– Mira qué aurora boreal tan formidable -dijo Rebecka, acercando la cabeza al volante para ver mejor el cielo.
– Sí, ha sido increíble todo el invierno. Debe de haber tormenta en el sol, por eso pasa esto. ¿No echas de menos estar aquí?
– No, quizá, no sé.
Rebecka se echó a reír.
A lo lejos se veía la Iglesia de Cristal. Parecía flotar como una nave espacial sobre la luz de la calle. Cada vez se veían más casas. La carretera se convirtió en una calzada y Rebecka apagó las luces largas.
– ¿Estás a gusto allá abajo? -preguntó Sanna.
– No hago más que trabajar -respondió Rebecka.
– ¿Y la gente?
– No sé. No me siento cómoda entre ellos, si es eso lo que quieres saber. Siempre siento que vengo de una familia sencilla. Puedes aprender las reglas de urbanidad, como mirar hacia donde se tiene que mirar cuando se brinda y dar las gracias por escrito a los anfitriones cuando has estado en una fiesta, pero no puedes esconder quién eres en realidad. Así que te sientes siempre un poco apartada. Y cultivas cierto resentimiento hacia la gente bien. Además, no se sabe qué opinión tienen de ti. Son igual de agradables con todo el mundo, tanto si les caes bien como si no. Aquí en casa por lo menos se sabe cómo es la gente.
– ¿Lo sabemos? -preguntó Sanna.
Se quedaron calladas, ensimismadas en sus pensamientos. Pasaron por delante del jardín de la iglesia y se aproximaron a la gasolinera de Statoil.
– ¿Compramos algo de beber? -preguntó Rebecka.
Sanna asintió con la cabeza y Rebecka giró hacia la gasolinera. Se quedaron sentadas en el coche, sin decir nada. Ninguna hizo gesto alguno de salir del coche para ir a comprar y ninguna miraba a la otra.
– No deberías haberte ido nunca -dijo Sanna con voz triste.
– Tú sabes por qué me fui -respondió Rebecka mientras volvía la cabeza hacia su ventanilla, de manera que Sanna no le pudiera ver la cara.
– Creo que fuiste el único amor de Viktor, ¿lo sabes? -estalló Sanna-. Creo que nunca pudo olvidarte. Si te hubieras quedado…
Rebecka se dio la vuelta. Sintió que la ira la atravesaba como la llama de un soldador. Estaba temblando, tiritando, y las palabras que le venían a la boca eran confusas e imprecisas. Pero le salieron. No pudo contenerse.
– Espera un momento -gritó-. Y cállate de una puta vez, que vamos a aclarar unas cuantas cosas.
Una mujer que llevaba a un perro labrador con exceso de peso sujeto con una correa se quedó parada cuando oyó el grito de Rebecka y miró curiosa hacia el interior del coche.
– No tengo ni idea de lo que estás hablando -continuó Rebecka sin bajar la voz-. Viktor nunca me quiso, ni siquiera estuvo enamorado de mí. No quiero oírte hablar más de esto en la vida. No pienso asumir ningún tipo de culpa por no haber sido su pareja. Y la verdad es que no pienso asumir tampoco el hecho de que lo asesinaran. Joder, tía, tú estás loca si es eso en lo que estás pensando en estos momentos. Vive, si quieres, en tu universo paralelo, pero a mí déjame fuera.
Se quedó callada. Primero golpeó la ventanilla con las dos manos. Después se golpeó la cabeza. La mujer del perro, asustada, dio un paso hacia atrás y desapareció.
«Dios mío. Debo calmarme -pensó Rebecka-. No puedo conducir así. Me voy a salir de la calzada.»
– No quería decir eso -se quejó Sanna-. Yo no he pensado nunca que tú tuvieras la culpa de nada. Si alguien tiene la culpa, ésa soy yo.
– ¿Qué dices? ¿De que asesinaran a Viktor?
Algo se detuvo en el interior de Rebecka. Aguzó el oído.
– De todo -murmuró Sanna-. De que tú te tuvieras que ir. ¡De todo!
– Vale ya -resopló Rebecka, llena de una nueva ira que le arrebató los temblores que sufría su cuerpo y que convirtió sus huesos en hierro y hielo-. No pienso quedarme aquí consolándote y diciéndote que nada fue culpa tuya. Ya lo he hecho cien veces. Yo era una persona adulta, hice lo que me pareció mejor y asumí las consecuencias.
– Sí -asintió Sanna, sumisa.
Rebecka puso el coche en marcha y salió dando bandazos hacia la avenida Malm. Sanna se tapó la boca con las manos cuando un coche que venía en dirección contraria pitó furiosamente. Desde la avenida Hjalmar Lundbohm vieron las oficinas iluminadas de la empresa LKAB, delante de la mina. A Rebecka le pareció que no eran tan grandes como las recordaba. El edificio siempre le había parecido enorme cuando vivía en aquella ciudad. Pasaron por delante de la fachada de obra vista del Ayuntamiento, con su curiosa torre del reloj levantándose hacia el cielo como un esqueleto negro de acero.
«Lo que pienso es verdad -se dijo Rebecka-. Nunca estuvo enamorado de mí, pero puedo entender que todos creyeran que sí. Dejamos que lo creyeran, Viktor y yo. Todo empezó el primer verano. En el curso de la iglesia, con Thomas Söderberg, en Gällivare.»
Al final son once jóvenes los que van a empezar el curso de verano de la iglesia. Durante tres semanas trabajarán, vivirán y estudiarán la Biblia juntos. El pastor Thomas Söderberg y su esposa, Maja, son quienes lo dirigen. Maja está embarazada. Tiene el pelo largo y brillante, y siempre va sin maquillar. Es bonita y alegre. A veces, Rebecka ve que se aparta y se sujeta los riñones con las manos. A veces, Thomas la abraza y le dice:
– Podemos hacerlo sin ti. Ve a acostarte y descansa un poco.
Entonces ella lo mira con alivio y agradecimiento. Es un trabajo duro ser esposa sin sueldo de un pastor.
La hermana de Maja, Magdalena, también está allí, ayudando. Es de movimientos rápidos, como un ratón alegre. Sabe tocar la guitarra y les enseña a cantar himnos.
Viktor y Sanna Strandgård están entre los once. Llaman la atención. Se parecen mucho. Los dos tienen el pelo largo y rubio. El de Sanna es rizado. Su nariz chata y sus grandes ojos hacen que su cara tenga la expresión de una muñeca.
Tendrá cara de niña aunque tenga ochenta años. Con diecisiete ya tiene una hija pequeña, Sara, de tres meses.
– Jesús y yo tenemos una interesante relación de amor -dice Sanna con una sonrisa ladeada.
Sanna y Thomas Söderberg tienen formas diferentes de sentir la fe. Thomas pone su fe a prueba en diferentes situaciones.
– La palabra «fe» -dice- es lo mismo que confiar y estar convencido de algo. Si digo: «Creo en ti, Rebecka», quiero decir que estoy convencido de que vas a colmar las esperanzas que tengo depositadas en ti.
– No sé -protesta Sanna-. Yo opino que creer es precisamente creer. No saber. Dudar a veces pero invertir en la relación con Dios. Escuchar su susurro en el bosque.
Viktor se inclina hacia adelante y le alborota el pelo a su hermana mayor.
– Es en tu cabeza donde hay susurros y murmullos, Sanna -le dice riéndose.
Él no tiene fe pero le gusta discutir. Suele llevar su rubio pelo recogido en una coleta. Tiene una piel tan transparente que casi parece azulada. Las otras chicas lo miran, pero enseguida se le ocurrirá la manera de mantenerlas a distancia. Está jugando con Rebecka.
Rebecka no es tonta. Ya se ha dado cuenta de que sus miradas no significan nada y que a ella no le está permitido responder a las ligeras caricias que le hace en el pelo o en la mano. Aprende a quedarse quieta, sentada, con la fantasía de ser objeto de su anhelo. De ese juego no sale sin premio. La admiración que le profesa Viktor le da cierto estatus entre las otras chicas del grupo. Las ha desplazado y ello hace que le tengan respeto.
Al principio, Thomas y los estudiantes tienen opiniones diferentes en cuanto a la Biblia. Los jóvenes no pueden entender algunas cosas. ¿Por qué la homosexualidad es pecado? ¿Cómo se puede estar seguro de que la fe cristiana sea la verdadera? ¿Qué pasa con los mahometanos, por ejemplo? ¿Irán al infierno? ¿Por qué no se pueden tener relaciones sexuales antes del matrimonio?
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