Thomas escucha y da explicaciones. «Uno tiene que escoger -dice-. O se cree en todo el contenido de la Biblia o se eligen unas cuantas cosas y se cree en ellas. Pero ¿qué clase de fe es ésa? Ésa es una fe diluida y desdentada.»
Las claras noches de verano se sientan en el embarcadero, al lado del mar, matando los mosquitos que aterrizan en sus brazos y piernas. Discuten y reflexionan. Sanna se siente segura con su Dios. Rebecka tiene la impresión de ir contracorriente.
– Es porque has recibido la llamada -le explica Sanna-. Él te quiere a ti. Si no lo aceptas, te habrás perdido para siempre. No puedes aplazar la decisión para el futuro porque nunca más sentirás este anhelo.
Cuando han transcurrido las tres semanas, todos los participantes, menos dos, se entregan a Dios. Entre los nuevos redimidos están Viktor y Rebecka.
– Y tú y Viktor, ¿qué? -pregunta Thomas a Rebecka cuando el curso de verano de la iglesia casi ha terminado-. ¿Qué hay entre vosotros?
Van paseando hasta el supermercado ICA-Renen a comprar leche. Rebecka aspira el agradable olor a asfalto caliente. Está contenta de que Thomas quiera acompañarle. Lo normal es tener que compartirlo con los demás.
– No sé -responde Rebecka eludiendo explicar la verdad-. A lo mejor está interesado en mí, pero en estos momentos no tengo tiempo para nada más que Dios. Quiero dedicarme a Él al cien por cien durante un tiempo.
Al pasar por delante de un abedul, ella rompe una pequeña rama. Las delgadas y verdes hojas huelen a la alegría del verano. Se mete una hoja en la boca y la mastica.
Thomas coge también una hoja y se la mete en la boca. Sonríe.
– Eres una chica sensata, Rebecka. Dios tiene grandes planes para ti, lo sé. Es una época muy bonita cuando uno se acaba de enamorar de Dios. Es bueno que aproveches este momento.
Oyó la voz de Sanna, primero a lo lejos, después cerca. Sintió la mano de Sanna en la parte superior de su brazo.
– Mira -gimió Sanna-. Oh, no.
Habían llegado a la comisaría. Rebecka había aparcado el coche. Primero no se dio cuenta de lo que estaba viendo Sanna. Después descubrió a una periodista que había ido corriendo hasta su coche con el micrófono en ristre. Detrás de la reportera había un hombre. Éste levantó la cámara contra ellas como si fuera una oscura arma.
En la Iglesia de Cristal, Karin, la mujer del pastor Gunnar Isaksson, aparentaba rezar con los ojos medio cerrados. Faltaba una hora para el encuentro de la noche. Delante, en el escenario, el coro de gospel ensayaba. Treinta jóvenes, mujeres y hombres. Pantalón negro, jersey lila y, en la parte delantera, una pastilla de color amarillo y naranja y la palabra «Joy».
Antes, aquella nave le gustaba tanto que le dolía. La acústica era divina. Como ahora. Las vocales alargadas serpenteaban hacia el techo y después caían hasta una profundidad donde sólo llegaban los barítonos. La cálida luz. La noche polar de fuera, los enormes ventanales de cristal. Una burbuja de la fuerza de Dios en medio de la oscuridad y el frío.
Los guitarras y el del bajo afinaban los instrumentos. Hubo un ruido sordo cuando el técnico de las luces encendió los focos del escenario. Los chicos que se encargaban del sonido se estaban peleando con un micrófono que no quería funcionar. Hablaban a través de él sin que se oyera nada y, de pronto, salió un sonido metálico y penetrante.
Le picaban los brazos. Esa mañana la erupción estaba hinchada y roja. Se preguntaba si no tendría psoriasis. Que no lo viera Gunnar. No le apetecía oírlo.
Habían cambiado la disposición de los asientos de la sala de la iglesia. Las sillas estaban puestas alrededor del lugar donde había estado el cuerpo de Viktor. Era como un auténtico circo. Miró a su marido, sentado en la primera fila, su robusta nuca le sobresalía por el blanco cuello de la camisa. A su lado estaba Thomas Söderberg intentando concentrarse en el sermón de la noche. Ella vio que Gunnar se obligaba a fijar la vista en la Biblia, decidido a no estorbar. Después olvidaría lo que quería decir y se perdería en su discurso. Con la mano derecha trazaba en el aire unos dibujos circulares.
Después de Navidad había decidido adelgazar. Hoy se había saltado la comida principal. Mientras ella, sentada a la mesa de la cocina, le daba vueltas a los espaguetis de su plato con el tenedor, él, de pie, se comió tres peras junto al fregadero. Con sus anchas espaldas, inclinado sobre la pila. Sorbiendo y engullendo, el sonido del jugo de la pera al gotear. Con la mano izquierda se sujetaba la corbata contra el cuerpo.
Miró el reloj. Dentro de un cuarto de hora abandonaría su lugar al lado de Thomas Söderberg, se iría a hurtadillas hasta el coche y se acercaría hasta el Empes, para comerse una hamburguesa a escondidas. Volvería con la boca llena de chicles.
«Miéntele a alguien a quien le importe -quería gritar-. A mí me es igual.»
Al principio era otro hombre. Hacía una sustitución como conserje de la escuela de Berga, donde ella trabajaba como profesora de segundo ciclo. Ella había ido a la universidad y aquello a él le parecía muy bien. Fue un cortejo clamoroso, manifiesto. Él se inventaba recados que hacer en la sala de profesores cuando ella estaba libre. Bromas y risas y una serie sin fin de chistes malos. Y detrás de todo aquello, una inseguridad que a ella la conmovió. Los comentarios de los compañeros, que estaban fascinados. Cómo la alababa cuando ella se cortaba el pelo o estrenaba una blusa. Lo vio con los niños en el patio. Los niños lo adoraban. Un conserje que era buena persona. ¿Qué le importaba a ella que no le gustara leer?
Fue después, al quedarse a la sombra de Thomas Söderberg y Vesa Larsson, cuando se dio cuenta de que él no sabía imponerse.
Pero ya era tarde. Empezó a ir con él a la iglesia baptista. En aquel tiempo era una congregación a punto de sucumbir. No, mentira, ya había sucumbido. La gente que iba a misa parecía ir para descansar un rato camino de la tumba. Signe Persson, con su fino y transparente pelo, peinado con cuidado. El cuero cabelludo le brillaba debajo, rosado con manchas marrones. Arvid Kalla, en un tiempo obrero de LKAB. Ahora, medio dormido en el banco de la iglesia, con sus enormes puños impotentes sobre las rodillas.
Lógicamente, no tenían dinero para permitirse un pastor, y apenas había para calentar la iglesia. Gunnar Isaksson cuidaba de la congregación como un empresario. Reparaba y mantenía lo que se podía pagar. Suspiraba cuando no se podía. Por ejemplo, la humedad de la entrada. La pared se abultaba como un vientre hinchado. El papel se caía constantemente. La idea era que los feligreses se turnaran para hacer el sermón cuando se celebraba la misa, cada dos domingos. Pero dado que nadie se apuntaba voluntariamente, siempre lo hacía Gunnar Isaksson.
Su sermón era fácil de seguir. Pasaba de una cosa a otra hablando de la iglesia libre, un tema que conocía desde que era joven. Sin embargo, la base siempre era la misma, con las obligadas alusiones al «espíritu santo», «mi vida empieza de nuevo» y «el agua nos cae directamente del manantial». El sermón, siempre y sin excepción, terminaba con el tema del despertar de la fe para unos oyentes que ya hacía tiempo habían sido redimidos.
Era un consuelo que los sermones no fueran mucho mejores en las demás iglesias de la ciudad. El templo de Dios de Kiruna era una cabaña a punto de derrumbarse donde el olor a cerrado se había quedado para siempre.
Gunnar se levantó y fue hacia la salida. Por respeto, aminoró la marcha cuando pasó por delante del lugar donde había estado el cuerpo de Viktor Strandgård. Ya había muchas flores y tarjetas. A ella le sonrió haciéndole un guiño, una señal que parecía significar que sólo iba al baño o a intercambiar unas palabras con alguien en la entrada.
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