Sonriendo con indiferencia, la doctora Insausti procedió a despojarse del mono. La subinspectora bajó la voz.
– En un principio, di por supuesto que el criminal había arrancado el corazón de la víctima, antes de desollarla. Pero no ocurrió de esa forma.
– ¿Ah, no?
– No.
– ¿Y cómo ocurrió? -preguntó la doctora.
– La apuñaló, pero no la evisceró. El asesino no sólo se desvió del protocolo en ese punto. También en la elección de víctima, pues fue una mujer. Y tengo entendido que en las culturas precolombinas sólo se sacrificaban varones.
– Habitualmente, así sucedía.
– ¿No siempre, no en todos los casos? -preguntó Martina.
– No.
– ¿Podría mostrarse un poco menos escueta?
La doctora hizo un gesto de resignación. Su tono iba a adquirir un barniz didáctico, un punto cansino, que a Martina le recordó el fraseo de su maestro, Néstor Raisiac.
– Durante la Conquista, los hombres de Hernán Cortés, a su paso por las aldeas aztecas, vieron jaulas de madera con cautivos en su interior, indias e indios que eran cebados para la suprema ofrenda. Una vez sacrificados, esos cuerpos serían devorados por sus dueños, como un nutriente de carácter divino. No los corazones, que estaban reservados a los dioses, ni las cabezas, que pasarían a engrosar los altares de cráneos; tampoco la sangre, ofrecida a Tláloc, el dios de la lluvia, y al astro rey, a fin de que no detuviera su curso provocando el fin del mundo.
– ¿Qué partes del cuerpo eran devoradas?
– Las extremidades.
– ¿Crudas, palpitantes?
– No -sonrió la doctora-. Eran caníbales, pero aceptables gourmets. Se consumían cocinadas con calabaza y maíz.
Martina hizo un gesto de asco.
– Creo que no me gustaría esa dieta. Hábleme de las prisioneras. ¿Eran desolladas al término de su cautiverio?
– No.
– ¿Ni antes ni después de su ejecución?
– No.
– ¿De qué manera eran sacrificadas?
– Se las decapitaba.
– ¿Eran vírgenes?
– Ya veo que necesita una clase completa, subinspectora. El año que viene podría matricularse en mi curso. Estaré encantada de examinarla.
– Lo tendré en cuenta. Ahora conteste, por favor.
Cristina Insausti se humedeció los labios con la punta de la lengua.
– En la cultura incaica, que acudió al sacrificio humano en ocasiones solemnes, al declararse la guerra, o por enfermedad del Inca, las víctimas debían ser muchachas vírgenes, pues su ofrenda alegraba especialmente a los dioses y suponía, para los padres de aquellas infelices, un diezmo económico y la atribución de poderes chamánicos. Entre los mayas, la selección de prisioneros se amplió a niños y a niñas, que acudían al rito pintados de azul y eran arrojados, vivos o muertos, a los cenotes, considerados umbrales del inframundo.
– Pero no se les desollaba.
– No. Raisiac y yo, entre otros especialistas, opinamos que el desollamiento se reservaba a los hombres. Eran desollados los reos de traición y, ya entre los aztecas, aquellos prisioneros que los sacerdotes designaban para las ceremonias en honor a Xipe Totec.
– ¿A Su Majestad El Desollado nunca se le sacrificaban mujeres?
– Nunca.
La subinspectora ensayó otra línea.
– ¿En las culturas precolombinas hubo mujeres sacerdotisas?
La doctora se quitó la goma del pelo y, con un par de giros, volvió a rehacer su cómodo peinado.
– El chamanismo vestal prehispánico es un mundo confuso, poco estudiado. Se cree que hubo sacerdotisas mayas y aztecas, encargadas de vigilar el fuego sagrado. Entre los incas, las vírgenes del sol habitaban sus propios templos. Debían mantenerse castas, aunque en algunos casos eran entregadas a los nobles.
La subinspectora se llevó el cigarrillo apagado a los labios. Ardía en deseos de fumar.
– Cuando se cometió el crimen, la música ambiental del museo estaba al máximo volumen. ¿Le sugiere algo esa circunstancia?
– Para las etnias mesoamericanas, la música reunía un significado sobrenatural -divagó la arqueóloga-. Los sacrificios se ilustraban con danzas, llamadas tum.
– ¿Y esas danzas se potenciaban con alucinógenos?
– El consumo de psicotrópicos era inherente a las castas sacerdotales.
– ¿Qué drogas tomaban?
– Los chamanes aztecas utilizaban el Psilocibe mexicana. Dejaban secar el hongo, lo molían y lo mezclaban con cacao. Algunos frisos dibujan el alcaloide en forma de semillas rojas y negras derramándose, como una dádiva, de las manos del dios Tláloc. Los sacerdotes consumían la «serpiente verde», semillas de volubilis diluidas en agua. Y peyote, claro está, peyótl, al que los españoles llamaron «moneda del diablo». Algunas de estas sustancias, mezcladas con alcohol, se administraban a los cautivos, a fin de que se enfrentaran a la muerte sin dar muestras de temor. Los aztecas consideraban una desgracia que el pánico les hiciera rebelarse, y que la suprema ofrenda se convirtiese en una carnicería. ¿Puedo hacerle una pregunta, subinspectora?
– Se ha ganado ese derecho.
– ¿La víctima de anoche era una mujer joven?
– Joven, proporcionada y en buen estado de salud. ¿Por qué?
– Los aztecas sacrificaban pelirrojos o albinos coincidiendo con los eclipses de sol o de luna, o leprosos en honor de Tonatiuh, otro de los dioses solares, pero casi siempre elegían para el sacrificio a jóvenes hermosos e inteligentes, alegres y pacíficos, sin mácula ni deshonor.
– No adivino adonde quiere ir a parar, doctora.
– ¿Cabe la posibilidad de que el criminal, confundido por el uniforme que vestía la víctima, creyera que iba a matar a un hombre joven?
– No, no lo creo. ¿Es ésa su conclusión?
– Una cosa debe tener clara, subinspectora. Si alguien ha pretendido reproducir los rituales sacrificiales mayas o aztecas, no ha estudiado a fondo los códices. En todos los sacrificios, ya fueran llevados a cabo por flechamiento, apedreamiento, decapitación, asfixia, por el fuego o el filo de la obsidiana, el corazón de la víctima era arrancado y ofrecido a los dioses. Pero usted me ha confirmado que el asesino no extrajo el corazón de esa mujer.
– Así fue.
– ¿Por qué no lo hizo?
– Confiaba en que podría revelármelo usted.
– Ya veo que la policía carece de la menor pista -dijo la doctora, con cierta desilusión.
– No sea tan negativa. Hay avances en la investigación.
– ¿Como cuáles?
Martina le sonrió con calidez.
– Hemos podido averiguar, doctora Insausti, que es usted una extraordinaria cocinera. A mí, en cambio, la cocina se me da fatal.
La arqueóloga quedó completamente desconcertada.
– ¿Cómo sabe que me gusta la cocina? ¿Y qué puede importar eso?
Martina hizo un distraído gesto, antes de preguntar:
– ¿Qué hizo usted anoche, doctora?
La arqueóloga dio medio paso atrás y apoyó las manos en las caderas de Xipe Totec.
– ¿Por qué quiere saberlo?
– Porque cada una tenemos nuestra responsabilidad. ¿No era ésa su consigna?
Una mal reprimida cólera afloró a los ojos de Cristina Insausti, levemente achinados. Tenía la frente y las mejillas tostadas por el sol; las manos y los antebrazos, en cambio, más blancos.
– Cené en casa del profesor Raisiac. Teníamos trabajo pendiente.
– ¿Cocinó usted, o encargaron la cena?
– La preparé yo misma.
– ¿Recuerda qué cocinó?
– Nada especial. Un poco de pasta, creo. El profesor es poco exigente.
– ¿Hasta qué hora permaneció en casa de Néstor Raisiac?
– Hasta las doce de la noche, más o menos.
– ¿Qué hizo después?
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