– ¿Un mazo de madera, por ejemplo?
– No he visto el objeto en cuestión, pero me lo han descrito y mi respuesta es afirmativa. Esas mazas maoríes de guerra fueron diseñadas para reventar cabezas, y eso es lo que ha vuelto a suceder.
– ¿Cree que al muerto solo le golpearon con una maza?
– ¿Le parece poco? -sonrió el director.
– ¿Adonde quieres ir a parar, Martina? -se intrigó Labot.
– A ese agujero que alguien abrió en la cabeza de Camargo antes de que lo remataran a golpes de maza. Ahí, doctor. Junto a la fractura principal y disimulado entre las esquirlas de hueso. Por eso no lo vio.
Amart se inclinó sobre la cabeza de Camargo y suavemente, con la punta de los dedos, retiró un ensangrentado colgajo. Un orificio circular perfectamente delimitado apareció a la vista.
– Es una herida incisa y profunda. Está en lo cierto, inspectora. No la habíamos visto.
– ¿Qué pudo ocasionarla?
– Un objeto punzante. Esos bordes estrellados… ¿Sabe a qué me recuerdan? ¡Al impacto del pico de un pájaro en un huevo, eso es!
– Esa comparación es muy sugerente, doctor. Vea las fotografías que acabo de tomar.
– ¿Ha estado haciendo fotos? -exclamó el director.
– ¿Usted no las hizo? -preguntó el abogado, dejándole en evidencia.
– Fíjese en esta -le invitó Martina, tendiendo a Amart su cámara, en cuya pantalla se apreciaba, ampliada, la herida circular.
El médico echó un vistazo a la imagen.
– ¿Tiene usted jurisdicción aquí?
– Pienso colaborar con mis colegas chilenos. Espero que entre todos capturemos al autor del crimen.
– Tengo entendido que el asesino ya ha sido detenido.
– En tal caso, está todo resuelto. Muchas gracias, doctor.
– ¿Adónde vas? -preguntó Labot.
Pero ella no se detuvo. El abogado tuvo que retenerla del brazo para obligarla a pararse en el corredor.
– ¡Espera un momento! ¿A qué tanta prisa?
– Necesito hacer unas llamadas a España y llevar a cabo ciertas pesquisas. Puedes quedarte a gestionar el traslado del cuerpo, Jesús, pero ten en cuenta que no abandonaremos Pascua antes de cuarenta y ocho horas.
– ¿Por qué dos días?
– Es el tiempo que necesito para resolver el caso.
– ¡Si está resuelto!
– A Felipe Pakarati no le gustaría oír eso. Preferiría saber que en la isla hay un gran penalista, y que ese competente abogado defensor está disponible.
– ¿Para representarle? -vaciló Labot.
– Apela a tu conciencia, Jesús. Te concedo dos horas para que la sometas a consulta. Puedo quedar contigo en la gendarmería a las ocho de la tarde. Estoy segura de que habrán interrogado a Pakarati y tratado a toda costa de sacarle una confesión. Espero que la Policía de Investigaciones no nos ponga problemas para acceder a su declaración, una vez te hayas ofrecido a representarle legalmente.
Una enfermera empujaba una camilla por el pasillo. Martina bajó la voz.
– A tu cuñado Francisco le agujerearon la cabeza, Jesús. Así fue como lo mataron. Y no fue Pakarati quien lo hizo. Ese hombre es inocente.
En su segunda declaración, que tuvo lugar aquella misma noche, Felipe Pakarati se declaró no culpable del crimen de Francisco Camargo.
Tuvo la suerte de contar con un buen abogado. Después de pensarlo largamente, pero sin atreverse a comentarlo con su cuñada Concha ni con sus sobrinos Rafael y Rebeca, aunque sí con Sara, quien le animó a hacerlo, Jesús Labot se había ofrecido a asumir la defensa de Pakarati. Su mujer, Mattarena, le agradeció el gesto. Al capitán Rodríguez Espinosa no le hizo la menor gracia, como tampoco el hecho de que su colega femenina, la inspectora española, asistiera al segundo careo, pero no tuvo más remedio que transigir con ambas incorporaciones.
– Que les quede clara una cosa: yo dirijo el interrogatorio y la investigación. No vayan a equivocarse ni a tomarse libertad ninguna.
Labot se manifestó dispuesto a acatar sus competencias, pero solicitó oír la grabación con las primeras declaraciones de Pakarati. Lo hicieron en una sala adjunta. Labot tomó notas, mientras Martina prestaba una profunda atención a las palabras del sospechoso.
– Qué imaginación, ¿verdad? -se burló Rodríguez Espinosa en cuanto el maestro hubo descrito al supuesto hombre pájaro asesino, oculto en la suite de Camargo-. A falta de unos pocos flecos, se trata de un caso prácticamente cerrado -les adelantó el capitán, mientras un guardia abría el calabozo y conducía a Pakarati a su despacho-. La maza que el detenido utilizó como arma tiene huellas de sangre. No menos de cincuenta testigos, entre ellos ustedes mismos, le vieron abandonar la escena del crimen.
– Pero nadie le vio cometerlo -observó Martina.
El capitán estalló en una carcajada.
– ¿Y qué me dice de ese hombre pájaro?
Para su sorpresa, sin embargo, Pakarati se reafirmó en su versión inicial, añadiendo algún dato interesante. Por ejemplo que, cuando se acercaba a las suites-barco, vio a Percy Williams avanzando en la misma dirección, pero por la otra calle del hotel.
El maestro volvió a asegurar, ahora con más detalle, que cuando entró en la suite de Camargo vio algo que le heló la sangre. Un hombre pájaro estaba atacando al banquero en el suelo y su pico entraba y salía de su cráneo como una plateada lanza. Al descubrir a Pakarati, el hombre pájaro le arrebató la maza y, usándola contra su víctima, le quebró el cráneo a golpes.
– ¿Y a ti, Felipe, no te pegó? -le preguntó el capitán-. Antes dijiste que sí, pero no tienes una sola marca.
– Estaba equivocado. Fue a golpearme con el pao, pero no lo hizo.
– ¿En qué más te equivocaste, Felipe?
El maestro parecía aturdido. Estaba claro que su memoria seguía nadando en confusión.
– En que no huyó por la puerta, como erróneamente había creído recordar en un principio, sino por la ventana.
– La ventana estaba cerrada -observó el capitán.
– Puede cerrarse por fuera -dijo Martina-. Yo misma lo comprobé.
– ¿Qué más comprobó en el escenario, inspectora?
– Poco más. Quise volver más tarde, pero sus hombres me impidieron pasar.
Rodríguez Espinosa encendió un cigarrillo sin ofrecer.
– ¿Me habrían permitido hacerlo en España?
– Esa discusión no nos va a llevar a ninguna parte, capitán -objetó Labot.
– ¿Y su defensa, a qué nos conducirá?
– A establecer la verdad.
– La verdad, la verdad… ¡Dínosla tú, Felipe! ¡Admite que lo mataste y deja de escudarte en recursos infantiles, en los que nadie en su sano juicio puede creer!
El agotamiento afloraba en el maestro, pero se expresó con franqueza.
– No, capitán, no fui yo. Sé que es difícil creerme, pero yo no lo hice.
En ese momento, Sara Labot se presentó en la gendarmería y le dijo a un agente que necesitaba hablar urgentemente con su marido.
El abogado salió del despacho del capitán y la atendió en otra sala. Marido y mujer conversaron durante unos minutos. Al terminar su breve y confidencial charla, Sara regresó al Easter en el mismo taxi que la había llevado al cuartel. Por su parte, Labot volvió a entrar en el despacho del capitán. Estaba contrariado, por lo que Martina dedujo que lo que Sara había venido a contarle era bastante serio.
En cuanto Pakarati hubo terminado de declarar y ellos hubieron abandonado la sede de la PDI, Jesús le confió a Martina de qué se trataba.
– Han registrado mi casa.
– ¿Cómo dices?
– Herminia, nuestra chica del servicio doméstico, acaba de llamar a Sara desde Santander, después de haberse hecho un lío con los números de teléfono porque intentaba localizarnos en Santiago. Ocurrió hace unas cuantas horas, no sé con exactitud cuándo… Un grupo de policías entró en nuestra casa de El Tejo y lo revolvió todo. Mostraron una orden judicial, pero después ya no dieron la menor explicación. No sé qué buscaban ni si se han llevado algo. Es completamente irregular. Por más vueltas que le doy, no entiendo a qué obedece.
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