Juan Bolea - La mariposa de obsidiana

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La mariposa de obsidiana: краткое содержание, описание и аннотация

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En su primer día de vigilancia, la guardia jurado del Palacio Caballería, donde se viene celebrando una exposición dedicada a sacrificios humanos, es atrozmente asesinada. El crimen es perpetrado de noche, en la soledad del museo, y responde a la escenografía de los antiguos sacrificios aztecas. Para llevarlo a cabo, el criminal ha podido utilizar uno de los antiguos cuchillos de obsidiana que se mostraban en la exposición. Con la misma arma, arrancó la piel a su víctima, abandonando el cadáver sobre la piedra del sacrificio, en una macabra reproducción de los ritos que históricamente tuvieron lugar en las pirámides aztecas. A partir de ahí, la policía atribuirá el salvaje asesinato a un criminal perseguido por la comisión de otros homicidios recientes, algunos de los cuales se llevaron a cabo igualmente con bárbaras mutilaciones. Sin embargo, la subinspectora Martina de Santo apuntará pronto en otra dirección, eligiendo una línea de investigación que la conducirá por derroteros muy distintos.

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– Más tarde me ocuparé del sospechoso -aplazó Martina, indicando a Carrasco que rebobinase la película-. ¿Tienen interés esas imágenes?

Salcedo apuntó:

– Las estamos visionando porque cabe la posibilidad de que el asesino visitase el edificio días antes de la comisión del crimen.

De esa frase y del relato de la detención de Juan Monzón, la subinspectora dedujo que el comisario Satrústegui había tomado en consideración su hipótesis. No obstante, Martina se preguntó si el comisario habría llegado a esa conclusión a través de las reflexiones que ella misma le formuló, o si tras su decisión de hacer derivar las sospechas de culpabilidad hacia Juan Monzón, había algo más.

La subinspectora volvió a mirar la pantalla. Una hilera de gente anónima se sucedía con exasperante lentitud.

– Desde que la muestra se inauguró, el pasado viernes, la cámara ha grabado a centenares de visitantes -objetó Carrasco.

– Podríamos descartar a los niños y a las personas mayores -propuso Salcedo.

– Seguiríamos hablando de centenares de individuos -replicó Carrasco.

– Descartemos también a las mujeres.

– Por ahora, no -dijo Martina.

Los policías se miraron con sorpresa. Salcedo accionó la pausa del proyector y preguntó:

– ¿A quién le seguimos los pasos, subinspectora?

– A una persona alta y delgada, de complexión atlètica, con brazos largos y un pie pequeño.

– Del cuarenta y uno, concretamente -corroboró Salcedo-. El derrumbe de la galería provocó una nube de polvo y la rotura de numerosos tablones, muchos de los cuales quedaron reducidos a astillas. Pero hemos conseguido aislar un par de huellas. Limpias, sin restos de sangre.

– ¿Material de la suela? -preguntó Martina.

– De la indefinición de la horma, homogénea y lisa, cabe deducir que fuese algún tipo de calzado elástico -repuso Salcedo-. Una zapatilla flexible, en cualquier caso.

– ¿Caucho?

– Tal vez. A propósito, subinspectora: he indagado en el circo. Fui a la hora de comer y pude hablar con la familia de trapecistas.

– ¿Con los Corelli?

– Eso es, subinspectora. -Con una sonrisa premiada, Salcedo agregó-: Como Corelli, Arcangelo, el músico barroco.

– Me congratula comprobar que ha consultado la enciclopedia -ironizó la subinspectora-. ¿Y?

– Como le decía, el clan de trapecistas está compuesto por tres miembros: dos hombres, hermanos entre sí, y una mujer, casada con uno de ellos. Tienen coartada. Durante la noche del lunes, asistieron a una fiesta que se celebraba en una de las caravanas. La juerga duró hasta la salida del sol.

– Volvamos a las huellas de esas pisadas -suspiró Martina-. ¿Encontraron restos de parafina?

– No, pero podríamos analizarlas.

– Háganlo. Y encárguense de verificar si esas huellas de la galería derrumbada se corresponden con un calzado de alpinismo que se utiliza en escalada libre. Pies de gato, lo llaman. Si es así, traten de determinar la marca. Confeccionen una lista de establecimientos donde se expida ese material e intenten averiguar si alguno de ellos vendió recientemente un par del número cuarenta y uno.

La pausa de la película se disparó, y de nuevo en la pantalla comenzaron a correr las imágenes de visitantes entrando al museo. La subinspectora rogó:

– Haga volver atrás la película.

Carrasco accionó la bobina.

– Ahí -señaló Martina-. El hombre delgado. El que habla con ese otro más joven.

– ¡Es Toni Lagreca! -exclamó Salcedo-. ¡El actor!

– Esta vez no ha tenido que consultar la enciclopedia -sonrió Martina-. Lagreca actuará mañana en el Teatro Fénix. El hombre joven que le acompaña es otro actor de la Compañía Nacional. Probablemente, encontrarían un hueco entre los ensayos para visitar la exposición… ¿Tienen ya los análisis de sangre que ordené?

– Acaban de enviarlos al Grupo -contestó Carrasco-. Los restos de sangre de la escena del crimen son del tipo A, correspondiente a la víctima. Pero…

– ¿Pero? -exclamó Martina, sin poder contenerse.

– Algunas de las gotas de sangre que cayeron bajo la galería, aunque mezcladas con otras del tipo A, pertenecen al tipo AB.

– Podría tratarse de una pista válida -postuló Salcedo-. Necesitaremos someter al señor Monzón a una prueba hematológica.

– Además de eso -dijo Martina-, revisen los bancos de los principales hospitales. Quiero una lista de donantes del tipo AB. ¿Se atreven a formular alguna teoría?

Salcedo se animó a exponer:

– El agresor pudo cortarse con el mismo cuchillo que empleó para desollar a la chica. Algunas gotas de su sangre resbalarían hasta caer junto a las otras, procedentes de la piel de la víctima.

– Esa argumentación sería acertada -opinó Carrasco- si, como parece lógico, el asesino no portase una bolsa o una mochila para trasladar los fetiches.

Martina preguntó:

– ¿Hay alguna razón que le impidiera llevarlos encima?

La subinspectora dejó que esa vampírica imagen flotara en sus mentes. Como ella, también los dos policías pudieron imaginar a una diabólica figura trepando hacia la techumbre del palacio, con la blanca piel de Sonia Barca colgando de sus hombros como un pálido y tétrico manto.

Capítulo 33

La subinspectora regresó a la sala azteca. Desobedeciendo sus instrucciones, la doctora Insausti concluía la limpieza del ídolo. Las manchas ocres habían desaparecido, pero, allá donde las salpicaduras habían llegado a traspasar la porosa terracota, su superficie era más oscura.

– Es usted muy obstinada, doctora.

– Ambas cumplimos con nuestra obligación -se limitó a replicar la arqueóloga.

El roto cristal de la vitrina reventada había sido desmontado. Una luna nueva, lista para ser instalada, descansaba embalada contra el expositor. Ninguno de los tres restantes técpatls de obsidiana relucía sobre sus peanas. Los enigmáticos itzpapalotls que Néstor Raisiac había descubierto en una acrópolis del Petén, acuchillando la piel de los muros, ya no estaban en su lugar.

– ¿Y los otros cuchillos? -preguntó Martina.

– He ordenado trasladarlos, con sus correspondientes cajas, al Museo Arqueológico de Bolscan -repuso la doctora Insausti-. Allí se custodiarán hasta que se decida reabrir la exposición, o cancelarla y restituir las piezas a sus países de origen.

– Necesitaré dar un vistazo a esos cuchillos.

– Están a su disposición. ¿Quiere que llame al Arqueológico?

El tono soberbio de su interlocutora no consiguió irritar a Martina.

– En cuanto instalen esa luna será como si nada hubiese ocurrido. ¿No es así como piensa usted, doctora Insausti?

– Cada cual tiene su responsabilidad -se enrocó la arqueóloga-. La mía consiste en desenterrar restos arqueológicos, organizar exposiciones e invitar a la gente a disfrutar de ellas. No calcula el daño que este lamentable suceso puede llegar a causar a nuestro equipo de investigación. Están en juego las futuras subvenciones y…

– Son vidas humanas las que están en juego. A lo mejor usted, doctora, ha olvidado ya que en este preciso lugar se ha cometido un atroz asesinato. Yo, desde luego, no. Y, antes de proceder a su camuflaje o, simplemente, a relegarlo, tenemos la obligación de intentar esclarecer sus circunstancias. A partir de ahora, consideraré cualquier otra actitud por su parte como una obstrucción a la investigación policial.

La comisaria dejó la esponja en un balde.

– Pregunte lo que quiera.

Martina extrajo un cigarrillo de su pitillera, pero no llegó a encenderlo.

– Aunque no sé muy bien por qué, y aunque probablemente no debería hacerlo, voy a confiar en usted. Le proporcionaré información confidencial, a condición de que no haga uso de ella.

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