Juan Bolea - Crímenes para una exposición

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La isla de Wight, un palco en la Ópera de Viena, los cayos del Caribe… Del pasado de la subinspectora Martina de Santo regresa un atractivo fantasma: Maurizio Amandi, pianista célebre por su talento, su vida disipada y su obsesión por la obra Cuadros para una exposición, del compositor ruso Modest Mussorgsky. La última gira de Amandi está coincidiendo con los asesinatos de una serie de anticuarios relacionados con él. Al reencontrarse con Martina de Santo, con quien vivió un amor adolescente, un nuevo crimen hará que las sospechas vuelvan a recaer sobre el artista. Martina de Santo deberá apelar a sus facultades deductivas y a su valor para desvelar el misterio y desenmascarar y dar caza al asesino.

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Durante esos trances, Miriam permanecía encerrada en su cuarto, que daba al patio interior de la Residencia Militar. Una vez que su padre, tras recorrer tambaleante el pasillo, se había derrumbado en la cama, y roto a roncar, entraba en su dormitorio, le desanudaba los zapatos y lo cubría con una sábana. Con tanto sigilo como si estuviera extendiendo un sudario sobre su flaco y aborrecido cuerpo de héroe sin medallas.

BABA YAGA

15

A las nueve menos cuarto, Ángel Fraile, el maquetador, abandonó como un espectro la redacción.

Su discreción rayaba en el autismo. A diferencia de Sabino Sabanés, que se pateaba los garitos de Bolsean, viviendo de madrugada, Fraile llevaba una existencia, nunca mejor dicho (bromeaba el director) monástica. Como si el dogal de un complejo de inferioridad le doblegara, no solía expresarse sino con mansas inclinaciones de cabeza.

Al despedirse de la secretaria, Ángel Fraile volvió a ejecutar su triste genuflexión. Un incoherente chasquido -algo así como si mordiera un palo, pensó Miriam- brotó de su garganta.

– Hasta mañana -le ayudó ella.

– Adiós -susurró Fraile, resecamente.

La puerta de La Colmena se entornó tras él. Se oyeron los molestos chirridos del ascensor.

Transcurrido un rato, Miriam decidió que se hacía tarde para que se presentase Lobos, o el negro, con su columna. Metió en el bolso el paquete de rubio mentolado y los reportajes que debía pasar a limpio (prefería hacerlo en su casa, en su propia máquina de escribir), vació las papeleras y apagó las luces de la sala de redacción, que olía a una mezcla de humanidad, tabaco y fracaso.

Estaba a punto de marcharse cuando el ascensor se detuvo en la planta de la gaceta. Las puertas se abrieron, clac-clac, y unos tacones, toc-toc, cruzaron el rellano. El difuso rostro de una desconocida asomó al vestíbulo del semanal.

– ¿Puedo pasar? -preguntó con acento extranjero.

– Estaba cerrando. -Miriam contrajo las pupilas hasta enfocar el rostro de la inesperada cliente; nunca había visto a esa mujer-. No se preocupe. La atenderé.

– Sólo será un momento.

Era una pelirroja alta y vistosa. Vestía ropa cara, de color negro.

– Vengo a poner una esquela -explicó.

Aunque el director reservaba un espacio para tales inserciones, en La Colmena casi nunca se contrataban muertos. A falta de encargos, la fúnebre sección acababa rellenándose con la lista de los finados en Bolsean y con publicidad de las funerarias. «Contrate su esquela durante las veinticuatro horas del día, domingos y festivos incluidos, llamando al teléfono…»

– ¿De algún pariente suyo? -preguntó la secretaria.

– De mi tío, don Gedeón Esmirna, el anticuario -confirmó la llamativa mujer.

Tenía un tono pastoso y ojos garzos, de los que emanaba una opaca luminosidad. «Si existiesen diamantes negros, así brillarían», se le ocurrió pensar a Miriam, mientras intentaba recordar dónde guardaba la lista de precios. Revolviendo los cajones, la miró de refilón. La pelirroja llevaba los labios engrasados con un carmín a juego con el cabello. Larga y espesa, de bruñidos reflejos, su melena se derramaba sobre las solapas de su chaqueta, en cuyo ojal refulgía un broche. Un lagarto azteca, un íncubo; sin sus gafas, Miriam no hubiera podido asegurarlo.

– ¿Puedo preguntarle cuándo se produjo el óbito?

– Mi pobre tío ha fallecido esta madrugada. De un ataque al corazón.

– Lo siento.

– Yo era su sobrina favorita.

– Lo lamento sinceramente -reiteró la secretaria, con su tono más afectuoso.

Acababa de encontrar la hoja de tarifas y la consultó con disimulada avidez. Podía imaginar la sonrisa del director cuando le informase de aquel ingreso extraordinario.

– Sírvase comprobar los módulos. Van desde la página entera hasta la mínima inserción reglamentaria. Los precios oscilan según los cíceros.

La pelirroja no vaciló.

– Una página ya bastará. Menos sería desmerecer a mi tío.

Las estrábicas pupilas de Miriam bizquearon de la impresión.

– ¿Ha traído el texto?

La mujer sacó del bolso una carpeta de plástico e hizo caer sobre el mostrador, sin tocarla, una hoja de papel escrito a pulso, con tinta escarlata, y rubricado con una esvástica de gran tamaño. Las líneas, regulares, trazadas con letra de calígrafo, rezaban así:

«En memoria de Gedeón Esmirna, fallecido en Bolsean. Te recordaremos al escribir tu nombre.»

– ¿Es todo? -preguntó la secretaria.

– Quisiera que lo reprodujeran con absoluta fidelidad. Incluida la firma.

– Por supuesto -asintió Miriam. Sin embargo, a la vista de la esvástica, albergó alguna duda-. ¿Desea hacer constar la fecha del fallecimiento?

– No me parece que sea un día para recordar.

La pelirroja frunció los labios. Forzando la vista, Miriam pudo admirar sus rasgos marcados, de una belleza angulosa, como los de una modelo o los de una actriz. Su envaramiento emanaba algo vagamente perturbador. A Miriam le inquietó la idea de hallarse a solas con ella.

– Comprendo -volvió a asentir, dando por descontado que la familia tampoco deseaba publicitar el funeral.

Le informó de la cantidad a abonar e inquirió, con ganas de librarse de su presencia:

– ¿Pagará en efectivo?

– Es una buena costumbre que mi tío me enseñó. El jamás extendía ni aceptaba cheques. Tampoco utilizaba tarjetas de crédito.

La pelirroja sacó del bolso un fajo de billetes, contó los que correspondían y los arrojó sobre el mostrador.

– ¿Cuándo saldrá publicada la esquela?

– Dentro de tres días, con la nueva edición.

– Espero que le asignen una página destacada. Los Esmirna no somos gente del montón. Mi tío tenía influyentes amigos. Era un hombre de otro tiempo, meticuloso y sensible. Un mecenas.

– Descuide.

Mientras la secretaria contaba el dinero, se hizo un incómodo silencio. Para compensar ese profano trámite, Miriam reiteró sus condolencias por la desdichada pérdida.

– Otros lo sentirán más -vaticinó la desconocida, con un tono que a Miriam le pareció agresivo. Sus uñas, afiladas y pintadas de fucsia («como las de una bruja», pensó la secretaria) arañaron la superficie del mostrador.

La pelirroja le dio las gracias y salió de la oficina. Una nube de perfume con aroma a espliego quedó flotando en La Colmena.

Miriam oyó, toc-toc, sus tacones en el rellano, y enseguida, clac-clac, la puerta del ascensor y el gruñido de la sirga descolgando con lentitud la cabina. La secretaria volvió a contar los billetes y los guardó en la caja. «El director dará un bote», presumió, alborozada.

Por alguna razón que tal vez tuviese algo que ver con el sugerente aspecto y con el terroso tono de la desconocida, aquella escena la había puesto nerviosa. Cerró el periódico y se dirigió a la cervecería donde la esperaba Adrián. Deseaba abrazarle, volver a sentir sus cálidos besos.

De noche, todavía veía peor. Al cruzar la calle, un coche estuvo a punto de atropellarla. Por asociación, le vino a la cabeza el difunto anticuario. La vaga noción de la levedad de la vida la aturdió hasta que se obligó a reflexionar que ni ella ni Adrián habían empezado a quemar etapas, y que un futuro feliz les aguardaba a la vuelta de la esquina.

La secretaria de La Colmena apresuró el paso y se olvidó de todo, excepto de lo que pensaba hacer esa madrugada con su novio en las escaleras que bajaban al garaje de la Residencia Militar, junto al cuarto de calderas, cinco plantas por debajo del dormitorio donde roncaría, en sus pesadillas de cañones y anís, el comandante Alarico Gómez, su padre, a quien pronto, en cuanto Adrián se decidiera a casarse con ella, dejaría de deber obediencia.

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