Era Sven-Erik Stålnacke.
– Tienes que venir -le dijo-. Se trata del pastor Stefan Wikström.
– ¿Sí?
– Ha desaparecido.
Kristin Wikström lloraba sin parar en la cocina de la casa rectoral en Jukkasjärvi.
– ¡Toma! -le gritó a Sven-Erik Stålnacke-. Aquí tienes el pasaporte de Stefan. ¿Cómo podéis pedírmelo? Os estoy diciendo que no se ha ido. ¿Iba a dejar a su familia? Si es la persona más buena… Os digo que le ha pasado algo.
Tiró el pasaporte al suelo.
– Lo comprendo -dijo Sven-Erik-, pero aun así tenemos que seguir cierto orden. ¿Por qué no te sientas?
Era como si Kristin no oyera nada. Seguía yendo desesperada de un lado a otro de la cocina chocando contra los muebles y haciéndose daño. En el sofá había dos niños de cinco y diez años que construían algo con piezas de Lego sobre una base verde. No parecían demasiado preocupados por la alteración de su madre ni la presencia de Sven-Erik y Anna-Maria.
«Niños -pensó Anna-Maria-. Aguantan lo que sea.»
De repente tuvo la sensación de que sus problemas con Robert eran insignificantemente pequeños.
«¿Qué más da que yo limpie más que él?», pensó.
– ¿Qué voy a hacer? -gritó Kristin-. ¿Cómo voy a salir adelante?
– O sea que esta noche no ha dormido en casa -dijo Sven-Erik-. ¿Estás completamente segura?
– No ha usado la cama -gimoteó-. Siempre cambio las sábanas el viernes y su lado estaba intacto.
– A lo mejor llegó tarde y se quedó a dormir en el sofá -intentó Sven-Erik.
– ¡Estamos casados! ¿Por qué no iba a dormir conmigo?
Sven-Erik Stålnacke había bajado a la casa rectoral de Jukkasjärvi para preguntarle a Stefan Wisktröm acerca del viaje al extranjero que la familia Wikström se había costeado con dinero de la fundación y se había topado con los ojos abiertos de par en par de la esposa. «Estaba a punto de llamar a la policía», le había dicho.
Lo primero que hizo fue tomar prestada la llave de la iglesia y se fue corriendo hasta allí. Por fortuna no había ningún pastor colgando del coro y tal fue el alivio de Sven-Erik que casi tuvo que sentarse en uno de los bancos. Después, llamó a la jefatura para ordenar que otros agentes comprobaran las demás iglesias de la ciudad y luego llamó a Anna-Maria.
– Necesitamos los números de cuenta de tu marido, ¿los tienes?
– Pero ¿qué os pasa a vosotros? ¡Es que no me oís! Tenéis que salir a buscarlo. ¡Le ha pasado algo! Él nunca… A lo mejor está…
Se quedó callada mirando a sus dos hijos y después salió a toda prisa al jardín. Sven-Erik la siguió y Anna-Maria aprovechó la oportunidad para echar un vistazo por la casa.
Abrió rápidamente los cajones de la cocina, pero no halló ninguna cartera. Tampoco en los bolsillos de las chaquetas del recibidor, así que subió al piso de arriba.
Era tal y como había dicho Kristin: nadie había dormido esa noche en uno de los lados de la cama de matrimonio.
Desde el dormitorio se podía ver el embarcadero donde Mildred Nilsson tenía su barca. El sitio donde la asesinaron.
«Y había luz -pensó Anna-Maria-. Dos noches antes del solsticio de verano.»
Tampoco vio ningún reloj de pulsera sobre su mesita de noche.
Todo apuntaba a que se había llevado la cartera y el reloj.
Volvió abajo y se metió en lo que parecía ser el despacho de trabajo de Stefan. Intentó abrir los cajones del escritorio, pero estaban cerrados. Tras un momento de búsqueda encontró la llave detrás de unos libros de la estantería y pudo abrir. En los cajones no había gran cosa. Algunas cartas que ojeó un poco por encima, pero ninguna parecía tener nada que ver con él o con Mildred, ni tampoco eran de ninguna amante esporádica. Miró por la ventana y vio a Sven-Erik y Kristin hablando en el jardín. Bien.
En una situación normal, lo que habrían hecho habría sido esperar unos días, teniendo en cuenta que con frecuencia se trataba de desapariciones voluntarias.
«Un asesino en serie -pensó Anna-Maria-. Si lo encontramos muerto, eso será lo que tengamos ante nosotros. Entonces lo sabremos.»
Kristin Wikström se había sentado en un sofá del jardín mientras Sven-Erik le sonsacaba información de diversa índole: a quién podían llamar para que se ocupara de los niños; nombres de amigos y familiares de Stefan Wikström, quizá alguien sabía más que la esposa; si tenian segunda residencia; si sólo tenían el coche que estaba aparcado en el jardín…
– No -lloriqueó Kristin-. Su coche no está.
Tommy Rantakyrö llamó para informar de que habían mirado en todas las iglesias y capillas. En ninguna había ningún pastor muerto.
Un gran gato apareció paseándose seguro de sí mismo por el camino de grava que llevaba a la casa. Apenas le dedicó una mirada al extraño que había en el jardín y continuó sin cambiar de rumbo metiéndose por entre la alta hierba. Es posible que al caminar se agachara un poco y bajara la cola. Era de color gris oscuro. El pelo era largo y suave, y recordaba a un plumón. A Sven-Erik no le inspiraba ninguna confianza. Cabeza chafada y ojos amarillos. Si Manne se hubiera topado con un gatazo de ese calibre, no habría tenido la menor posibilidad.
Sven-Erik se imaginó por un momento a Manne recogiéndose como hacen los gatos, quizá en una cuneta o debajo de una casa, herido y debilitado. Al final sería presa fácil para un zorro o un perro de caza. Bastaba con partirle la columna, cric-crac.
Anna-Maria le tocó el hombro y se apartaron unos pasos. Kristin Wikström se quedó mirando al frente con el puño derecho pegado a la boca y mordiéndose el dedo índice.
– ¿Qué opinas?
– Demos la orden de búsqueda -dijo Sven-Erik mirando a Kristin Wikström-. Tengo un presentimiento muy malo. Por ahora, en territorio nacional y en la aduana. Miremos los vuelos, sus cuentas y su teléfono. Y hablaremos con sus compañeros de trabajo, amigos y familiares.
Anna-Maria asintió con la cabeza.
– Horas extra.
– Sí, pero ¿qué coño dirá el fiscal? Cuando la prensa se entere de esto, entonces…
Sven-Erik levantó las manos en un gesto de demanda de ayuda.
– Tenemos que preguntarle por las cartas -observó Anna-Maria-. Las que le escribió a Mildred.
– Pero no ahora -dijo Sven-Erik con decisión-. Cuando haya venido alguien a llevarse a los chicos.
Micke Kiviniemi paseó la mirada por el local desde su situación estratégica al otro lado de la barra. Rey en su reino, en su desordenado y ruidoso reino con olor a comida, humo, cerveza, aftershave y un ligero fondo de sudor. Sacaba cervezas una tras otra, intercalando de vez en cuando una copa de tinto o incluso blanco o una copa de whisky. Mimmi correteaba como un ratón de circo entre las mesas y reñía con cariño mientras pasaba la bayeta y anotaba los pedidos. Micke oía todos sus «cazuela de pollo o lasaña, es lo que hay».
La televisión estaba encendida en la esquina y detrás de la barra sonaba el equipo de música. Rebecka Martinsson estaba sudando en la cocina. Plato dentro, plato fuera del microondas sin parar, salía a la barra a recoger columnas de vasos sucios y los cambiaba por limpios. Era como estar en una buena película. Sentía los elementos fastidiosos muy lejos: hacienda, el banco, los lunes por la mañana cuando se despertaba con la sensación de estar cansada hasta los huesos y oía cómo las ratas revolvían en la basura.
Sólo con que Mimmi se hubiera puesto un poco celosa de que le hubiese dado trabajo a Rebecka Martinsson, habría sido perfecto. Pero le pareció bien, sin más. Micke se abstuvo de decir que estando Rebecka Martinsson los tíos del bar tendrían algo nuevo que mirar. Mimmi no habría dicho nada al respecto, pero daba la impresión de tener una cajita escondida en la que iba guardando los errores y excesos que él cometía, y que el día que estuviera llena haría las maletas y se largaría. Sin previo aviso. Sólo las chicas que se preocupaban avisaban.
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