Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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Brown se había reunido con el grupo. Las voces se mezclaban: «varón, blanco, totalmente mutilado». Kate sólo veía la mitad de lo que los otros observaban, el cuadro que había en el suelo junto al cadáver. Luego uno de ellos tendió algo a Brown, explicando que era la cartera. Brown la abrió y se inclinó sobre el cuerpo sosteniendo la linterna. La luz se movía de un lado al otro, enviando fugaces e indiscriminadas imágenes obscenas del cadáver.

Tenía que salir de allí de inmediato. Pero los policías, la forense y Brown le impedían el paso.

«Dios mío, ¿por qué he venido?» Había sido una idiota, una idiota arrogante. Si había intentado demostrarse algo, ya no importaba.

Dio unos pasos murmurando disculpas y, al pasar junto al grupo, Brown intentó detenerla. Pero le tocó el brazo con tanta suavidad que no habría podido pararla, y Kate supo entonces con absoluta certeza que había ocurrido algo espantoso.

Pero no se detuvo.

Sintió el aire fresco en la cara. Gracias a Dios. Ya casi había salido de allí.

– McKinnon. Kate. -Brown la llamaba con voz ronca.

Ella ya notaba bajo los pies la acera normal. Estaba a punto de alcanzar la libertad.

– McKinnon. -Brown la agarró del brazo, pero ella se zafó. No pensaba detenerse.

¿Qué había visto en el instante en que se atrevió a mirar, cuando la linterna iluminó claramente el rostro de la víctima?

– No -dijo sin saber muy bien a qué se refería. Tenía que seguir andando, eso era todo, entonces se libraría de aquella pesadilla-. No -repitió, pasando junto a los policías y los hombres, mujeres y niños que se habían congregado. Echó a correr entre el tráfico de la calle, entre los cláxones de los coches. Lo que había visto no era verdad, no podía ser verdad.

Pero Brown la alcanzó. La retuvo por el brazo y la obligó a volverse hacia él. Sus grandes ojos castaños la miraron con lástima y compasión. Kate se desplomó contra él y el rostro del hombre, el rostro de la víctima, del cuerpo del callejón, el hermoso rostro del cadáver le vino a la mente como un destello.

– ¡Dios mío! ¡No! -sollozó contra la camisa azul de Brown-. Dios mío, no, por favor… No puede ser. ¡No puede ser Richard!

4

¿Cuántos días habían pasado?

Kate no lo sabía. Notaba el cuerpo pesado, como de plomo. Le insumía un gran esfuerzo incorporarse en la cama, donde había pasado casi todo el tiempo sollozando. No parecía capaz de hacer otra cosa. Dormir era imposible. Cada vez que cerraba los ojos comenzaba a ver escenas aterradoras del cuerpo de Richard en aquel callejón.

Y luego el depósito de cadáveres.

¿Cómo lo había logrado? ¿Cómo había conseguido aguantar allí, en la helada sala de la muerte, con el cuerpo de su marido en una tabla de porcelana, cubierto hasta la barbilla con una sábana que ocultaba su cuerpo destrozado, su hermoso cuerpo.

Brown había estado con ella constantemente, apoyándole una mano en el brazo, dándole el contacto humano suficiente para no escapar, a gritos de aquella pesadilla.

Pero ¿cómo se había sentido?

¿Aturdida? Sí. ¿Anestesiada? Desde luego.

Había intentado mirar cualquier cosa menos el cadáver. Contempló las paredes, los fregaderos, las mangueras negras que colgaban de los grifos, las básculas (parecidas a las que se ven en los mercados, sólo que éstas se utilizaban para pesar órganos humanos, no tomates), el instrumental quirúrgico -cuchillos, bisturís, tijeras, fórceps, una sierra para cortar huesos, cizallas.

Kate conocía el lugar. Había asistido a más autopsias de las que hubiera querido, y había tenido que identificar muchos cadáveres. Pero aquello era historia. Ella no le debía nada a nadie, ¿no?

Había visto un instante la cara de Richard, pálida, sin vida, y notó las piernas tan flojas como las mangueras negras. Brown, siendo un policía avezado, debió de notarlo o intuirlo, pues la había sostenido con más fuerza y preguntado:

– ¿Estás bien?

«¿Bien? ¡No! ¡Me estoy muriendo!» Pero Kate se había limitado a asentir con la cabeza, respirando deprisa tras la mascarilla quirúrgica y apartando la vista hacia el dictáfono junto a la mesa. Sabía por experiencia que el forense lo utilizaba para ir grabando los detalles de su trabajo.

¿Qué diría aquel forense? Varón, blanco. Edad, cuarenta y cinco. Buena condición física. Un metro ochenta y siete de estatura.

Kate paseó la vista por la sábana. Un mapa en relieve de un cuerpo amado y conocido. Pero ahora parecía mucho más pequeño, menguado en la muerte. Aquel hombre, aquel cuerpo que era su esposo. No podía ser. No, no era posible. Se negaba a creerlo.

Cerró los ojos y se imaginó la playa tras las dunas de su casa de Hamptons; el mar azul extendiéndose hacia el infinito; Richard, iluminado por el sol cegador del mediodía, alto, fuerte, cayendo juguetón a sus pies y haciéndole cosquillas hasta que ella le suplicaba que parase; la arena arañándole los codos cuando le apartaba; los dos riendo, riendo, riendo como si fueran niños. Aunque Kate no lo notó, las lágrimas le manchaban de rímel las mejillas.

¿Le había dado un beso de despedida cuando se marchó a Boston? No, estaba dormida. Y Richard no había llegado a Boston, ni siquiera al aeropuerto.

¿Le habrían matado en su despacho? El callejón quedaba a una manzana. Debían de haberlo atacado de camino a la oficina o en la misma oficina. En ese caso, alguien había arrastrado el cadáver una manzana para dejarlo en el callejón.

Por Dios, ¿qué le estaba pasando? ¡Ponerse a pensar como una policía, ahora, en un momento así!

Miró la mano de Richard. La alianza de oro reflejaba la fría luz fluorescente y destacaba horriblemente entre los dedos de alabastro. Un escalofrío le recorrió las manos, los brazos, le llegó al corazón y por un momento la sala de acero y porcelana comenzó a darle vueltas, hasta que hizo un esfuerzo por observar fríamente aquella mano, de manera objetiva, como si no fuera más que una perfecta réplica anatómica de la mano de Richard, una obra de arte digna de Miguel Ángel.

El forense, un hombre joven de rostro cetrino y gafas gruesas, había seguido su mirada.

– Ah, el anillo. Eeeh… Se lo puede llevar luego. A menos que… Bueno, hay quien prefiere que lo entierren con él.

«Que lo entierren con él… Que lo entierren con él… Que lo entierren con él…» Las palabras resonaron en su mente y por alguna razón activaron una de aquellas estúpidas canciones trágicas y adolescentes de su juventud, un coche sobre unas vías de tren, una chica que vuelve y encuentra a su novio muriéndose. Teen Angel. Kate no podía parar la canción, la frase teen angel, teen angel que sonaba una y otra vez, absurdamente, en su cabeza.

– ¿Puedo llevármelo ahora? -logró decir. El fiscal sacó la alianza del dedo de su esposo muerto y se la tendió. El oro estaba frío, pero le quemaba la mano.

Kate miró la etiqueta de identificación que el forense llevaba un poco torcida en la solapa de la bata, cualquier cosa para distraerse: «Daniel Markowitz.»

– Lo siento -dijo él-, pero no ha dicho… vaya, que era… Era su esposo, ¿no es así?

– Por supuesto -bramó Brown.

– Sí -susurró Kate, y por primera vez se había permitido mirar el rostro de Richard, milagrosamente intacto, la piel tersa, los pálidos labios un poco abiertos.

Había dedicado los últimos minutos -¿o fueron horas?- a evitar la verdad. Pero en ese momento miró los ojos de su marido esperando que parpadeara, y al ver que no lo hacía se esforzó por fijarse en la piel grisácea de un rostro a la vez tan familiar y tan extraño, más parecido al muñeco de un museo de cera que al marido que había amado. Se obligó a creer que aquél era su cuerpo, que aquél era Richard, su marido, y que estaba muerto y no volvería. Y en ese momento algo dentro de ella se había roto.

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