Åsa Larsson - Aurora boreal

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Aurora boreal fue galardonada con el Premio a la Mejor Primera Novela Negra por la Asociación Sueca de Escritores de Novela Negra, y Det blod spillts, la segunda entrega de la serie, con el Premio a la Mejor Novela Negra Sueca.
El cuerpo de Victor Strandgard, el predicador más famoso de Suecia, yace mutilado en una remota iglesia en Kiruna, una ciudad del norte sumergida en la eterna noche polar. La herman de la víctima ha encontrado el cadáver, y la sospecha se cierne sobre ella. Desesperada, pide ayuda a su amiga de infancia, la abogada Rebecka Martinsson, que actualmente vive en Estocolmo y que regresa a su ciudad natal dispuesta a averiguar quién es el verdadero culpable. Durante la investigación sólo cuenta con la complicidad de Anna-Maria Mella, una inteligente y peculiar policía embarazada. En Kiruna mucha gente parece tener algo que ocultar, y la nieve no tardará en teñirse de sangre.

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Viktor había formado parte de la corte de Thomas Söderberg, pero nunca había sido el espejo de Thomas. Prácticamente todo lo contrario. Sin propiedades ni ambiciones. Casto. Aunque esto último quizá se debía a que Rebecka Martinsson le rompió el corazón con su locura. Era difícil saberlo.

Maja se inclinó hacia ella. Le susurró al oído:

– Bueno, aquí viene Astrid, pero ¿dónde está Vesa?

La esposa del pastor Vesa Larsson, Astrid, cruzó las puertas de la Iglesia de Cristal. En el escenario, Thomas Söderberg dirigía el coro para abrir el encuentro de la noche.

La marcha rápida por la cuesta desde el aparcamiento hizo que la blusa se le pegara a las axilas. Menos mal que llevaba la chaqueta encima. Se pasó rápidamente los dedos índices por debajo de los ojos por si se le había corrido el rímel. Una vez se había visto en una de las grabaciones de vídeo de la congregación. Nevaba cuando ella entró en la iglesia y, en la filmación, parecía un oso panda domesticado mientras hacía la colecta. Después de eso siempre se miraba en el espejo de la entrada, pero en aquellos momentos la iglesia estaba llena de gente y ella iba muy estresada.

Delante, en el centro de un círculo, había un montón de flores y de tarjetas.

«Viktor está muerto», pensó.

Intentó sentir que aquello era real.

«Viktor está muerto de verdad.»

Vio a Karin y a Maja. Maja la saludó efusiva con la mano. No había ninguna posibilidad de librarse de ella. Habría que ir para allá. Llevaban trajes oscuros. Ella había estado buscando en el armario y estuvo probándose ropa durante una hora. Todos sus trajes eran rojos, rosa o amarillos. Tenía un solo traje oscuro. Azul marino. Pero no se podía subir la cremallera. Al final, se puso una chaqueta de punto larga que la hacía más delgada y le disimulaba los muslos y el trasero. Cuando vio a Karin y a Maja se sintió desaliñada. Desaliñada y sudada.

– ¿Dónde está Vesa? -susurró Maja antes de que le diera tiempo a sentarse.

Sonrisa amable. Ojos peligrosos.

– Enfermo -respondió-. Tiene la gripe.

Se dio cuenta de que no la creían. Maja cerró de nuevo la boca y respiró profundamente por la nariz.

Tenían razón. Sintió en todo su ser que no quería estar allí, pero se hundió todo lo que pudo en la silla al lado de Maja.

Thomas había acabado la oración con el coro y se dirigió hacia ellas.

«Ahora tendré que disculparme también con él», pensó.

Le molestó que Thomas posara una mano sobre el brazo de Maja y a ella, como saludo, la mirara rápidamente sonriéndole con amabilidad. Después le preguntó por Vesa. Astrid volvió a responder:

– Enfermo. Tiene la gripe.

Él la miró compasivamente.

«Pobre de mí, tener un marido tan débil», pensó.

– Si estás preocupada por él, vete a casa -dijo Thomas.

Ella sacudió la cabeza, sumisa.

Pronunció la palabra para sí: «preocupada».

No, debería haberse preocupado hacía años, pero entonces estaba muy ocupada con la construcción de la casa y los críos. Y cuando descubrió que tenía motivos para preocuparse, era demasiado tarde y hora de empezar a sentir pena. Superar la pena de verse abandonada en su matrimonio. Aprender a vivir con la vergüenza de no servir para Vesa.

Era aquella vergüenza. Era aquello lo que la hacía sentarse al lado de Maja aunque no quería hacerlo. Lo que la hacía ponerse delante del frigorífico a mordisquear bollos congelados cuando los críos estaban en la escuela.

Claro que aún tenían relaciones sexuales, aunque raras veces. Y era en la oscuridad. En silencio.

Y esta mañana. Los críos se habían ido a la escuela. Vesa había dormido en el taller. Cuando le llevó el café lo encontró sentado en el borde de la cama y con el pijama de franela. Sin afeitar y con los ojos cansados. Una línea profunda en la comisura de los labios. Con las bonitas y alargadas manos de artista descansando sobre las rodillas. El suelo alrededor de la cama estaba cubierto de libros. Caros libros de arte de gruesas y brillantes páginas. Varios sobre la pintura de iconos. Varios libros de bolsillo de su propia editorial. Al principio, Vesa había hecho las cubiertas hasta que, un buen día, decidió que no tenía tiempo.

Puso la bandeja con el café y las tostadas en el suelo. Después se subió a la cama y se arrodilló detrás de él. Las caderas de él entre sus muslos. Dejó resbalar el albornoz y apretó el pecho y la mejilla contra su espalda a la vez que las manos se deslizaban por sus duros hombros.

– Astrid -dijo él.

Molesto y atormentado, completó su nombre con excusas y sentimientos de culpabilidad.

Ella huyó a la cocina. Puso en marcha la radio y el lavavajillas. Cogió a Balú, lo puso sobre sus rodillas y lloró sobre el pelo del perro.

Thomas Söderberg se inclinó hacia las tres mujeres y bajó la voz.

– ¿Habéis sabido algo de Sanna? -preguntó.

Astrid, Karin y Maja negaron con el mismo gesto de la cabeza.

– Pregúntale a Curt Bäckström -dijo Astrid-. Siempre va detrás de ella.

Las esposas de los pastores volvieron la cabeza como si se tratara de un periscopio. Maja fue la primera que vio a Curt. Lo saludó con la mano, haciéndole señales hasta que él, a su pesar, se levantó y fue hacia ellos arrastrando los pies.

Karin lo miró. Siempre parecía angustiado. Andaba lentamente. Casi de lado. Como si acercarse de frente fuera demasiado agresivo. Miraba por el rabillo del ojo y los esquivaba si intentaban mirarlo directamente.

– ¿Sabes dónde está Sanna? -preguntó Thomas Söderberg.

Curt negó con la cabeza. Para mayor seguridad, también dijo:

– No.

Estaba claro que mentía. Se le veía el miedo en los ojos a la vez que parecían decididos. No pensaba descubrir su secreto.

«Como un perro que ha encontrado un hueso en el bosque», pensó Karin.

Curt los miró por debajo del flequillo. Arrugó la nariz. Como si Thomas, de pronto, hubiera gritado «suelta» a la vez que le pegaba en el hocico.

Thomas Söderberg parecía molesto. Movió el cuerpo como si quisiera quitarse de encima a las esposas de los pastores.

– Sólo quiero saber si está bien -dijo-. No le puede ocurrir nada.

Curt asintió con la cabeza y paseó la mirada por la nave que empezaba a llenarse de gente. Levantó la Biblia que llevaba en la mano y se la apretó contra el pecho.

– Quiero testimoniar -dijo en voz baja-. Dios tiene algo que decir.

Thomas Söderberg asintió.

– Si ves a Sanna, dile que he preguntado por ella -dijo.

Astrid miró a Thomas Söderberg.

«Y si ves a Dios -pensó-, dile que siempre pregunto por Él.»

El jefe de Rebecka Martinsson, el abogado Måns Wenngren, llegó de madrugada a casa. Se había pasado la noche en el Sophie's, invitando a beber a jóvenes damas junto al representante de un cliente, una empresa de informática que había empezado a cotizar en Bolsa hacía poco, especializada en tecnologías de la información. Era agradable tener que tratar con clientes así. Agradecidos por cada corona que consiguieran ahorrar en impuestos. Los clientes que eran denunciados por delitos contables o fiscales pocas veces tenían ganas de salir a pasar el rato con su abogado. Preferían quedarse en casa, emborrachándose.

Después de que cerraran el Sophie's, Måns le enseñó a una de las jóvenes damas, Marika, su bonito despacho, y más tarde la puso en un taxi con dinero en la mano y él se subió en otro.

Cuando entró en el oscuro piso de la calle Flora, pensó, como era habitual, que debería cambiarse a un piso más pequeño. No era extraño que sintiera lo mismo cada vez que entraba en casa. ¿Cómo cojones se iba a sentir cuando la casa estaba tan desierta?

Tiró el abrigo de cachemira sobre una silla y encendió todas las luces camino de la sala de estar. Como casi nunca llegaba a casa antes de las once de la noche, el vídeo lo tenía siempre programado para grabar las noticias. Lo puso en marcha y mientras sonaba la sintonía de las noticias del canal TV4 fue hasta la cocina y abrió el frigorífico.

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