«Deberías estar aquí -le dijeron-. Deberías cuidar de la casa y del jardín. Mira, se ha caído la masilla. Imagina cómo estarán las tejas de la casa debajo de la nieve. Se han roto y han saltado. La abuela tenía mucho cuidado. Era muy trabajadora.»
Como si Chapi hubiera leído sus tristes pensamientos, fue hacia Rebecka corriendo a través de la oscuridad y la saludó con un afectuoso ladrido.
– Shhhh. Vas a despertar a todo el pueblo -dijo Rebecka.
De inmediato se oyeron a lo lejos y como respuesta unos ladridos. La perra se quedó escuchando atentamente.
– Ni se te ocurra -le advirtió Rebecka.
«Quizá debería haber cogido la correa.»
Chapi le echó una alegre mirada y decidió que Rebecka servía como compañera de juegos. Metió el hocico en la blanda nieve, lo sacó y luego sacudió la cabeza. Después invitó a Rebecka a jugar, primero dejando caer las patas anteriores en el suelo y luego agachando la parte delantera del cuerpo.
«Venga, vamos», decían sus brillantes ojos negros.
– Ahora verás -gritó alegre Rebecka, yendo hacia la perra.
Se resbaló inmediatamente. Chapi fue corriendo hacia ella, le saltó por encima como un perro de circo, dio la vuelta sobre sí misma y medio segundo más tarde estaba con su lengua rosada colgando de la sonriente boca, animando a Rebecka a que se levantara y a que lo intentara de nuevo. Rebecka se echó a reír y volvió a lanzarse hacia la perra. Chapi voló por encima del montón de nieve y Rebecka trepó detrás. Se hundieron en la capa de un metro de nieve virgen que había allí.
– Me rindo -jadeó Rebecka al cabo de diez minutos.
Se sentó. Le ardían las mejillas y estaba cubierta de nieve.
Cuando regresaron vieron que Sanna se había levantado y estaba haciendo café. Rebecka se desnudó. La ropa de abrigo enseguida se mojaba con la nieve casi deshecha y la más cercana al cuerpo estaba empapada de sudor. En el cajón de una cómoda encontró una camiseta, un polar de la marca Helly-Hansen y un par de calzoncillos largos de su tío Affe.
– ¡Qué guapa! -comentó Sanna riéndose-. Es divertido ver que enseguida te pones a la moda de aquí.
– Unos pantalones auténticos del norte no le sientan mal a nadie -respondió Rebecka moviendo el trasero en los abolsados calzoncillos.
– Dios mío, qué delgada estás -exclamó Sanna.
Rebecka metió de inmediato el trasero y se sirvió el café, dándole la espalda.
– Es que parece que estés deshidratada -continuó Sanna-. Deberías comer y beber mejor.
Su voz era dulce y preocupada.
– Sí, sí -suspiró al ver que Rebecka seguía callada-. Una tiene suerte de que a la mayor parte de los chicos les guste un poco de culo y de pechera. Aunque naturalmente a mí me parece bonito ser así de plana.
«Qué suerte tengo -pensó Rebecka, sarcástica-. Que por lo menos a ti te parezca guapa.»
Su silencio hizo que Sanna se sintiera insegura en su cháchara.
– Cómo soy -dijo-. Parezco una madraza. Dentro de poco te preguntaré qué vitaminas estás tomando.
– ¿Te importa que ponga las noticias? -le dijo Rebecka.
Sin esperar respuesta fue hacia el televisor y lo encendió. La imagen era borrosa. Probablemente había nieve sobre la antena.
A una corta noticia sobre una malversación de fondos de la Unión Europea, le siguió la del asesinato de Viktor Strandgård. La voz del periodista explicó cómo iba el trabajo de búsqueda del asesino y luego continuó con la habitual investigación; añadió que la policía aún no tenía a ningún sospechoso del asesinato. Las imágenes se sucedían unas a otras. Policías con perros registrando la zona alrededor de la Iglesia de Cristal, en busca del arma homicida; el fiscal jefe en funciones, Carl von Post, explicando que se estaba llamando a las puertas, interrogando a los miembros de la congregación y a los que habían asistido a los servicios religiosos. Después se vio en la imagen el Audi rojo que había alquilado Rebecka.
– Oh, no -exclamó Sanna, poniendo bruscamente la taza de café sobre la mesa.
«Esta noche también la hermana de Viktor Strandgård, que encontró el cuerpo en el lugar donde fue asesinado, entró en la comisaría de forma algo dramática para hacer una declaración.»
Todo el incidente fue grabado, pero en la versión de las noticias de la mañana prácticamente habían quitado el sonido, menos la palabra apagada de Rebecka: «Apártate.» También dijeron que la reportera había denunciado a la abogada por maltrato, antes de que el periodista del estudio dijera unas palabras sobre el pronóstico del tiempo que ofrecerían después de la pausa.
– Pero no se ha visto lo pesada que se puso la reportera -dijo Sanna, sorprendida.
Rebecka sintió que el estómago le quemaba.
– ¿Qué pasa? -preguntó Sanna.
«¿Qué le digo? -pensó Rebecka hundiéndose en la silla junto a la mesa de la cocina-. Que tengo miedo de perder el trabajo. Que me van a hacer el vacío hasta que me despida yo misma. Si ella acaba de perder a su hermano. Le debería preguntar de nuevo por Viktor. Preguntarle si quiere hablar de ello. Lo único que quiero es no involucrarme en su vida y volver a cargar con sus sufrimientos. Quiero irme a casa. Quiero sentarme delante del ordenador y escribir informes sobre impuestos especiales, sobre el beneficio conseguido rebajando los gastos de las pensiones.»
– En realidad, ¿qué crees que pasó, Sanna? -le preguntó-. Quiero decir, con Viktor. Me dijiste que estaba completamente mutilado. ¿Quién pudo haber hecho una cosa así?
Sanna se revolvió en la silla, incómoda.
– No sé. Ya se lo dije a la policía. De verdad que no lo sé.
– ¿No tuviste miedo cuando lo encontraste?
– No lo pensé.
– ¿En qué pensaste?
– No sé -respondió Sanna, poniéndose las manos sobre la coronilla como para protegerse a sí misma-. Creo que grité, pero tampoco estoy segura.
– Le dijiste a la policía que Viktor te despertó, que por eso fuiste hasta allí.
Sanna levantó la mirada para observar directamente a Rebecka.
– ¿De verdad te parece que sea una cosa rara? ¿Has empezado a creer que todo ha acabado sólo porque las funciones corporales se detengan? Estaba al lado de mi cama, Rebecka. Parecía tremendamente triste y vi que no era sólo físicamente. Supe que algo había ocurrido.
«No, no me parece que sea tan raro -pensó Rebecka-. Siempre ha visto más que los demás. Un cuarto de hora antes de que llegara una visita inesperada, Sanna solía preparar el café. "Ya viene Viktor", decía.»
– Pero de todas formas… -continuó Rebecka.
– Por favor -rogó Sanna-. De verdad que no quiero hablar de eso. No me atrevo. Aún no. Tengo que reponerme. Por las niñas. Gracias por haber venido. Y eso que tienes una carrera profesional. Quizás creas que hemos perdido el contacto, pero yo pienso en ti muy a menudo. Me da fuerza saber que estás, allí donde estés.
Ahora fue Rebecka la que se revolvió en la silla.
«Vale ya -pensó-. Antes significaba mucho saber lo que opinaba de mí. Que dijera que yo era importante en su vida. Pero ahora es como si estuviera tejiendo una tela de araña alrededor de mi cuerpo.»
Chapi fue la primera en reconocer el ruido de la moto e interrumpió con un ladrido. Levantó las orejas y dirigió la mirada hacia la ventana.
– ¿Esperas a alguien? -preguntó Rebecka.
No estaba segura de dónde procedía el ruido, pero le pareció que sonaba como si alguien hubiera parado la moto y la dejara con el motor en marcha, un poco alejada de la casa. Sanna inclinó la frente contra el cristal de la ventana y ahuecó las manos a los lados de los ojos para poder ver algo más que su propia cara reflejada.
– Oh, no -exclamó con una sonrisa molesta-. Es Curt Bäckström. Fue el que nos trajo hasta aquí. Creo que le gusto un poco y es bastante guapo. Se parece a Elvis, de alguna manera. Quizá te podría interesar, Rebecka.
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