo. Seguramente sólo había querido ponerse a prueba, comprobar si podía enfrentarse al miedo después de todo lo que había pasado.

La linterna de Brown iluminaba ahora más detalles: eran tres hombres y una mujer en torno al espantapájaros.

Muy bien, ya lo había visto, incluso más de lo que necesitaba. Ahora no se detendría; se excusaría ante Floyd y saldría a la luz del día para telefonear a Richard. De pronto se moría de ganas de marcharse de allí.

– Jefe Brown -llamó la mujer. Cuando la iluminó la linterna, Kate la reconoció. Era la forense que había examinado el cuerpo de Elena. La imagen le vino a la mente como un relámpago: la forense inclinada sobre el cuerpo destrozado de Elena, explorándolo con las manos enguantadas.

¡Por Dios!

Kate se detuvo de pronto y se apoyó contra la pared, sin hacer caso del hedor a basura, alcohol y orina, ahora amplificado por la muerte. Respiró hondo y creyó que iba a vomitar. Pero no, estaba bien. En cuanto saliera de allí se recuperaría del todo.

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