Camilla Läckberg - Los Gritos Del Pasado

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En plena temporada de verano en la pequeña población costera de Fjällbacka, un niño descubre el cadáver de una turista alemana cruelmente torturada. Muy cerca, la policía encuentra los esqueletos de dos mujeres desaparecidas hace veinte años.
La joven pareja formada por la escritora Erica y el detective Patrik disfrutan de unas merecidas vacaciones. Erica está embarazada de ocho meses y el calor sofocante del verano vuelve especialmente difícil este último mes de gestación. La última cosa que necesitan ambos es un nuevo caso de asesinatos, pero el malhumorado comisario Mellberg incluye rápidamente a Patrik en los acontecimientos. Sorprendentemente todos terminarán descubriendo que todas las víctimas tenían alguna relación con el predicador Ephraim Hult y su particular familia…

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– ¡Qué más da quién! Lo primero que tenemos que hacer es buscar ayuda. Llama al centro de salud también, porque la ambulancia tiene que venir desde Uddevalla.

Robert iba dando las órdenes con el carisma de un general y Solveig reaccionó de inmediato. Volvió corriendo a la casa mientras Robert, convencido de que pronto acudirían en su ayuda, se apresuraba a regresar con su hermano.

Cuando llegó el doctor Jacobsson, nadie habló ni pensó siquiera en las circunstancias en que se habían visto antes a lo largo de aquel mismo día. Robert se apartó un poco, aliviado al saber que, a partir de ese momento, tomaba el control de la situación alguien que sabía lo que hacía, pero tenso y a la espera de la sentencia.

– Está vivo, pero hay que llevarlo al hospital lo antes posible. La ambulancia está en camino, ¿verdad?

– Sí -confirmó Robert con un hilo de voz.

– Ve a la casa a buscar una manta.

Robert no era tan necio como para ignorar que la petición del médico iba más encaminada a darle trabajo a él que a cubrir ninguna necesidad, pero se sintió agradecido al tener una misión concreta que cumplir y obedeció gustoso. Robert tuvo que apretujarse con su madre que, en la puerta del cobertizo, lloraba y temblaba en silencio. No tenía fuerzas para consolarla, ocupado como estaba en mantenerse íntegro él mismo, así que Solveig tendría que arreglárselas como pudiese. Oyó las sirenas acercarse desde lejos. Nunca antes se había alegrado tanto al atisbar las luces azules por entre las copas de los árboles.

Laine estuvo con Jacob durante media hora. A Patrik le habría gustado aplicar el oído a la pared, pero tuvo que armarse de paciencia. Tan sólo uno de sus pies, que golpeteaba contra el suelo, delataba su ansiedad. Tanto él como Gösta se habían ido a sus respectivos despachos para intentar adelantar algún trabajo, pero no resultaba nada fácil. Patrik deseaba más que nada en el mundo saber qué esperaba sacar de todo aquel montaje, pero no logró aclararse. Sólo esperaba que, de algún modo, Laine pudiese tocar la tecla exacta para hacer que Jacob empezase a hablar, aunque cabía la posibilidad de que su intento lo cerrase aún más. Y eso era precisamente lo peor: los riesgos que entrañaba la consecución de ciertos beneficios se convertían en acciones difíciles de explicar a posteriori de forma lógica.

Además, lo irritaba el hecho de tener que esperar hasta la mañana siguiente para conocer los resultados de los análisis de sangre. De mil amores se habría quedado trabajando toda la noche siguiendo la pista de Jenny Möller, si hubiera tenido alguna, pero los análisis eran lo único que tenían y había contado, más de lo que él mismo creía, con que el análisis de Jacob encajaría. Ahora que esa teoría se había desmoronado, sólo tenían un papel en blanco del que partir y se encontraban, por desgracia, como al principio. La chica estaba por allí, en algún lugar, y él tenía la sensación de que sabían ahora menos que antes. El único resultado constatable hasta el momento era que tal vez hubiesen logrado desunir a una familia y que, hacía veinticuatro años, se cometió un asesinato. Aparte de eso, nada.

Miró el reloj por enésima vez y, presa de la mayor frustración, se puso a tamborilear con el bolígrafo sobre la mesa. Quizá, sólo quizá, en aquel momento Jacob estaría contándole a su madre los detalles que les ayudarían a resolverlo todo de un plumazo. Quizá…

Un cuarto de hora más tarde, supo que aquella batalla estaba perdida. Al oír abrirse la puerta de la sala de interrogatorios, se levantó de un salto y salió al encuentro de sus ocupantes: dos rostros herméticos, la mirada pétrea, pero rebelde. Y en ese preciso instante comprendió que, fuese lo que fuese lo que ocultaba Jacob, no lo revelaría por voluntad propia.

– Dijeron que podía llevarme a mi hijo -observó Laine con voz gélida.

– Sí -respondió Patrik. No había nada más que decir.

Ahora tendrían que hacer lo que le había dicho a Gösta hacía unos minutos: marcharse a casa a cenar y descansar. Así, al menos, tal vez pudiesen seguir trabajando con algo más de energía al día siguiente.

Capítulo 9

Verano de 1979

Le preocupaba qué sería de su madre, que estaba enferma. ¿Cómo podría cuidarla su padre si estaba solo? La esperanza de que alguien la encontrase empezaba a desvanecerse ante el horror de estar ya sola en aquellas tinieblas. Sin la suave mano de la otra, la oscuridad se le antojaba más negra aún.

También el olor se le hacía insoportable. Aquel olor dulce y sofocante a muerte anulaba todos los demás. Incluso el olor de sus excrementos se esfumaba entre aquel dulzor repugnante y la había hecho vomitar varías veces, agrias bocanadas de bilis, a falta de alimento. Ya empezaba a sentir la añoranza de la muerte. Eso la asustaba más que ninguna otra cosa. La muerte empezaba a coquetear con ella, a susurrarle, a prometerle que ahuyentaría el dolor y la angustia.

Siempre estaba atenta a los pasos que podían acercarse desde arriba. El sonido que emitía la trampilla al abrirse. Los maderos que se apartaban y después los pasos otra vez, despacio, bajando la escalera. Sabía que la próxima vez que los oyese, sería la última. Su cuerpo no soportaría más dolor y ahora, igual que la otra, también ella cedería a la atracción de la muerte.

Y, en efecto, como si lo hubiese reclamado, oyó el sonido que tanto temía. Con el corazón encogido de dolor, se dispuso a morir.

* * *

Fue maravilloso que Patrik llegase a casa más temprano la noche anterior, aunque, al mismo tiempo, ella no se lo esperaba, dadas las circunstancias. Ahora que ella misma esperaba un hijo, Erica podía entender de verdad la angustia de unos padres y sufría con los de Jenny Möller.

Se sintió un poco culpable por haber estado tan contenta todo el día. Desde que sus huéspedes se marcharon, la paz había vuelto a su alrededor, lo que le había permitido andar charlando con el amiguito que pataleaba en su barriga, descansar, recuperarse y leer un buen libro. Además, aunque resoplando, había subido la cuesta de Galärbacken para comprar algo rico de comer y una buena bolsa de golosinas que ahora la llenaba de remordimientos. La comadrona le había advertido que el azúcar no era muy saludable en el embarazo y que si se abusaba, su hijo podría nacer diabético. Cierto que le había dicho que para ello había que consumir grandes cantidades, pero sus palabras resonaban siempre en la mente de Erica. Si a esto se añadía la larga lista de alimentos no recomendables que había en la puerta del frigorífico, a veces tenía la sensación de que traer al mundo a un niño saludable era una misión imposible. Existían, por ejemplo, ciertos pescados que no podían probarse, mientras que otros sí, pero no más de una vez por semana y, además, había que tener en cuenta si los habían pescado en el mar o en un lago… Por no hablar del dilema del queso. Erica adoraba el queso en todas sus formas y tenía memorizado cuáles le estaba permitido comer y cuáles no. Por desgracia para ella, el queso azul era uno de los que figuraban en la lista de prohibidos y ya tenía alucinaciones sobre el festín de quesos y vino tinto que se daría tan pronto como hubiese dejado de amamantar al pequeño.

Tan absorta estaba en sus recreaciones de orgías culinarias que ni siquiera oyó que Patrik había llegado a casa. Casi se le sale el corazón por la boca y le llevó un buen rato recuperar el ritmo cardíaco.

– ¡Por Dios! ¡Qué susto me has dado!

– Perdona, no era mi intención. Creí que me habías oído entrar.

Patrik se sentó a su lado en el sofá de la sala de estar y Erica se sorprendió al ver su aspecto.

– Pero…, Patrik, pareces agotado. ¿Ha ocurrido algo? -De repente, se le cruzó una idea por la cabeza-: ¿La habéis encontrado? -preguntó, con el corazón encogido.

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