Juan Bolea - La mariposa de obsidiana

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La mariposa de obsidiana: краткое содержание, описание и аннотация

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En su primer día de vigilancia, la guardia jurado del Palacio Caballería, donde se viene celebrando una exposición dedicada a sacrificios humanos, es atrozmente asesinada. El crimen es perpetrado de noche, en la soledad del museo, y responde a la escenografía de los antiguos sacrificios aztecas. Para llevarlo a cabo, el criminal ha podido utilizar uno de los antiguos cuchillos de obsidiana que se mostraban en la exposición. Con la misma arma, arrancó la piel a su víctima, abandonando el cadáver sobre la piedra del sacrificio, en una macabra reproducción de los ritos que históricamente tuvieron lugar en las pirámides aztecas. A partir de ahí, la policía atribuirá el salvaje asesinato a un criminal perseguido por la comisión de otros homicidios recientes, algunos de los cuales se llevaron a cabo igualmente con bárbaras mutilaciones. Sin embargo, la subinspectora Martina de Santo apuntará pronto en otra dirección, eligiendo una línea de investigación que la conducirá por derroteros muy distintos.

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– Se someterá a una extracción de sangre, recogerá el resto de sus cosas y se irá de aquí.

Como si considerase aquel desenlace un acto de justicia, el gesto de Monzón no reflejó agradecimiento ni alivio.

– Permanezca en la ciudad y absténgase de hablar con nadie en relación a este caso -le ordenó la subinspectora-. Lo quiero localizado en todo momento. Un agente le acompañará.

Martina se dirigió hacia el ascensor, subió al pasillo de la primera planta y sacó un café de la máquina. Encendió un cigarrillo y se apoyó contra la pared. Sentía un peso encima, y las manos le temblaban ligeramente.

Funcionarios del Cuerpo transitaban por el corredor. Al fondo, frente al despacho del comisario Satrústegui, varios inspectores aguardaban a ser recibidos. El comisario los había convocado para coordinar la visita del ministro del Interior.

La subinspectora desdobló la carta que acababa de entregarle Monzón. El estilo era apresurado, nervioso. La frase más deslavazada era, también, la más grave:

Necesito verte con urgencia o, de lo contrario, me temo que voy a hacer una barbaridad…

Mirando fijamente la puerta del comisario, que acababa de abrirse para mostrarle en mangas de camisa, de perfil, hablando por teléfono e indicando a los inspectores que fueran sentándose, Martina se preguntó si Conrado Satrústegui habría llevado a cabo su impulsiva amenaza. Si el destino también habría jugado sucio con él, como en otras ocasiones lo había hecho con ella, y si esa mujer, Sonia Barca, habría tenido la suficiente influencia sobre su superior como para convertirle en un asesino.

Capítulo 37

Aquélla, la del miércoles 4 de enero, iba a ser una de las últimas madrugadas en que Camila Ruiz bailase en el Stork Club, pero Eladio Moran no lo sabía.

A las doce y cuarto de la noche, como cada velada, a excepción de los pases dominicales, cuando la sustituía su amiga Sonia Barca, Camila había hecho su aparición en el cabaret por la entrada de servicio. Estaba helada. No usaba abrigo sobre su llamativo conjunto de charol rojo, que hacía resaltar su melena rubia y las curvas de sus caderas y pechos. También las botas que lucía por fuera eran acharoladas, tipo Barbarella. Camila llevaba tal cantidad de colorete que sus mejillas parecían las de una de aquellas marquesas que Robespierre ordenó guillotinar.

Amparado por una nube de humo, Eladio Moran, el gerente del Stork Club, estaba sentado en un taburete al extremo de la barra en forma de medio ocho, delante de un cóctel de fantasía. Durante el show , jamás abandonaba su despacho, pero aprovechaba los descansos entre cada pase para hacer caja y tomar una copa. Morán fumaba unos cigarrillos acres, morenos, que encendía con trabajo y una rústica ostentación, a cada poco, con un chisquero de piedra como los que usaban los antiguos tranviarios. El gerente lucía un tajo a un lado de la nariz, recuerdo de sus tiempos de peso welter, y la comisura del labio inferior cosida por una señal de navaja. Las strippers del Stork decían que, en lugar de corazón, Eladio Moran tenía una piedra de molar, pero con Camila no se había portado mal del todo. Le pagaba lo acordado, más la tarifada mitad de lo que obtenía por cada hombre que se llevaba a la cama.

– Llegas tarde, pimpollo -la había recibido Morán, con su sonrisa de hiena-. Estamos a punto de abrir puertas. Apúrate.

«Usted siempre tan caballero», estuvo a punto de responder Camila. En lugar de eso, se había limitado a agachar la cabeza y a abrirse paso hacia los camerinos entre las desordenadas mesas. Un mozo frotaba los hules para sacar las manchas de la función anterior, colocaba las sillas y los ceniceros de latón. Camila rodeó el escenario, recorrió un húmedo pasadizo, abrió la puerta de camerinos, tiró el bolso entre las pinturas de guerra que las demás chicas siempre dejaban destapadas y se desplomó en un butacón de peluquería, frente a los espejos de luces. Su reflejo le disgustó. Pese al maquillaje, aquella implacable iluminación le sacaba patas de gallo, proporcionando a su rostro un relieve de hielo, como si estuviera tallado en cristal.

Camila suspiró, abrió el bolso, sacó un espejito y se cortó una raya.

– ¿Convidas, reina?

Flora, una de sus compañeras, la andaluza, acababa de llegar. Era la veterana del elenco, pero seguía teniendo una figura envidiable para su edad. En sus buenos tiempos había sido madam, hasta que la policía le cerró el garito. Flora se había quedado en la calle, para volver a hacerla. Eladio Morán le había ofrecido un puesto de chica de alterne, que Flora aceptó. No iba a tener mucho más, pero sí un lugar donde caerse muerta. Camila pensaba que, si Flora seguía bebiendo y metiéndose como lo hacía, pronto caería, pero al hoyo.

– Sírvete tú misma.

Flora se espolvoreó a gusto la nariz y se relamió los labios.

– Se ve la vida de otro color. Eres un amor, Camililla. Te merecerías un príncipe. Y yo también.

– ¿No preferirías un funcionario? -bromeó Camila.

Flora se echó a reír. Tenía una risa contagiosa, mudéjar.

– ¿Uno que funcione bien, y que no sea fifiriche? Eso lo dejo para ti, que todavía eres joven. A mí me basta con que no ronquen. Te diré una cosa, Camililla. Los hombres de hoy no son como los de antes.

– ¿Y cómo eran los hombres de ayer?

– Machos.

– ¿Y los de hoy?

– ¡Bah!

– Habría que ver ahora a los viejos de tu generación -dijo Camila-. Apuesto a que tienen que tirar de lengua.

– ¡Jodida criatura! Estás convencida de que vas a comerte el mundo, ¿no es verdad? ¿Cuántos años tienes?

Camila Ruiz tenía veinte años, una virtud felina en sus ojos garzos, el cabello rubio y demasiado fuego en el cuerpo.

– ¡Qué habrás visto tú de la vida, meque! -exclamó Flora.

Desde que tenía uso de razón, Camila había encalomado a los hombres. Le gustaba desnudarse para ellos, en privado y en público, y sorprender ese rictus de éxtasis que los transportaba a un mundo mejor, al universo de la debilidad y el placer.

– He visto mucho -repuso Camila-. He tenido tiempo hasta de sufrir.

Sólo se había enamorado una vez, de uno de esos muchachos de buena familia que se veían obligados a trapichear para mantener su tren de vida. Se llamaba David Raisiac, y era hijo de un catedrático de la Universidad, un señorón que enseñaba arqueología, historia y lenguas antiguas. Un poco mayor que Camila, David había dejado de estudiar. El joven Raisiac solía decirle que le gustaban menos los latines paternos que su lengua rosada de gata sin dueño. David estuvo en la cárcel, por tráfico, salió y volvió a ingresar en el maco. En la cárcel, su carácter cambió, se envileció. David se metía tal cantidad de farlopa que la mayor parte de las veces andaba colgado. Sometía a malos tratos a Camila, y luego le imploraba perdón. Y así una y otra vez, hasta que Camila le dejó. Entonces, él se convirtió en su camello. A veces, cuando no tenía con qué pagarle, Camila le permitía que volviese a disfrutar de su cuerpo, pero ya no le dejaba jugar con sus labios ni con su caliente lengua, y tampoco ronroneaba cuando le sobrevenía el gozo. Después, David desapareció. En un par de ocasiones, con su nueva pareja, una profesora universitaria, de su misma clase, el joven Raisiac había visitado el Stork Club para verla serpentear y contonearse en la barra, pero ella le había ignorado.

Camila no había vuelto a liarse en serio con ningún otro tipo. Tenía clientes, tenía para meterse, y se arreglaba con eso. De vez en cuando, tenía una mujer. Una suave leona como Sonia Barca.

– Me vendría bien otro tirito -dijo Flora.

– Pero que sea el último.

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