Juan Bolea - La melancolía de los hombres pájaro

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Francisco Camargo es un controvertido empresario español. Propietario de una naviera, una flotilla de aviones, una cadena de hoteles, otra de supermercados y varios bancos en España, tiene, además, grandes intereses económicos en la exótica Isla de Pascua. Allí ha iniciado las obras del hotel más lujoso de la isla y ha financiado un proyecto único cuyo fin es sacar a la luz una serie de “moais” de incalculable valor.
En El Tejo, a escasos kilómetros de Santander, vive Jesús Labot. Cuñado de Camargo, Labot es un prestigioso abogado criminalista acostumbrado a defender a los peores y más corruptos criminales de la sociedad. Su apacible y acomodada vida dará, sin embargo, un vuelco definitivo cuando encuentren a su hija Gloria brutalmente asesinada. Varios días después de la trágica pérdida, con ocasión del eclipse total que acontecerá el 31 de diciembre y coincidiendo con la fecha de inauguración del hotel, Camargo reúne en la isla a Labot y su esposa Sara, a Martina de Santo, una afamada inspectora de Policía que trabaja en Homicidios, a Úrsula Sacromonte, una novelista de enorme éxito, y a José Manuel de Santo, el embajador de España en Chile y primo de Martina, entre otros invitados. Durante los escasos cinco minutos que dura el eclipse se cometerá un nuevo y misterioso asesinato…
La leyenda del hombre pájaro, el enigma que rodea el yacimiento arqueológico donde se encontraron los moais, un hijo bastardo que podría arruinar la reputación de toda una familia, un críptico diario escrito por Gloria poco antes de morir y la conexión entre dos crímenes separados por diecisiete mil kilómetros de distancia, pondrán a prueba a Martina y a Labot en una novela de resolución magistral.

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– ¿Dinero, tal vez? -apuntó, con morbosidad creciente, la reina del crimen-. ¿Un chantaje?

– Dejémoslo ahí por el momento, Úrsula, y pasemos a formularnos la segunda pregunta: ¿quién pudo haberse encontrado a solas con Camargo?

La investigadora caminó en círculo detrás de las sillas, hasta detenerse a la espalda del bailarín.

– ¿Percy?

– ¿Yo?

Poniendo una exagerada cara de asombro, Williams se clavó un pulgar en el pecho. Se había untado el pelo de brillantina y sus grandes ojos negros desconfiaban como un felino al acecho. Un tatuaje en tinta azul, con un reimiro, o remo ceremonial, le asomaba entre los botones de la camisa, decorándole el fornido pecho.

– ¿No estaba usted en el hotel?

– Acababa de actuar con mi grupo, eso es todo.

– ¿Conocía al señor Camargo?

– De nada.

– ¿No había tenido un desagradable encuentro con él?

– Pero eso no significaba que le conociera. Fue a causa de… -Percy se quedó mirando a Rebeca, sin atreverse a seguir ni a pronunciar su nombre.

– Ocurrió por mi culpa -admitió Rebeca con valentía-. Percy y yo estuvimos bailando y tomando copas en la discoteca y luego me quedé dormida en la playa. A la hora del desayuno, mi padre se asustó al no encontrarme en el hotel. El resto…

– El resto no me compete -descartó Martina-. Lo que hicieran durante la noche es cosa de ustedes. ¿Disfrutó con el eclipse, Percy?

– Desde luego. No me lo hubiera perdido por nada del mundo.

– ¿Desde qué posición lo vio? ¿Junto al escenario? ¿En el camerino de los músicos? ¿Cerca del almacén donde se guardan las herramientas?

Percy no contestó, quedándose pensativo, como si recelase de la pregunta. Labot expresó el desconcierto general.

– ¿Qué almacén?

– Un complejo de estancias de lo más funcional, con el cuarto de calderas y los depósitos de agua -detalló Martina-. No están lejos de la laguna artificial ni de esta suite. Dando la vuelta por detrás se sale casi… Se trata de dos naves amplias y bien equipadas, con panoplias de herramientas y recambios. Sierras, martillos, gubias… Junto con otros alrededores, reconocí esas instalaciones inmediatamente después del crimen. Pude entrar porque una de sus dos puertas estaba abierta. Pregunté a los empleados y me dijeron que no era nada raro. Los jardineros o el personal de mantenimiento necesitan materiales a cualquier hora… ¿Desde dónde vio el eclipse, Percy?

– Desde el escenario.

– ¿No se alejó?

– En ningún momento.

– Sin embargo, Felipe Pakarati le vio dirigirse hacia aquí.

Los dientes del rapa nui crujieron como si acabaran de morder algo.

– Miente.

– O lo hace usted. ¿Por qué habría de mentir Pakarati?

– Para acusarme y librarse él.

Labot se mostró en desacuerdo.

– Mi cliente no es así. En el caso de haber pretendido inculparle, le habría imputado directamente, y no lo hizo.

Martina apretó otra tuerca.

– ¿Para qué quería ver al señor Camargo, Percy?

– Yo… -vaciló el rapa nui. Al sentir todas las miradas fijas sobre él, y temiendo haberse contradicho tácitamente, pareció acomplejarse y su seguridad se resquebrajó-. No van a creerme.

– Concédanos una oportunidad -le propuso Labot.

Los pulmones de Percy soltaron aire.

– Quería disculparme con él por haberle levantado la mano, ofrecerle mi respeto y rogarle que me permitiera seguir viendo a Rebeca.

– Percy… -comenzó a decir esta, pero Martina recondujo rápidamente el rumbo del interrogatorio.

– ¿Llegó a hablar con Camargo?

– No me atreví.

– Sin embargo, le siguió desde la laguna.

– ¿Seguirle? Bueno, yo no lo expresaría así… No se veía nada y me volví enseguida.

– ¿No cruzó la puerta de esta habitación?

– No.

Martina volvió a mirar su reloj y después el rectángulo de cielo que se transparentaba entre los ventanales.

– ¿Y usted, señor Manumatoma, tampoco habló con el señor Camargo poco antes de su muerte?

– No lo recuerdo -negó el arqueólogo; llevaba una camisa caqui y las botas manchadas de barro, como si acabase de llegar de la excavación de La Pérouse, a cuyos trabajos se había reincorporado después de pasarse veinticuatro horas espantando a los periodistas que le preguntaban sin cesar por la «esfera del astronauta».

– Pero estuvo contemplando el eclipse en el hotel. Yo misma me fijé en usted.

– Resido aquí.

– Lo sé. En la habitación 102, concretamente, uno de los bungalós pequeños situados a la entrada. ¿Hace mucho que ocupa ese alojamiento, profesor?

– Hará poco más de un año.

– ¿Desde que trabaja bajo el patrocinio del Grupo Camargo?

Al arqueólogo le disgustó esa referencia.

– Verá, inspectora, los hoteles en la isla son terriblemente costosos y poco confortables, de modo que…

– Aceptó uno gratuito.

– Muy bien -reconoció Manumatoma, de pésimo humor-. ¿Y qué?

– De alguna manera, estaba en nómina del señor Camargo.

– Es público que nos financiaba con un patrocinio.

– También fue pública y notoria la discusión entre ambos a raíz de su rueda de prensa.

– Le ruego que no me obligue a reparar en ese desdichado asunto. Abusó de mi nombre, me desprestigió… Le dije lo que tenía que decirle y regresé a mi excavación. No creo que ese…, no creo que el señor Camargo fuese consciente de la bola de nieve que estaba empujando. El mundo está lleno de locos y, por culpa de una interesada imprudencia, desde el último rincón del universo legiones de chalados vendrán a la isla de Pascua en busca de extraterrestres. ¡Fue una vergüenza!

– ¿Vuelve a perder los nervios, profesor?

– Soy temperamental.

– Tanto que amenazó seriamente a su mecenas.

– Era una manera de hablar.

La inspectora le apretó un poco más.

– Tenía un motivo para vengarse de Camargo y se encontraba muy cerca de él cuando se produjo la agresión.

– ¿Me está acusando?

Martina volvió a mirar su reloj y, acto seguido, de nuevo el cielo.

– Lo haría si, en su caso, pudiese responder a la primera pregunta. Les recuerdo cuál era: ¿por qué regresó Francisco Camargo a su suite en medio del eclipse? Usted, profesor Manumatoma, no tenía argumentos ni armas para comprometerle en una cita tan extemporánea. O por lo menos, nada tan grave como la demanda secreta de Sebastián Muñoz.

El marido de Úrsula Sacromonte se quedó mirando aturdidamente a la inspectora. Sentado, parecía aún más bajito. Sus zapatos no tocaban el suelo. Al oírse en boca de la detective se apoyó de puntillas, estirando al tiempo su espalda en un reflejo de alerta.

– En su primer matrimonio, Sebastián fue padre de Raquel Muñoz Lope -siguió afirmando la inspectora-. Su única hija y secretaria de Francisco Camargo.

El hombrecito se puso en pie, como dispuesto a encararse con la detective, pero, dándose cuenta de que no le había acusado de nada, y de que su actitud podía parecer sospechosa, volvió a sentarse.

– ¿Ha estado haciendo averiguaciones sobre mí?

– Anoté sus datos en la residencia del embajador -accedió a revelarle Martina- y, sí, moví algunos hilos. Su hija Raquel falleció hace poco más de un año, en Madrid. Era muy joven, no había cumplido los treinta. ¿Cómo murió, señor Muñoz?

– Tomó por error unas pastillas.

– Se suicidó, ¿no es cierto?

– ¡Le digo que fue un error!

Martina se dirigió a la escritora.

– ¿Sabía usted algo, Úrsula?

La escritora se pasó la lengua por los labios.

– Antes de casarnos, Sebastián me habló de su hija, naturalmente… Entendiendo que era un tema muy doloroso para él, no quise ahondar en su herida.

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