Pero ahora su reino estaba lleno de vida como un hormiguero en primavera.
«Éste es un trabajo que puedo hacer», pensó Rebecka Martinsson dándole caña al chorro para enjuagar los platos antes de meter la cesta en el lavavajillas.
No había que pensar ni concentrarse en nada. Sólo debía cargar, cansarse y correr. Siempre a buen ritmo. No era consciente de la gran sonrisa que reinaba en su cara cada vez que salía con una torre de vasos limpios para dejárselos a Micke.
– ¿Todo bien? -le preguntaba él con otra sonrisa.
Notó que le estaba vibrando el teléfono en el bolsillo del delantal y lo sacó. Ni en broma podía ser Maria Taube. Cierto que trabajaba siempre, pero no un sábado por la noche. A esa hora estaba por ahí dejándose invitar a una copa.
El número de Måns aparecía en la pantalla y el corazón le dio un vuelco.
– Rebecka -gritó al contestar tapándose la otra oreja con la mano para poder oír algo.
– Måns -soltó Måns Wenngren al otro lado.
– Espera un momento -gritó-. Un segundo, que aquí hay mucho barullo.
Cruzó el bar con el teléfono levantado hacia Micke mientras le mostraba los dedos de la mano derecha y le decía en silencio, pero moviendo los labios con claridad, «cinco minutos». Micke aprobó asintiendo con la cabeza y Rebecka salió al patio de fuera. El aire fresco le puso de punta el vello de los brazos.
Ahora se dio cuenta de que al otro lado también había un bullicio considerable. Måns estaba en el bar, lo cual relajaba las cosas.
– Ya está, ya puedo hablar -dijo Rebecka.
– Yo también. ¿Dónde estás? -preguntó Måns.
– Delante del Bar-Restaurante Micke, en Poikkijärvi, un pueblo en las afueras de Kiruna. Y ¿tú?
– Delante del Spyan, un bar de pueblo en las afueras de la plaza de Stufeplan.
Rebecka se rió. Måns parecía contento y no tan negativo como de costumbre. Estaba borracho, pero Rebecka no le dio importancia. No habían hablado desde que se marchó remando de la fiesta en Lidö.
– ¿Estás de fiesta? -preguntó Måns.
– En realidad, no, estoy trabajando en negro.
«Ahora se pondrá como una moto -pensó-. O quizá no, había que probar.»
Y Måns soltó una risotada.
– ¿Ah, sí? ¿Haciendo qué?
– Me han dado un puesto de friegaplatos -dijo con un entusiasmo exagerado-. Me pagan cincuenta la hora, hoy me sacaré doscientas cincuenta. Y me han dicho que me puedo quedar con las propinas, pero no sé, los que entran en la cocina para echarle una moneda al friegaplatos no son muchos, así que creo que me han engañado un poco.
Måns se rió al otro lado. Un jo, jo con resoplido acabado con un ju, ju casi suplicante. Rebecka sabía que ese ju, ju era lo que acompañaba a su gesto de cuando se secaba los ojos.
– Joder, Martinsson -moqueó.
Mimmi asomó la cabeza por la puerta y miró a Rebecka con ojos que indicaban crisis.
– Oye, tengo que colgar -dijo Rebecka-. Si no, me rebajarán el sueldo.
– En ese caso aún les deberás dinero. ¿Cuándo vuelves?
– No lo sé.
– Tendré que subir a buscarte -dijo Måns-. No estás en tus cabales.
«Hazlo», pensó Rebecka.
A las once y media llegó Lars-Gunnar al bar. Nalle no iba con él. Se quedó de pie un instante y paseó la mirada por el local como el viento por la hierba. Su presencia impresionaba a todo el mundo. Algunas manos y cabezas se alzaron ligeramente a modo de saludo; algunas conversaciones pararon, frenaban para luego arrancar de nuevo; algunas caras se volvieron para mirar. Su presencia quedó registrada y luego se inclinó sobre la barra y le dijo a Micke:
– La Rebecka Martinsson ésa, ¿se ha largado?
– No -respondió Micke-. Esta noche está currando aquí.
Algo en Lars-Gunnar le hizo seguir hablando.
– Sólo por hoy. Hay mucha gente esta noche y aun así Mimmi está hasta el cuello.
Lars-Gunnar pasó su brazo de oso por encima de la barra y se llevó a Micke hacia la cocina.
– Ven, quiero hablar con ella y quiero que estés presente.
Mimmi y Micke tuvieron tiempo de intercambiar una mirada antes de que los dos hombres desaparecieran tras las puertas batientes.
«¿Qué pasa?», preguntaban los ojos de Mimmi.
«Yo qué sé», respondían los de Micke.
Viento sobre la hierba una vez más.
Rebecka Martinsson estaba en la cocina enjuagando platos.
– Vaya, Rebecka Martinsson -dijo Lars-Gunnar-. Acompáñanos a Micke y a mí a la parte de atrás para hablar un momento.
Salieron por la puerta trasera. La luna se reflejaba como escamas en el agua del río. De fondo se oía el ruido apagado del bar. El viento siseaba en las copas de los abetos.
– Quiero que le cuentes a Micke quién eres -dijo Lars-Gunnar Vinsa tranquilo.
– ¿Qué quieres saber? -dijo Rebecka-. Me llamo Rebecka Martinsson.
– Quizá deberías explicar qué haces aquí.
Rebecka miró a Lars-Gunnar. Si algo había aprendido en el trabajo era no empezar nunca a hablar así sin más.
– Creo que tienes algo en mente -dijo-. Habla tú.
– Eres de aquí. Bueno, no de aquí, sino de Kurravaara. Trabajas de abogada y fuiste tú la que se cargó a los tres pastores de Jiekajärvi hace dos años.
«Dos pastores y un chico enfermo», pensó ella.
Pero no lo corrigió, sino que permaneció callada.
– Creía que eras secretaria -intervino Micke.
– Como comprenderás, los que vivimos en el pueblo sentimos curiosidad -continuó Lars-Gunnar-. ¿Por qué una abogada se mete a trabajar en la cocina de un bar con una bandera falsa? Lo que ganes esta noche será lo que te cuesta normalmente una comida en la capital. Nos preguntamos por qué te cuelas aquí…, por qué metes las narices. ¿Sabes? A mí en realidad me da igual. Por mí, la gente es libre de hacer lo que quiera, pero me parecía que Micke tenía derecho a saberlo. Y además…
Apartó la vista y miró al río mientras expulsaba el aire. La seriedad invadió su cuerpo.
– … que utilizaras a Nalle, que tiene la cabeza de un niño. Y que tuvieras estómago para meterte escudándote en él.
Mimmi apareció en la puerta y Micke le lanzó una mirada que hizo que ella también saliera cerrando la puerta tras de sí.
– Me pareció reconocer tu nombre -prosiguió Lars-Gunnar-. Soy un antiguo policía, ¿sabes?, así que conozco muy bien esa historia de Jiekajärvi. Pero de pronto se me encendió la luz. Mataste a aquellas personas. Por lo menos a Vesa Larsson. Quizá al fiscal le pareció que no era como para dictar un auto de procesamiento, pero debes saber que para los policías eso no significa una mierda. El noventa por ciento de los casos en los que se sabe que hay un culpable, acaba en que ni siquiera se dictamina procedimiento. Puedes estar contenta. Librarte con un asesinato a la espalda, eso sí que tiene mérito. Y no sé qué estás haciendo aquí. Si le cogiste el gusto al tema con el asunto de Viktor Strandgård y estás jugando a detective privado por tu propia cuenta o si puede que estés trabajando para un periódico. En cualquier caso, se acabó la farsa.
Rebecka los miró.
«Obviamente, debería soltar un discurso», pensó. «Defenderme.»
¿Y decir qué? Que había tenido otras cosas en que pensar más que en ponerse una soga al cuello. Que ya no podía con el trabajo de abogada. Que pertenecía a este río. Que ella les salvó la vida a las hijas de Sanna Strandgård.
Se desató el delantal, se lo pasó a Micke y se dio la vuelta sin decir nada. No atravesó el bar sino que cruzó por delante del gallinero y la carretera hasta llegar a su cabaña.
«¡No corras!», se decía a sí misma pudiendo sentir sus miradas en la nuca.
Nadie la siguió para pedir explicaciones. Metió todas sus cosas en la maleta y el neceser, los tiró dentro del maletero del coche de alquiler y se marchó.
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