– ¿Algún testigo que te haya acusado falsamente?
– Tal vez sea eso… Últimamente llevo asuntos de gente peligrosa. Casos de narcotráfico…
– Llama a tu socio, al bufete, y que tu equipo se encargue de averiguar lo sucedido.
– Buena idea, Martina. Así lo haré. ¿Tomamos una copa?
– Sería mejor que fueses a ver a Concha.
– Vuelves a tener razón. ¿Qué vas a hacer tú?
– Intentar encontrar a ese misterioso hombre pájaro.
– Para eso tendrías que volver a examinar la escena del crimen y ya oíste a Rodríguez Espinosa.
– De noche no habrá vigilancia.
– Pero sí un precinto. ¿Te propones romperlo?
– O entrar por donde lo hizo el hombre pájaro.
– ¿Por la ventana?
– Por donde se colaría un pájaro.
– La ventana también estará precintada.
– Había otra en el baño.
– Pero es como la de un camarote. Un ojo de buey. Por ahí no pasaría ni un gato.
– Un gato, un pájaro… Solo falta un ratón.
– Puede que fuese mi cuñado, y está muerto. Ten cuidado, Martina. Este asunto es terriblemente extraño. Si no fue Pakarati, ¿quién mató a Paco?
Estaban llegando al hotel. Había anochecido. Las tiendas se hallaban cerradas y la avenida Policarpo Toro comenzaba a despejarse de viandantes. En cambio, los perros vagabundos, como si no tuvieran donde dormir, mantenían una numerosa presencia. Más allá, hacia el infinito fundido en negro, la masa oscura del mar producía un inquietante rumor, como la respiración cautiva de un ser vivo. Martina encendió un cigarrillo y expulsó el humo por la nariz en dos chorros paralelos.
– Vas a llevarte una sorpresa, Jesús.
El abogado se detuvo en seco. Un perro ratonero se le enredó entre las piernas y a punto estuvo de hacerle caer.
– ¿De qué estás hablando?
– Del hombre pájaro.
– ¿Sabes quién es? ¡Dímelo!
– Mañana.
– ¿Por qué esperar?
– Porque mi hombre pájaro no llegará hasta mañana.
– ¿Qué misterio es este, Martina?
– A las siete, Jesús, en la suite-barco. No les digas para qué, pero encárgate de que los Camargo estén ahí. Yo reuniré a los demás.
– ¿A quiénes?
– A Percy Williams, Manuel Manumatoma y Úrsula Sacromonte -accedió a destapar Martina.
– ¿Uno de ellos es el hombre pájaro?
Casi tristemente, la inspectora asintió.
Pocos minutos antes de las siete de la tarde, los convocados fueron llegando a la suite-barco. La familia Camargo se presentó al completo, incluyendo entre sus miembros a Jesús y Sara Labot. Los demás lo fueron haciendo uno a uno.
El capitán Rodríguez Espinosa y la inspectora De Santo les estaban esperando. El rígido semblante del policía chileno reflejaba una hosca actitud. Obviamente, muy poco o nada esperaba del experimento que a continuación se iba a dramatizar.
De manera, efectivamente, un tanto teatral, Martina había dispuesto un círculo de sillas alrededor del punto donde Francisco Camargo había sido atacado. Habían limpiado la sangre de la tarima, pero todavía, aportando a la escena un lúgubre recordatorio, podía apreciarse una mancha oscura en las tablillas.
Las ventanas de la enorme habitación que había ocupado el matrimonio Camargo, una suite presidencial, realmente, estaban abiertas de par en par. El aire cálido del oeste hacía flamear las cortinas como velas de una embarcación. Todo en ese apartamento de lujo, concebido como el camarote de un almirante, tenía sabor marinero.
Al igual que en el resto de los dormitorios del Easter, la cama estaba justo en el centro. Percy Williams, que fue el primero en aparecer, pensó al verla que era un lecho digno de un rey. Cuatro columnas talladas con la imagen del hombre pájaro sostenían el dosel de raso. La colcha de seda estaba recamada con hilos de oro que reproducían otros motivos isleños.
Percy permaneció frente a Martina, sin saber qué hacer. La inspectora le indicó que podía sentarse en cualquiera de las sillas.
Lo mismo fueron haciendo Sebastián y Úrsula Sacromonte y Manuel Manumatoma. Los Camargo habían entrado acompañados por el gobernador Christensen y el embajador De Santo. Concha, Rebeca y Rafael Camargo, así como Sara y Jesús Labot, ocuparon los asientos que Martina les fue indicando, mientras las dos mencionadas autoridades se retiraban hasta uno de los ventanales, desde el que se divisaba un bellísimo atardecer.
A las siete y cinco minutos, la inspectora se situó en el centro del círculo. Dio las gracias a los presentes por haber atendido su requerimiento, apoyado por la Policía chilena de Investigaciones. Cumplimentados los formalismos, Martina fue directa al grano.
– Como saben, Francisco Camargo ha sido asesinado. El único sospechoso, Felipe Pakarati, se ha proclamado inocente. Así consta en su declaración, que fue asistida por el abogado Jesús Labot.
La viuda de Camargo dirigió a su cuñado una mirada de censura.
– ¿Es eso cierto, Jesús? ¿Te has hecho cargo de la defensa del hombre que ha matado a mi marido?
– Alguien tenía que hacerlo. De lo contrario, habría conseguido condenarse él solo.
La papada de Concha se agitó de furia.
– ¡Serás bastardo!
– Su cuñado ha obrado por ética profesional -le defendió Martina.
El gobernador advirtió:
– Les ruego que aparquen sus diferencias para otro momento. Céntrese en la cuestión, inspectora.
– Sí, señor. La muerte de Francisco Camargo se produjo a las cuatro y seis minutos de la tarde del 31 de diciembre. Exactamente, cuarenta segundos después de la conclusión del eclipse de sol. En el curso de los cinco minutos y veinte segundos que el eclipse, con su manto de oscuridad, duró, Francisco Camargo se dirigió a esta misma habitación, donde encontraría el fin. ¿A qué obedeció ese anómalo comportamiento del anfitrión? ¿Por qué regresó a su suite? Desde mi punto de vista, esa sería la primera cuestión a resolver.
– A lo mejor le entraron ganas de orinar -sugirió Rafael, despertando una descortés risotada en Percy Williams.
– Trataremos de descubrir una causa menos escatológica -dijo Martina, dedicando a ambos una sonrisa nada comprensiva-. No obstante, ya que ha abierto usted, Rafael, una ventana a la frivolidad, aprovecharé la presencia entre nosotros de Úrsula Sacromonte, la escritora de novelas policíacas, para que nos sugiera alguna otra explicación. ¿Por qué cree que el señor Camargo dejó de disfrutar del eclipse para regresar furtivamente a su habitación?
Úrsula se frotó la nariz y repuso:
– Porque alguien que quería verle con urgencia le citó en secreto.
– A eso lo llamo una respuesta lógica -aplaudió Martina-. ¿Alguien a quien Camargo conocía?
– Con toda seguridad -enfatizó la escritora-. En tan inusuales circunstancias no habría recibido a un desconocido.
– Podemos estar de acuerdo con usted -generalizó Martina, mirando a cada uno de los integrantes del círculo-. ¿A nadie se le ocurren objeciones a este argumento? Muy bien, avancemos un paso más. Ese alguien a quien Camargo conocía, bien personalmente, bien mediante un mensaje, le citó en su habitación a la hora del eclipse. Quería asegurarse de que nadie les vería. Dada la brevedad del eclipse, no iba a disponer de apenas tiempo para entrevistarse con Camargo, por lo que necesariamente la naturaleza del encuentro tenía que ser… ¿Sí, señora Sacromonte?
– ¿Entregar o recoger algo? -especuló Úrsula con los ojos radiantes de excitación. Había imaginado cientos de casos detectivescos y escrito unas cuantas decenas de ellos, pero era la primera vez que intervenía en uno auténtico.
Nuevamente, Martina aprobó su intervención.
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