Åsa Larsson - Aurora boreal

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Aurora boreal fue galardonada con el Premio a la Mejor Primera Novela Negra por la Asociación Sueca de Escritores de Novela Negra, y Det blod spillts, la segunda entrega de la serie, con el Premio a la Mejor Novela Negra Sueca.
El cuerpo de Victor Strandgard, el predicador más famoso de Suecia, yace mutilado en una remota iglesia en Kiruna, una ciudad del norte sumergida en la eterna noche polar. La herman de la víctima ha encontrado el cadáver, y la sospecha se cierne sobre ella. Desesperada, pide ayuda a su amiga de infancia, la abogada Rebecka Martinsson, que actualmente vive en Estocolmo y que regresa a su ciudad natal dispuesta a averiguar quién es el verdadero culpable. Durante la investigación sólo cuenta con la complicidad de Anna-Maria Mella, una inteligente y peculiar policía embarazada. En Kiruna mucha gente parece tener algo que ocultar, y la nieve no tardará en teñirse de sangre.

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Gunnar Isaksson señala que él también ha sido expuesto a tentaciones, pero que es entonces cuando la relación con Dios se pone a prueba. Cuenta que, cuando los hermanos del Consejo de Ancianos le preguntaron si todavía confiaba en Thomas Söderberg, les pidió un día de reflexión antes de darles el «sí». Quería que su decisión estuviera bien afianzada en Dios. Esperaba que Rebecka comprendiera que lo estaba.

– Creemos que Dios tiene grandes planes para Kiruna -interrumpe Alf Hedman, otro hermano del Consejo de Ancianos-, y creemos que Thomas tiene un papel destacado en ese proyecto.

Rebecka entiende perfectamente por qué le han pedido que vaya. Thomas no se puede quedar en la congregación si ella sigue participando, porque entonces su pecado le será recordado constantemente. Y todos quieren que Thomas siga allí. Ella les complace de inmediato.

– No hace falta que se vaya de aquí -dice-. De todos modos, yo iba a pedir mi cese en la congregación porque me voy a estudiar a Uppsala.

La felicitan por la decisión. Además, en Uppsala hay una congregación muy buena de la que puede formar parte.

Ahora quieren rezar por ella. Rebecka y Thomas se sientan en dos sillas que están juntas y los demás se colocan en círculo a su alrededor, cogiéndolos de las manos. De inmediato las palabras se deslizan por la ventana en dirección al cielo.

Sus manos son como insectos que le recorren el cuerpo. Por todas partes. No, como planchas incandescentes que la queman atravesándole la ropa y la piel. Por ahí supura su alma. Está mareada. Quiere vomitar. Pero no puede. Está atrapada entre todos esos hombres que tienen las manos apoyadas en su cuerpo. Sólo hace una cosa. Deja de cerrar los ojos. Hay que mantenerlos cerrados cuando rezan por ti. Hay que abrirse. Hacia dentro y hacia arriba. Pero ella se queda con los ojos abiertos. Se aferra a la realidad fijando la mirada en su regazo, en una mancha prácticamente imperceptible de la falda.

– Te quedas para el café, me imagino -dice Gunnar Isaksson una vez que han terminado.

Y lo hace, obediente. Los pastores y el Consejo de Ancianos comen con placer los bollos caseros que ha preparado Karin. Excepto Thomas, que desaparece en cuanto acaban de rezar. Los demás hablan del tiempo y de los encuentros previstos para Semana Santa.

Nadie habla con Rebecka. Es como si no estuviera allí. Se está comiendo una magdalena de coco. Está seca y no se le deshace en la boca, por lo que tiene que ir sorbiendo té para poder tragarla. Cuando se la ha terminado, deja la taza en la mesa, murmura algo parecido a un adiós y se escabulle por la puerta de entrada. Como un ladrón.

Anna-Maria Mella dio los últimos pasos por la nieve hasta su casa. La rampa del aparcamiento había quedado cubierta otra vez y el coche estaba atrapado entre los postes de la valla.

Apartó la nieve de la puerta de una patada y entró con un grito:

– ¡Robert!

No obtuvo respuesta. Desde la habitación de Marcus se oía la música a todo volumen. No valía la pena pedirle que saliera a ayudarla. Sólo conseguiría enzarzarse en una discusión de media hora. Le resultaría más fácil hacerlo ella misma con la pala, pero no le quedaban fuerzas. Se había metido nieve en el marco de la puerta y tuvo que cerrarla con un golpe para que no se volviera a abrir. Robert habría ido a algún sitio con Jenny y Petter. Puede que a casa de su madre.

Marcus había llevado amigos a casa. Probablemente serían los del equipo de hockey. Su bolsa de entrenamiento estaba en el recibidor, flotando en un charquito de nieve derretida que había entrado pegada a los zapatos, y había otras dos bolsas que no reconocía. Pasó por encima de los palos y metió las mojadas bolsas en el baño. Sacó la ropa de Marcus, pasó la fregona por el recibidor y colocó los zapatos y los palos al lado de la puerta.

De camino al lavadero, con la ropa de deporte húmeda bajo el brazo, pasó por la cocina. En la mesa había un cartón de leche y un bote de chocolate instantáneo. ¿De esta mañana? ¿O de Marcus y sus amigos? Agitó con cuidado el cartón de leche y olfateó la ranura abierta. Estaba bien. Lo guardó en la nevera. Le echó una mirada cansada a la encimera, rebosante de platos por fregar, y se dirigió al sótano. Detrás de la puerta todavía había dos cajas llenas de motivos navideños. Robert debería haberlas llevado al trastero.

Bajó al sótano. Fue empujando con los pies la ropa sucia que la familia había ido dejando por la escalera y al final la recogió con un suspiro. Hacía mil años que no tenía fuerzas para ponerse a planchar y a doblar ropa. La montaña de ropa limpia, alta como el pico Tolpagorni, estaba al lado del banco de trabajo, y la ropa sucia, amontonada en el suelo, delante de la lavadora. Las pelusas de polvo en las esquinas eran cada día más grandes y alrededor del desagüe había una espuma oscura y mugrienta.

«Cuando me den la baja -pensó-. Entonces tendré tiempo.»

Metió un montón de calcetines de deporte, ropa interior, algunas sábanas y toallas en la máquina. La puso a sesenta grados y giró la rueda hasta el programa B. La lavadora se puso en marcha con un rugido. Anna-Maria se quedó esperando el habitual clic, como si se tratara de un breve código morse, que se producía cuando el programa daba comienzo, acompañado del sonido del agua llenando el tambor. Pero no pasaba nada. El aparato seguía con su rugido monótono.

– ¡Venga! -dijo dándole un puñetazo en el lado superior.

Una lavadora nueva, no. Les costaría unos cuantos miles de coronas.

La máquina rugía afligida. Anna-Maria la apagó y la volvió a encender. Probó con otro programa. Al final le dio una patada y se echó a llorar.

Cuando Robert bajó al lavadero, una hora más tarde, estaba sentada junto al banco de trabajo doblando ropa, llena de rabia y llorando a mares.

Sintió las manos suaves de Robert en su espalda y en su pelo.

– ¿Cómo va, Mia-Mia?

– ¡Déjame! -le espetó.

Pero después, cuando la abrazó, ella hipó contra su hombro y le contó lo de la lavadora.

– Y además hay un desorden de cojones -dijo sorbiéndose-. En cuanto cruzo una puerta no veo más que cosas por hacer. Y luego esto…

Pescó un pelele de rayas blancas y azules de la montaña de ropa limpia. El azul estaba descolorido y la tela estaba gastada de tantos lavados.

– Pobre crío. Toda su vida tendrá que llevar ropa usada. Lo van a marginar en la escuela.

Robert sonrió pegado a su pelo. A pesar de todo, esta vez había habido pocas tormentas. Cuando esperaban a Petter había sido peor.

– Y el trabajo -continuó-. Nos han pasado una lista de todos los que participan en la Conferencia de los Milagros. La idea era hablar con cada uno de ellos, pero hoy han metido a Sanna Strandgård en prisión preventiva y ahora Von Post quiere que dediquemos todos los recursos a ella. Así que le he prometido a Sven-Erik que yo repasaría la lista, porque formalmente yo no trabajo en el caso. Lo que pasa es que no sé cuándo voy a tener tiempo.

– Ven -dijo Robert-. Vamos a la cocina, que voy a preparar una infusión.

Se sentaron el uno enfrente del otro en la mesa de la cocina. Anna-Maria removía apática la cucharilla en la taza mientras observaba cómo se deshacía la miel en la manzanilla. Robert peló una manzana, la cortó en trozos y se la dio a su mujer. Ella se los metía en la boca sin pensar.

– Todo saldrá bien -dijo él.

– No digas que todo saldrá bien.

– Pues entonces nos mudamos. Tú, yo y el bebé. Nos vamos de esta casa que está patas arriba. Los críos se las apañarán por un tiempo. Y después ya se harán cargo los de servicios sociales y les buscarán unos buenos padres de acogida.

Anna-Maria soltó una carcajada y luego se sonó ruidosamente en un trozo de papel rugoso de cocina.

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