Åsa Larsson - Aurora boreal

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Aurora boreal fue galardonada con el Premio a la Mejor Primera Novela Negra por la Asociación Sueca de Escritores de Novela Negra, y Det blod spillts, la segunda entrega de la serie, con el Premio a la Mejor Novela Negra Sueca.
El cuerpo de Victor Strandgard, el predicador más famoso de Suecia, yace mutilado en una remota iglesia en Kiruna, una ciudad del norte sumergida en la eterna noche polar. La herman de la víctima ha encontrado el cadáver, y la sospecha se cierne sobre ella. Desesperada, pide ayuda a su amiga de infancia, la abogada Rebecka Martinsson, que actualmente vive en Estocolmo y que regresa a su ciudad natal dispuesta a averiguar quién es el verdadero culpable. Durante la investigación sólo cuenta con la complicidad de Anna-Maria Mella, una inteligente y peculiar policía embarazada. En Kiruna mucha gente parece tener algo que ocultar, y la nieve no tardará en teñirse de sangre.

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– O, si no, podemos pedirle a mi madre que venga a vivir aquí -dijo Robert.

– Jamás.

– Lo limpiaría todo.

– Nunca jamás.

– Vaciaría el lavavajillas. Me plancharía los calcetines. Te daría buenos consejos.

Robert se levantó y tiró la monda de la manzana en el fregadero.

«¿Por qué no lo puede tirar directamente a la basura?», pensó Anna-Maria con cansancio.

– Vamos, iremos con los niños a comprar pizzas -dijo él-. Te podemos dejar en la comisaría para que puedas echarle un vistazo a la gente de la conferencia ésa del milagro esta misma tarde.

Cuando Sara y Rebecka entraron en la cocina de Sivving el viernes por la tarde, él y Lova estaban en plena labor de encerar esquís. Sivving tenía una plancha de viaje en la mano y la estaba usando para derretir una pastilla de parafina base blanca, dejando que cayeran unas pocas gotas sobre los esquís, que estaban colocados en unas sujeciones especiales. Después extendió la parafina cuidadosamente por todo el esquí con la ayuda de la plancha. Luego la dejó a un lado y le alargó la mano a Lova sin mirarla. Como un cirujano.

– Espátula -dijo.

Lova le pasó la espátula.

– Estamos encerando los esquís -le aclaró Lova a su hermana mayor mientras Sivving raspaba el sobrante de parafina, que iba cayendo en forma de rizadas virutas.

– Ya lo he visto -dijo Sara agachándose para acariciar a Bella, que estaba tumbada en la alfombrilla, junto a la ventana. Al menear la cola, repicaba en el radiador que tenía detrás.

– Vaya -le dijo Rebecka a Sivving-. Habéis ocupado la cocina.

– Sí -le contestó-. Para esto se necesita mucho espacio. Será mejor que tú también saludes a Bella antes de que le dé un ataque. Le he dicho que se tumbe para que no vaya tirando los esquís ni se ponga a corretear sobre las virutas de parafina. Bien, Lova, ya me puedes pasar la otra parafina.

Cogió la plancha de la encimera y empezó a derretir otra capa de parafina sobre los esquís.

– Bueno, bonita, ya puedes coger los tuyos y les das una capa de cera azul.

Rebecka se inclinó sobre Bella y le rascó debajo de la barbilla.

– ¿Tenéis hambre? -preguntó Sivving-. Hay bollos y leche.

Rebecka y Sara se sentaron en el banco de madera, cada una con su vaso de leche y a la espera de que sonara el timbre del microondas.

– ¿Vais a ir a esquiar? -preguntó Rebecka.

– No -dijo Sivving-. Nosotros no, vosotras. Por lo visto, mañana dejará de hacer viento. Había pensado que podríamos coger la moto de nieve y subir por el lado del río hasta la cabaña de Jiekajärvi. Y allí podréis esquiar un poco. Tú hace años que no vas a ver aquello.

Rebecka sacó los bollos del microondas y los puso en un montón sobre la mesa de madera de pino. Se habían calentado demasiado, pero ella y Sara iban cogiendo trozos y los metían en la leche fría. Lova frotaba la cera intensamente sobre los pequeños esquís.

– Me encantaría subir a Jiekajärvi, pero mañana tengo que seguir trabajando -dijo Rebecka cerrando los ojos.

El dolor de cabeza se le clavaba detrás de los párpados como un escoplo. Se apretó con el índice y el pulgar en el entrecejo, donde nace la nariz. Sivving le lanzó una mirada. Vio el bollo que había dejado a medias junto a la taza de leche. Le dio a Lova el taco de encerar y le enseñó cómo tenía que extender la cera.

– Oye -le dijo a Rebecka-, sube a echarte un rato arriba. Las niñas y yo saldremos con Bella y después prepararemos algo de comer.

Rebecka subió al dormitorio. La cama doble de Sivving y Maj-Lis estaba perfectamente hecha en la silenciosa habitación. Los grandes pomos torneados de las patas se habían vuelto oscuros y brillantes por tantos años de roce. Le entraron ganas de pasarles la mano por encima. El cielo gris mantenía atrapada en el exterior la mayor parte de la luz del día y en la habitación sólo había oscuridad. Se tumbó y se tapó con la manta de lana que había recogida a los pies de la cama. Estaba cansada, tenía frío y pinchazos en la cabeza. Intranquila, cogió el teléfono para escuchar los mensajes. El primero que tenía era de Måns Wenngren.

«No hacía falta ninguna cabeza de caballo -dijo desganado-. Pero le prometí a la periodista que sería la primera en conocer la historia a cambio de que retirara la denuncia por agresión.»

«¿Qué historia?», pensó Rebecka enfurruñada.

Esperaba que Måns dijera algo más, pero el mensaje se acabó y una voz sin tonalidad le dijo la hora exacta a la que había llegado el siguiente.

«¿Qué te creías? -se dijo burlándose de sí misma-. ¿Que estaría cariñoso y con ganas de charlar un rato?»

El segundo mensaje era de Sanna.

«Hola -decía Sanna brevemente-. Acabo de enterarme por Anna-Maria de que van a interrogar a las niñas. Con el psicólogo infantil de por medio y todo. No quiero que lo hagan y me sorprende que no me hayas dicho nada. Me da mucha pena que no nos entendamos, así que he decidido que mis padres se ocuparán de las niñas por el momento.»

Rebecka apagó el teléfono sin escuchar el resto de los mensajes. Entonces llamaron a la puerta y Sivving asomó la cabeza. La vio tumbada en la cama, observando el móvil que tenía en la mano.

– Creo que deberíamos cambiar eso por un peluche de verdad -dijo-. Te irá bien subir a Jiekajärvi. Allí no hay cobertura, así que puedes dejar eso en casa sin más. Sólo quería decirte que la comida estará lista dentro de una hora. Subiré a despertarte. Ahora duerme un poco.

Rebecka lo miró.

– No te vayas -le dijo-. Cuéntame algo de la abuela.

Sivving se acercó al armario, sacó otra manta de lana y se la puso por encima a Rebecka. Después le quitó el teléfono y lo dejó sobre la mesilla de noche.

– La gente de por aquí nunca pensó que Albert, tu abuelo, llegara a casarse. Cuando iba a casa de alguien siempre se quedaba callado en un rincón y con el gorro en la mano. Fue el único de todos los hermanos que se quedó en la granja con su padre. Y su padre, tu bisabuelo Emil, era un tipo duro de roer. Los chavales le teníamos un miedo tremendo. Joder. Una vez que nos pilló jugando al póquer en la cantera de arena, creí que me iba a arrancar la oreja de cuajo. Era un laestadiano devoto. Bueno, a lo que iba. Albert se fue a un entierro en Junosuando y cuando volvió le había pasado algo. Seguía callado, como antes, pero era como si estuviera sonriendo para sí mismo, aunque sin hacer el menor gesto con la boca. No sé si me explico. Había conocido a tu abuela. Y aquel verano se fue varias veces a visitar a la familia en Kuoksu. Emil se puso hecho una furia cuando Albert desapareció en plena temporada de siega. Al final ella vino de visita. Y ya sabes cómo era Theresia. Cuando se trataba de trabajo no había quien le hiciera sombra. En cualquier caso, no sé cómo fue la cosa, pero de pronto ella y Emil se pusieron a segar cada uno medio campo donde pastaban las ovejas, ya sabes, el prado entre el campo de patatas y el río. Fue como una especie de competición. Lo recuerdo como si fuera ayer. Era a finales del verano, los mosquitos ya habían llegado y era justo antes de la cena, así que picaban de lo lindo. Los chavales fuimos a mirar. Isak, el hermano de Emil, también estaba con nosotros. No llegaste a conocerlo. Una pena. Emil y Theresia iban segando en silencio cada uno con su guadaña. Nosotros también estábamos callados. Lo único que se oía eran los insectos y el piar de las golondrinas al atardecer.

– ¿Ganó ella? -preguntó Rebecka.

– No, pero en cierto modo Emil tampoco ganó. Fue el primero en terminar, pero no le llevaba mucha ventaja a tu abuela. Isak se rascó la barba y dijo: «Bueno, Emil, creo que tendremos que soltar al carnero en tu mitad.» Emil había pasado la guadaña como una fiera, pero no le había quedado muy igualado, que digamos. En cambio, la mitad de tu abuela…, parecía como si lo hubiera segado de rodillas y con cortaúñas. Bueno, ahora ya sabes cómo se ganó tu abuela el respeto por parte de tu bisabuelo.

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