Camilla Läckberg - Los Gritos Del Pasado

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En plena temporada de verano en la pequeña población costera de Fjällbacka, un niño descubre el cadáver de una turista alemana cruelmente torturada. Muy cerca, la policía encuentra los esqueletos de dos mujeres desaparecidas hace veinte años.
La joven pareja formada por la escritora Erica y el detective Patrik disfrutan de unas merecidas vacaciones. Erica está embarazada de ocho meses y el calor sofocante del verano vuelve especialmente difícil este último mes de gestación. La última cosa que necesitan ambos es un nuevo caso de asesinatos, pero el malhumorado comisario Mellberg incluye rápidamente a Patrik en los acontecimientos. Sorprendentemente todos terminarán descubriendo que todas las víctimas tenían alguna relación con el predicador Ephraim Hult y su particular familia…

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Patrik negó con la cabeza.

– No. -No dijo nada más. Erica aguardó sin apremiarlo hasta que, después de unos minutos, él pareció capaz de continuar-. No, no la hemos encontrado. Y, además, tengo la sensación de que hemos retrocedido.

De pronto, Patrik se inclinó hacia delante y se cubrió el rostro con las manos. Erica se le acercó un poco, lo abrazó y apoyó la mejilla en su hombro. Más que oírlo, lo sintió llorar en silencio.

– ¡Mierda! Sólo tiene diecisiete años. ¿Te imaginas? Diecisiete años y un cerdo desquiciado cree que puede hacer con ella lo que se le antoje. Quién sabe lo que estará sufriendo la pobre y, mientras, nosotros dando tumbos como imbéciles incompetentes sin tener ni idea de lo que hacemos. ¿Cómo demonios pudimos creer que seríamos capaces de esclarecer un caso como este? Por lo general nos dedicamos a los robos de bicicletas y cosas por el estilo… ¿Qué clase de imbécil nos ha permitido, ¡me ha permitido a mí!, dirigir esta maldita investigación? -exclamó lamentándose profundamente abatido.

– Nadie podría haberlo hecho mejor, Patrik. ¿Cómo crees que habría ido la cosa si hubiesen mandado a alguien de Gotemburgo o cualquier otra alternativa que se te ocurra? Ellos no conocen el pueblo, no conocen a la gente ni saben cómo funcionan aquí las cosas. Ellos no podrían haberlo hecho mejor; en todo caso, peor. Y tampoco habéis estado totalmente solos en esto, aunque comprendo que tú lo veas así. No olvides que tenéis aquí a un par de hombres de Uddevalla que os han ayudado en las batidas y demás. La otra noche, tú mismo dijiste lo bien que habéis colaborado. ¿Ya lo has olvidado?

Erica le hablaba como a un niño, pero sin condescendencia. Sólo quería transmitir claramente su opinión, que pareció calar en Patrik, pues se tranquilizó y Erica notó que empezaba a relajarse.

– Sí, supongo que tienes razón -dijo Patrik, aún insatisfecho-. Hemos hecho cuanto hemos podido, pero nada parece suficiente. El tiempo vuela y aquí estoy yo, en casa, mientras Jenny tal vez esté muriendo en este preciso momento.

De nuevo sintió el pánico en su voz. Erica se cogió de su brazo.

– Shhh, no puedes permitirte pensar en esos términos -dijo con algo más de firmeza-. No puedes venirte abajo. Si algo le debes a esa chica y a sus padres, es la obligación de mantener la cabeza fría para poder seguir trabajando.

Patrik no respondió, pero Erica sabía que estaba escuchándola.

– Sus padres me han llamado hoy tres veces. Ayer fueron cuatro. ¿Tú crees que empiezan a darse por vencidos?

– No, no lo creo -respondió Erica-. Yo pienso que ellos confían en que estáis haciendo vuestro trabajo. Y, en estos momentos, tu trabajo es hacer acopio de fuerzas para la jornada de mañana. No seréis de ninguna utilidad si estáis exhaustos.

Patrik sonrió débilmente al oír de boca de Erica las mismas palabras que él le había dicho a Gösta. Después de todo, a veces también él tenía razón.

Siguió su consejo al pie de la letra. Pese a que no le apetecía nada, cenó antes de irse a dormir, aunque no profundamente. En sus sueños se vio a sí mismo corriendo tras una joven rubia que se le escapaba continuamente. La tenía tan cerca que podía alcanzarla tan sólo con extender el brazo, pero ella se reía y se escabullía sin cesar. Cuando sonó el despertador, estaba sudoroso y cansado.

A su lado, Erica había pasado la mayor parte de las horas de vigilia nocturna cavilando sobre Anna. Y, en la misma medida en que el día anterior había estado resuelta a no dar el primer paso, sabía ahora que debía llamarla tan pronto como amaneciese. Algo no iba bien, lo presentía.

El olor a hospital la asustaba. Había algo definitivo en aquel efluvio estéril, en las paredes sin color y las tristes reproducciones artísticas que las decoraban. Después de haber pasado la noche sin dormir, tenía la sensación de que todos a su alrededor se movían a cámara lenta. El sonido de la ropa del personal al desplazarse se reforzaba hasta el punto de sobreponerse al murmullo reinante. Solveig esperaba que, en cualquier momento, le anunciasen que el mundo se hundía a su alrededor. La vida de Johan pendía de un hilo muy delgado, le había asegurado el médico al alba, y ella había empezado a llorarlo con antelación. ¿Qué otra cosa podía hacer? Todo cuanto había tenido en su vida se le había escapado de las manos como fina arena barrida por el viento. Nada de lo que intentara retener había permanecido: Johannes, la vida en Västergården, el futuro de sus hijos…, todo había palidecido hasta perderse en la nada, abocándola a refugiarse en su propio mundo.

Ahora, en cambio, ya no tenía adonde huir. Ahora la realidad se hacía patente en forma de visiones, sonidos, olores…; la realidad de que en aquel momento estaban cortando el cuerpo de Johan era demasiado tangible como para huir de ella.

Hacía ya mucho tiempo que Solveig había roto con Dios, pero en aquel momento le rogaba con toda su alma. Repetía todas las palabras que era capaz de recordar de la fe de su infancia, hacía promesas que nunca podría cumplir con la esperanza de que la buena voluntad bastase para otorgarle a Johan al menos una pequeña y mínima ventaja que lo mantuviese con vida. A su lado estaba Robert, con la conmoción plasmada en el semblante; la misma expresión de toda la tarde, de toda la noche. Nada habría deseado más que tenderle la mano y tocarlo, consolarlo, comportarse como una madre, pero habían pasado tantos años que ya tenía perdidas todas las oportunidades. Sin embargo, allí estaban, sentados uno junto al otro como dos extraños, unidos sólo por el amor que ambos sentían por aquel que yacía en la mesa de operaciones; ambos callados, conscientes de que él era el mejor de los tres.

Caminando desde el final del pasillo, atisbaron una silueta que les resultaba familiar. Linda se acercaba, pegada a las paredes, insegura ante la acogida que le dispensarían; sin embargo, con los golpes recibidos por su hijo y hermano, Solveig y Robert habían perdido todo deseo de discutir. Linda se sentó en silencio al lado de Robert y aguardó unos minutos antes de atreverse a preguntar:

– ¿Cómo está? Mi padre me dijo que lo llamaste para contárselo esta mañana.

– Sí, pensé que Gabriel debía saberlo -respondió Solveig, aún con la mirada perdida-. Después de todo, la sangre es más espesa que el agua. Pensé que debía saberlo… -dijo antes de volver a perderse en su mundo. Linda asintió sin pronunciar palabra y Solveig continuó-: Siguen operando. No sabemos nada…, salvo que puede morir.

– Pero ¿quién lo hizo? -quiso saber Linda, resuelta a no permitir que su tía se instalase en su silencio antes de haber obtenido respuesta a sus preguntas.

– No lo sabemos -dijo Robert-. Pero el que sea, ¡lo pagará!

Subrayó la amenaza con un golpe seco contra el brazo de la silla, como saliendo de la conmoción por un instante. Solveig no dijo nada.

– Por cierto, ¿qué demonios haces tú aquí? -inquirió Robert, que parecía no haber comprendido hasta ahora lo extraño que resultaba que su prima, con la que nunca habían mantenido ninguna relación directa, se presentase en el hospital.

– Pues… yo…, nosotros… -Linda balbuceaba buscando las palabras adecuadas para describir la relación entre Johan y ella. Por otro lado, la sorprendió que Robert no supiese nada. Cierto que Johan le había asegurado que no le había hablado a su hermano de la relación entre ambos, pero ella no llegó a creérselo del todo. El hecho de que Johan hubiese querido mantener en secreto su relación era una prueba evidente de lo importante que era para él y, al comprenderlo, se sintió avergonzada.

– Nosotros…, Johan y yo…, nos hemos visto bastante -explicó Linda sin apartar la vista de sus cuidadas uñas.

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