Se están peleando en la cocina de Lisa. Mildred cierra las ventanas.
«Eso es lo más importante -piensa Lisa-. Que nadie nos oiga.»
Lisa empieza a sacar todo lo que tiene dentro. Está harta de que las palabras sean siempre las mismas. Que si Mildred no la quiere, que si está cansada de ser su pasatiempo, de tanta hipocresía.
Lisa está de pie en medio de la cocina con ganas de empezar a tirar cosas. La desesperación le hace gritar y moverse de manera ampulosa. Nunca se había puesto así.
Y Mildred se agacha en el sofá con Spy-Morris al lado, que también permanece agachado. Mildred lo acaricia como quien consuela a un niño pequeño.
– Y ¿la congregación, qué? -pregunta-. ¿Y el grupo Magdalena? Si hiciéramos pública nuestra relación, se acabaría todo. Sería la prueba final de que no soy más que una loca que odia a los hombres. No puedo poner a prueba la paciencia de la gente por encima de sus límites.
– Así que prefieres sacrificarme a mí.
– No, ¿por qué tengo que sacrificar nada? Soy feliz. Te quiero, te lo puedo decir mil veces pero siempre estás como pidiendo pruebas que te lo demuestren.
– No se trata de pruebas, se trata de poder respirar. El amor verdadero se quiere dejar ver, pero ahí está el problema. Tú no quieres. No me amas. El grupo Magdalena no es más que tu puta excusa para marcar la distancia. A lo mejor a Erik le parece bien, pero a mí no. Búscate a otra amante, seguro que hay muchas que están dispuestas.
Mildred empieza a llorar. La boca intenta no doblegarse. Esconde la cara contra el perro y se seca las lágrimas con el reverso de la mano.
Lisa ha querido llevarla hasta allí. Le habría gustado pegarle, quería ver sus lágrimas y su dolor, pero aún no está satisfecha. Su propio dolor sigue hambriento.
– Deja de lloriquear -le dice con dureza-. No significa nada para mí.
– Ya pararé -promete Mildred como si fuera una niña. Tiene la voz quebrada y sigue secándose las lágrimas.
Y Lisa, que siempre se ha reprochado a sí misma su incapacidad de amar, la juzga:
– Te das pena a ti misma, eso es todo. Creo que hay algo mal en ti, te falta algo ahí dentro. Dices que amas, pero ¿quién puede abrir a otra persona y ver lo que eso significa? Yo lo podría abandonar todo, aguantarlo todo. Quiero casarme contigo. Pero tú… tú no puedes sentir amor. No puedes sentir dolor.
En ese momento Mildred levanta la mirada y observa una vela encendida en un candelabro de latón que hay en la mesa de la cocina. Pasa la mano por encima y la llama le empieza a quemar la carne de la palma.
– No sé cómo demostrar que te quiero -dice-. Pero te voy a demostrar que sí siento el dolor.
Cierra la boca en una mueca de sufrimiento. Los ojos le lloran. Un olor execrable llena la cocina.
Al final, después de lo que a Mildred le ha parecido una eternidad, Lisa le agarra la muñeca, le aparta la mano de la vela y ve con horror la quemadura chamuscada y carnosa que se ha provocado.
– Tienes que ir al hospital -dice.
Pero Mildred niega con la cabeza.
– No me dejes -le ruega.
Ahora Lisa también llora. Acompaña a Mildred hasta el coche, le pone el cinturón como si fuera una niña que no sabe hacerlo sola y vuelve a la cocina a buscar un paquete de espinacas congeladas.
Pasan semanas hasta que vuelven a discutir. A veces Mildred expone la parte interior de la mano vendada para que Lisa la vea, como por casualidad, para pasarse el pelo por detrás de la oreja o algo por el estilo. Es una muestra secreta de amor.
Ya ha oscurecido. Lisa deja de pensar en Mildred y se va al gallinero, donde las gallinas duermen sobre los palos, acurrucadas unas contra otras. Las saca de una en una. Levanta a la gallina del palo y la lleva hasta el final del jardín. La sujeta contra su cuerpo y el animal se siente seguro, sólo cloquea un poco, quedamente. Allí hay un tocón que servirá de tajo.
Rápidamente la agarra por las patas y la voltea contra el tocón para darle un golpe ensordecedor. Después coge el hacha justo por donde el mango entra en el cabezal de hierro, da un solo golpe, seco, lo bastante fuerte, justo en el blanco. Sujeta las patas mientras la gallina aletea las últimas veces y cierra los ojos para que no se le metan plumas ni porquería. En total son diez gallinas y un gallo. No los entierra porque los perros los desenterrarían de inmediato, así que los acaba tirando al contenedor de la basura.
Lars-Gunnar Vinsa vuelve al pueblo en la oscuridad de la noche con Nalle durmiendo en el asiento de al lado. Han pasado el día en el bosque de arándanos rojos. Los pensamientos le llenan la cabeza, vuelan por ella mezclándose con viejos recuerdos.
De pronto ve a Eva, la madre de Nalle, delante de él. Acaba de volver del trabajo después del turno de noche y fuera está todo oscuro, pero Eva no ha encendido las lámparas. Permanece inmóvil en las sombras pegada a la pared del recibidor.
Es un comportamiento tan extraño que Lars-Gunnar se ve obligado a preguntar:
– ¿Cómo estás?
Y ella responde:
– Aquí me muero, Lars-Gunnar. Lo siento, pero aquí me muero.
¿Qué debería haber hecho? Como si él no estuviera también muerto de cansancio. En el trabajo se pasaba las horas solucionando todo tipo de miserias día sí, día también, y volvía a casa para ocuparse de Nalle. Aun hoy no sabe a qué dedicaba ella los días. Las camas nunca estaban hechas y rarísima vez preparaba la cena. Una noche Lars-Gunnar se fue a dormir y le pidió que subiera con él, pero ella no quiso. A la mañana siguiente se había marchado. Sólo cogió el bolso. Ni siquiera le dejó una mísera carta. Lars-Gunnar tuvo que eliminar sus huellas de la casa, empaquetó sus trastos en cajas de cartón y las subió al desván.
A los seis meses lo llamó. Quería hablar con Nalle, pero él le dijo que no podía ser. Lo único que hubiera conseguido habría sido alterarlo. Le explicó que al principio Nalle la había estado buscando, había preguntado por ella y llorado su ausencia, pero ahora ya estaba mejor. Le contó cómo estaba el chico y le mandó dibujos por correo. Lars-Gunnar podía ver en la cara de la gente del pueblo que pensaban que era demasiado bueno, demasiado indulgente. Pero es que no le deseaba nada malo a Eva. ¿De qué serviría?
Y las señoras de los servicios sociales no paraban de insistir en que Nalle tenía que ir a vivir a una comunidad.
– Podría pasar algunas temporadas, así te descargas un poco.
Lars-Gunnar fue a ver una de aquellas dichosas comunidades, pero en cuanto uno cruzaba la puerta se deprimía. Por todo. Por aquella fealdad, por las señales de «institución» y «almacén para tarados, retrasados y lisiados» que manaban de cada trasto que había, por los objetos de decoración que habían hecho los internos, figuras de yeso y tablillas con perlas de plástico y cuadros horribles en marcos baratos. Y por el parloteo del personal y sus batas de algodón a rayas. Recuerda a una de ellas que no debía de medir más de metro cincuenta. Al verla pensó:
«¿Eres tú la que intercede si hay pelea?»
Nalle era grande, sin duda, pero no sabía defenderse.
– Jamás -les dijo Lars-Gunnar a las señoras de los servicios sociales.
Pero insistieron.
– Necesitas descansar un poco -le decían-. Tienes que pensar en ti mismo.
– No -respondía él-. ¿Por qué? ¿Por qué tengo que pensar en mí mismo? Yo pienso en mi hijo. Su madre pensaba en sí misma, así que decidme qué es lo bueno que hemos sacado de eso.
Ya están en casa. Lars-Gunnar aminora la marcha a medida que se acerca a la explanada de entrada. Echa un vistazo por el jardín aprovechando la claridad que ofrece la luna. En el maletero tiene la escopeta de caza. Está cargada. Si hay un coche patrulla en la explanada, pasará de largo; y si lo descubren, aún tendrá un minuto de tiempo antes de que arranquen el coche y salgan a la calzada. Bueno, mínimo treinta segundos. De sobra.
Читать дальше