Juan Bolea - La mariposa de obsidiana

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En su primer día de vigilancia, la guardia jurado del Palacio Caballería, donde se viene celebrando una exposición dedicada a sacrificios humanos, es atrozmente asesinada. El crimen es perpetrado de noche, en la soledad del museo, y responde a la escenografía de los antiguos sacrificios aztecas. Para llevarlo a cabo, el criminal ha podido utilizar uno de los antiguos cuchillos de obsidiana que se mostraban en la exposición. Con la misma arma, arrancó la piel a su víctima, abandonando el cadáver sobre la piedra del sacrificio, en una macabra reproducción de los ritos que históricamente tuvieron lugar en las pirámides aztecas. A partir de ahí, la policía atribuirá el salvaje asesinato a un criminal perseguido por la comisión de otros homicidios recientes, algunos de los cuales se llevaron a cabo igualmente con bárbaras mutilaciones. Sin embargo, la subinspectora Martina de Santo apuntará pronto en otra dirección, eligiendo una línea de investigación que la conducirá por derroteros muy distintos.

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– Regresé a mi apartamento en un taxi.

– ¿Alguien la acompañó?

– No.

– ¿Pasó la noche sola?

La doctora estalló.

– ¡Eso no es de su incumbencia!

– Se equivoca. Lo es.

– ¡Existe un límite a su…!

– Conteste.

Entre la expresión de la subinspectora y el pétreo gesto de Xipe Totec, que ahora se interponía entre las dos mujeres, apenas había diferencia.

– David se quedó a dormir -dijo Cristina Insausti, con la voz pastosa.

– ¿Quién?

– El hijo de Raisiac.

– ¿Vive con usted?

– No exactamente. Tiene su propio piso, pero en ocasiones…

– Entiendo -dijo Martina-. Es usted una mujer independiente. ¿Alguien vio a David Raisiac salir o entrar de su apartamento entre la una y media y las tres de la pasada madrugada?

– No lo sé. ¿Cómo podría saberlo?

– ¿Tiene él llave de su casa?

– Sí.

– Quisiera hablar con el joven Raisiac. ¿Puede localizarle?

El tono de la doctora Insausti fue amargo.

– ¿Para que corrobore mi coartada?

– No me gusta dejar cabos sueltos.

– Le facilitaré un teléfono, pero no sé si lo encontrará. David siempre está de aquí para allá…

– Déjelo de mi cuenta.

La arqueóloga le anotó el número de David Raisiac.

– ¿Ha terminado conmigo?

– Me temo que tendré que volver a molestarla por alguna otra cuestión -la previno Martina-. No creo que en Bolscan haya muchas especialistas en culturas precolombinas, ¿o me equivoco?

– Nuestro equipo arqueológico se vertebra en torno a la cátedra de Raisiac. Cualquiera de sus miembros estará dispuesto a documentarla en su investigación.

– ¿Hay alguna otra mujer en ese equipo, aparte de usted?

– Soy la única.

– En eso, nos parecemos.

Martina le dedicó una media sonrisa de complicidad y se dio la vuelta. Pero, antes de abandonar la sala azteca, se giró para preguntarle:

– Una cosa más, doctora. ¿Entiende usted de vinos?

– Un poco.

– Se lo pregunto porque tengo un compromiso y quisiera quedar bien. Pero soy mala cocinera, como le decía, y tendré que salir del apuro como pueda. ¿Qué vino me recomendaría para acompañar unos espagueti boloñesa?

– Tinto -repuso la arqueóloga, sin dudarlo-. Un Ribera de Duero, por ejemplo.

– Gracias por el consejo. Si no llega a ser por usted, habría encargado un lambrusco o cualquiera de esos vinos de aguja. Le debo un favor.

– No me debe nada, subinspectora.

Martina la miró como a una amiga.

Capítulo 34

En el laboratorio fotográfico del Diario de Bolscan, situado en el sótano del periódico, el reportero gráfico Damián Espumoso, alias Enano, acababa de revelar las fotografías tomadas en el Palacio Cavallería.

Esa mañana, había tenido la suerte de cara.

Gracias al ardid de Belman, al distraer la atención de los municipales que custodiaban la entrada del palacio, Espumoso se había deslizado hasta la sala azteca y ocultado su menuda figura tras la cámara oscura. Cuando dejó de oír voces, salió de su escondite, comprobó que la sala se hallaba vacía y tomó fotos del cadáver. Se había acercado tanto al cuerpo que pisó su charco de sangre. Los investigadores, que entraban y salían del museo en medio de una gran confusión, debieron de atribuir el resplandor de sus flashes a la cámara que ellos mismos utilizaban para las tomas forenses. Espumoso hizo su trabajo y salió tranquilamente del Palacio Cavallería. Incluso saludó a los agentes municipales, que ni repararon en él.

Las imágenes no eran humanas. El cadáver despellejado se apreciaba a la perfección, en primeros planos y de cuerpo entero, desmadejado sobre el ara ceremonial con una negra herida en mitad del pecho, y el cráneo mondo, sin cabellera… Un material de primer orden, fotos por las que las agencias pagarían su peso en oro. Espumoso llamó a Belman para que les echase un vistazo.

El reportero bajó desde la redacción saltando los peldaños de tres en tres. Abrió de golpe la puerta del laboratorio y se precipitó hacia las cubetas. Lo que había quedado del angélico rostro de Sonia Barca no era más que…

– ¡Un zombi, Dios! -exclamó.

– Sí -dijo Espumoso-. La rebanó y la dejó lironda.

Belman tuvo que sentarse en un taburete. Sacó la petaca de Machaquito y la vació.

– Me imaginaba lo peor, pero esto…

– Míralo desde nuestro punto de vista, Mocos -le animó el fotógrafo-. ¡Es una exclusiva atómica!

– ¡Ella sí que era exclusiva!

Espumoso contempló a Belman con la boca abierta.

– ¿La conocías?

– Sí.

– ¿Bíblicamente?

– Aja.

El fotógrafo se apoyó en el fregadero de loza.

– ¿Quién era?

– Una bailarina. Una artista.

Belman había hundido la cabeza entre las manos. Con ayuda de unas pinzas, Espumoso empezó a colgar las copias en blanco y negro. En cuanto soltasen el líquido fijador, las deshumedecería con un secador.

– ¿Puedo preguntarte algo, Mocos?

– Depende.

– ¿Te la tirabas a menudo? ¿Era una de tus chicas?

– ¿Crees que sólo vivo para follar? ¿Que soy incapaz de apreciar otra virtud en las tías?

– Sinceramente, eso es lo que pienso. Yo mismo no lo hubiera dicho mejor.

Belman habría sonreído, pero la proximidad de las fotos le congeló el humor.

– Está bien. Me la beneficiaba, ¿y qué?

El fotógrafo emitió un silbido.

– Caramba, Mocos. Ya puedes andarte con ojo.

– ¿Qué insinúas, Enano?

– Que la pasma podría pensar…

– ¿Que me la he cargado yo? ¡Vamos, animal!

– En tu lugar, Belman, no iría alardeando por ahí.

– ¿Alardeando? ¡Pero si me he limitado a contestarte!

– Ya lo sé, pero tienes una forma de referirte a las mujeres que resulta… matadora.

El reportero estaba recordando que le había prometido a Sonia comprarle un juego de lencería de fantasía, y que la última noche que estuvieron juntos en su apartamento ni siquiera le había despejado el bidé de ropa sucia. Se sorbió los mocos y le dijo al gráfico:

– Guárdate tus consejos y sube esas fotos a redacción. Voy a hablar con el Perro.

Gabarre Duval había llegado un rato antes, procedente de una comida. La mayoría de los días, el redactor jefe almorzaba por ahí, invitado, generalmente. Como las copas de sobremesa también eran gratis, aprovechaba para cargar el depósito. Después, a lo largo de la tarde, serían los redactores los que pagasen sus excesos. En esa comida debía de haber empinado el codo más de la cuenta, porque Belman lo sorprendió con la mirada turbia y el ralo pelo pegado a la frente.

– ¿Puedo pasar?

– Adelante, Mocos.

– Perdone que le moleste, pero…

– Tú jamás me incomodas, Jesús. En realidad, eres de los pocos redactores hacia los que siento un relativo aprecio.

La fiera le sonreía. Incluso le había llamado por su nombre. El reportero quedó desarmado.

– Gracias. Me limito a hacer mi trabajo.

– Exactamente. Y no es otro el motivo de mi felicitación. Tus últimos reportajes, inspirados por mi mano, han contribuido a animar la tirada. Veamos qué me traes hoy.

– Ya le adelantaba esta mañana que…

– Es por la tarde, Belman. Las noticias cambian. Evolucionan.

– Tiene razón. De hecho, la óptica inicial del caso ha sufrido una drástica involución.

– ¿Por qué no me hablas en el idioma de Cristo? ¡Tú y tus florituras! Si quieres pronunciar discursos, preséntate a las elecciones.

– Tengo una bomba -presumió Belman.

– ¿Una primicia?

– Un pelotazo.

– Antes, dime si tu fuente es buena.

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