– No puede ser verdad -balbuceó Jesús-. Sara jamás me lo habría ocultado. ¡Dime que no es verdad, Sara!
Con una extraña expresión y el aire de vulnerabilidad y abandono con que contemplaba la tumba de su hija en el cementerio de El Tejo, su mujer miraba los bordados de la gran cama de la suite, sostenida por las cuatro columnas de hombres pájaros.
– Te equivocas, Jesús -dijo Martina-. Lo hizo porque no podrías haber vivido con eso, porque te habría matado a ti también, y porque tu mujer había decidido acabar con Camargo. A vuestra hija no la mató su novio, Sergio Torres, sino su tío Francisco. Gloria estaba dispuesta a hablar. Y Camargo lo sabía. Si su sobrina le denunciaba, si contaba sus maniobras, sus perversiones… La citó en el bosque, cerca de vuestra casa de El Tejo. La estranguló y la ahorcó de un árbol.
Los ojos de Sara se habían enturbiado con una pátina de dolor. Al mismo tiempo, naufragaban en una transparencia líquida, una luz interior que les invitaba a mirar hacia adentro, como las pupilas de los pájaros nocturnos.
– Cuando -siguió explicando Martina-, en la oscuridad del eclipse solar, Felipe Pakarati entró en esta habitación, creyó ver a un hombre pájaro picoteando la cabeza de Camargo. Era Sara, con la melena suelta y las gafas protectoras, inclinada sobre su víctima. Había citado a su cuñado con la amenaza de hacer público el diario de Gloria. Consiguió derribar a Camargo, golpeándolo en la cabeza con el mismo taladro que acto seguido clavaría en su cráneo, convirtiéndolo en el refulgente pico que entraba y salía de su cerebro como una plateada hoja. De la impresión, Pakarati tropezó y cayó. Sara cogió su maza, remató a Camargo y huyó hacia el almacén, donde limpió el taladro, le quitó la broca y volvió a dejarlo en su lugar, entre los martillos y sierras. Allí lo encontrará, capitán, como lo encontré yo. Lo distinguirá de los otros por una pequeña mancha de sangre en el gatillo. Después, justo cuando el sol y la luna comenzaban a separarse, Sara regresó al jardín, uniéndose a los demás, y arrojó la broca a la laguna. El destino le había permitido vengar a su hija y cargarle el crimen a un chivo expiatorio.
Sara se acercó a su marido y le cogió las manos.
– Jesús… Lo siento. Tal vez, si te lo hubiera contado… Pero ahora es tarde.
La inspectora se mordió el labio inferior.
– Yo también lo siento, Sara.
– Nos va a resultar más difícil seguir siendo amigas.
– No te abandonaré -le prometió Martina.
Sara asintió y dijo, pálida como una muñeca de cera:
– La última palabra de Francisco Camargo antes de morir fue «perdón». Yo también te pido perdón, Concha, por habértelo arrebatado… Quisiera… quisiera irme de aquí. Hagan conmigo lo que tengan que hacer, mi vida ya no tiene sentido.
Y se desvaneció.
Hora y media después, Martina vio a Jesús Labot salir del hotel, solo, y dirigirse hacia la costa.
Completamente abatido, el abogado caminaba con los hombros encorvados y la cabeza baja. La inspectora le dio alcance cuando estaba atravesando las tumbas del cementerio marino. Él no la rechazó, pero tampoco le dirigió la palabra. Martina se emparejó con él. En silencio, se encaminaron hacia los moais, que parecían mirarles oblicuamente. El sol se ponía sobre el Pacífico, bañando las grandes estatuas con un color rojizo.
– Todo ha ocurrido por mi culpa -dijo al fin Jesús, en un tono de profunda contrición-. Estaba abstraído, pendiente solo de mis asuntos. No me daba cuenta de que ellas, mi mujer, mis hijas, me necesitaban.
– Y te siguen necesitando -le recordó Martina.
– Lo sé -asintió él-. Por eso voy a defender a Sara con todas mis fuerzas. Estaré con ella hasta el final, pase lo que pase.
– No encontraría mejor abogado. Y no te atormentes más, Jesús. Has sido un buen padre. Durante mucho tiempo, un buen marido. De ningún modo podías adivinar lo que estaba pasando con tu hija pequeña. A veces el destino juega con nosotros a su voluntad, sin que nos percatemos de ello hasta que ya es demasiado tarde.
A los ojos de Labot afloró un húmedo brillo.
– Voy a necesitar ayuda, Martina. Todo ha sido demasiado…
– Por mi parte, la tendrás. Seguirás contando con mi apoyo y admiración. Debes conservar tu autoestima. Muchos hemos visto en ti a un hombre justo, a un idealista, un abogado de principios, capaz de sacrificarse por los demás. No abundan los profesionales como tú, capaces de luchar hasta la extenuación por la salvación y la dignidad de un acusado.
Sin poder controlar más tiempo sus emociones, Labot se abrazó convulsivamente a la inspectora. Martina, casi tan conmovida como él, le acarició las mejillas en un gesto fraternal y se alejó, dejándole a solas con los moais , el océano y su turbada conciencia.
La inspectora estaba muy tocada. De regreso al hotel estuvo a punto de verse desbordada por las lágrimas. Decididamente, necesitaba una copa.
Las sombras de la noche caían sobre la isla cuando Martina ocupó la mesa más apartada del bar Intercontinental y pidió al camarero un whisky.
El ambiente era relajado y los altavoces reproducían una dulce canción tahitiana. El atardecer y la brisa también eran suaves, pero el corazón de Martina latía con un dolor que, pese a su intensidad, no conseguía ahogar un principio de rencor hacia sí misma.
– ¿Puedo sentarme contigo?
Su primo José Manuel estaba de pie frente a ella con una copa de pisco sour en la mano. En los malos momentos, siempre la había apoyado. Y aquel, desde luego, era uno de esos malos momentos. Uno de los peores.
– ¿Cómo te encuentras?
– He tenido días más felices.
– Ya. ¿Puedo cogerte un pitillo?
– Tú mismo.
El embajador encendió un Player's y rompió a toser. Aquellos cigarrillos sin filtro de su prima, raros de ver y más difíciles aún de conseguir, eran condenadamente fuertes. «Como ella», pensó el diplomático, dándose perfecta cuenta de que Martina lo estaba pasando fatal y de que la idea de que su amiga Sara Labot fuese a ser procesada por homicidio era la peor noticia de la mejor solución al caso.
Intentó brindar, pero la inspectora se resistió a entrechocar los vasos. El embajador señaló su bolso de tela, mal cerrado en el respaldo de la silla. Por su abertura se veía el cuaderno con El grito, de Munch, que Martina había aportado como una supuesta copia del diario juvenil de Gloria Labot.
– Creo que tienes algo mío en el bolso.
– Cógelo.
Nada más recuperar el cuadernito y hojear sus propias anotaciones, pues se trataba de su agenda, el embajador cambió de idea.
– Guárdala como recuerdo. Acaba de comenzar otro año y prefiero no conservar los viejos almanaques. Es como meter polilla en el armario de la ropa limpia.
– No quiero un solo recuerdo de este caso -renunció ella-. Regresaré a Santiago en el primer vuelo. ¿Tú?
– Adriana y yo nos quedaremos a pasar el resto de las Navidades. Insisto en que conserves mi agenda, Martina. Hacerla pasar por el diario fue una idea verdaderamente genial.
¡Y este truco de la valija asistida, válgame el cielo! Espero que ni a ti ni a mí nos abran un expediente. Claro que siempre podríamos argumentar que habría sido mucho peor que el asesinato de Francisco Camargo hubiese quedado impune, ¿no es así? Menos mal que la propia Sara, cuando la interrogó el capitán de la PDI, terminó confesando que guardaba el diario original en su caja del banco, junto a sus joyas y objetos de valor. Por eso la policía española no pudo encontrarlo.
– Tampoco lo buscaba, en realidad -le aclaró Martina-. El registro en casa de los Labot solo tenía como objetivo batir el bosque para hacer saltar la liebre. El problema de desatención de Gloria, su síndrome de inseguridad, repetitivo, y su costumbre de duplicarlo todo hicieron el resto. Y tu agenda, claro está… Está bien, me has convencido. Me la quedaré de recuerdo.
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