Pero en la explanada no hay nadie. En el resplandor de la luna se ve un búho haciendo un vuelo de reconocimiento a lo largo de la orilla. Lars-Gunnar aparca el coche e inclina su asiento hacia atrás todo lo que puede. No quiere despertar a Nalle, Seguro que se despierta en pocas horas y entonces ya entrarán en casa. Prefiere descansar un rato él también.
PATAS DORADAS
Patas Doradas abandona al trote su territorio. No se puede quedar en el límite del dominio de otra manada. Ni siquiera puede pasar por allí. Es extraordinariamente peligroso. Es una zona bien señalizada. Las marcas de olor recién hechas son como alambre de espinos entre los troncos de los árboles. A través de la hierba que aparece por debajo de la nieve hay un muro de olores. Han salpicado y han removido el suelo con las patas de atrás. Pero ella tiene que pasar, tiene que dirigirse hacia el norte.
La primera etapa del día va bien. Corre con el estómago vacío. Orina muy agachada, apretándose contra el suelo para que el olor no se extienda. Igual lo supera. Tiene el viento por detrás y eso es bueno.
A la mañana siguiente la detectan. A dos kilómetros detrás de ella hay cinco lobos hurgando en las huellas que ha dejado a su paso. Empieza la persecución. Se turnan para ir en cabeza y al cabo de poco rato establecen contacto visual.
Patas Doradas siente su aire. Ha cruzado un río y cuando se gira los ve al otro lado, apenas a un kilómetro corriente abajo.
Echa a galopar para salvar la vida. A los intrusos los matan inmediatamente. Lleva la boca abierta y la lengua, colgando, le va de un lado a otro. Sus largas patas la llevan a través de la nieve pero el camino que toma no está aplastado.
Las patas encuentran unas huellas de scooter que van en dirección correcta. Los lobos acortan distancia, pero no demasiado rápido.
De pronto, cuando apenas sólo quedan trescientos metros hasta ella, se paran. La han perseguido hasta fuera de su territorio y un poco más.
Se ha salvado.
Un kilómetro más y después se tumba. Come algo de nieve.
El hambre le roe el estómago como si fuera un campañol.
Continúa el viaje hacia el norte. Después, donde el mar Blanco separa la península de Cola de Carelia, tuerce hacia el noroeste.
El principio de la primavera es su séquito y se hace pesado correr.
Bosque. De cien años o más. Los árboles de hoja perenne a medio camino hasta el cielo, árboles desnudos y ásperos casi hasta arriba del todo y allí en la copa sus crujientes brazos forman un techo balanceante y verde. El sol apenas puede pasar a través de ellos y no tiene capacidad aún para deshacer la nieve. Sólo se ven unas manchas de luz y el goteo de la nieve que se deshace en la copa de los árboles. Es un goteo tintineante, un cascabeleo. Todo huele a primavera y a verano. Ahora se pueden hacer más cosas que simplemente sobrevivir. El ruido de los grandes pájaros del bosque, el zorro que abandona su madriguera más a menudo, los campañoles y los ratones que corren sobre la corteza que se ha formado por la noche. Y el repentino silencio cuando todo el bosque se queda quieto, desprende sus olores y se queda escuchando a la loba cuando pasa. Sólo el pico-negro continúa con su obstinado picoteo en un tronco. El goteo tampoco se para. La primavera no le tiene miedo al lobo.
Una larga ciénaga. El final del invierno es una corriente de agua debajo de un manto de nieve medio deshecha que al mínimo contacto se convierte en un charco de agua gris. Las patas se le hunden a cada paso. La loba puede continuar avanzando de noche gracias al aguante de la capa dura de nieve. Acampa de día en una hondonada o debajo de un abeto, siempre alerta, aun durmiendo.
La caza es diferente sin la manada. Coge liebres y otras presas menores, pero no es gran cosa para un lobo que camina todo el día.
La relación con los otros animales también es distinta. A los zorros y a los cuervos les gusta estar con la manada de lobos. El zorro come los restos de la manada. El lobo se mete en la madriguera del zorro y la hace suya. El cuervo limpia la mesa del lobo. El cuervo grita desde los árboles: «¡Aquí está el botín! ¡Aquí hay un ciervo en celo! ¡Está ocupado restregando los cuernos contra el tronco! ¡Cógelo, cógelo!» Un cuervo aburrido puede caer con un ruido sordo delante de un lobo dormido, picarle en la cabeza y apartarse hacia atrás dando saltitos. El lobo se percata de las formas ridículas y torpes del volador, ataca y el pájaro emprende el vuelo en el último segundo. Así se entretienen el uno al otro un buen rato, el negro y el gris.
Pero un lobo solitario no es un compañero de juegos. No desprecia bocado alguno, no le apetece jugar con pájaros y no comparte nada voluntariamente.
Una mañana sorprende a una zorra junto a la madriguera. En una ladera hay cavados varios agujeros, uno de los cuales está escondido debajo de una raíz que sale hacia afuera. Sólo las huellas y un poco de tierra descubren su situación. Por allí aparece la zorra. La loba ha notado el fuerte olor y ha desviado ligeramente su camino. Tiene el viento en contra en la parte inferior de la ladera y ve a la zorra asomar la cabeza y su delgado cuerpo. La loba se para, se queda como congelada allí donde está. La zorra tiene que salir un poco más pero en cuanto vuelva la cabeza hacia allí la descubrirá.
Da un salto como si fuera un felino y se oye un estrépito a través de los matojos y las ramas de la madera joven de un pino. Agarra a la zorra por la espalda, le rompe la columna. Se la come avariciosa, manteniendo el cuerpo aplastado contra el suelo con una pata mientras desgarra lo poco que ya queda.
Inmediatamente aparecen dos cornejas y cooperan entre sí para conseguir parte del botín. Una pone en juego su vida peligrosamente cerca para hacer que la persiga de manera que la compañera pueda robar un trozo a toda prisa. Intenta morderlas cuando vuelan por encima de su cabeza pero la pata no abandona el cuerpo de la zorra. Lo engulle todo, trota luego entre los diferentes hoyos y olfatea. Si la zorra ha tenido cachorros y no están demasiado lejos, los podría sacar, pero allí no hay nada.
Vuelve a su camino. Las patas de la loba solitaria se alejan sin parar.
11 de Septiembre
– Es como si se lo hubiera tragado la tierra.
Anna-Maria Mella miró a sus compañeros. Estaban haciendo un repaso matinal con el fiscal y acababan de constatar que no tenían el menor rastro de Stefan Wikström, el pastor desaparecido.
Se hizo un silencio absoluto que duró seis segundos. El inspector Fred Olsson, el fiscal Alf Björnfot, Sven-Erik Stålnacke y el inspector Tommy Rantakyrö estaban desolados. Era lo peor que podía pasar, que la tierra se lo hubiera tragado. Enterrado en alguna parte.
Sven-Erik parecía afectado. Era el último que había llegado a la reunión con el fiscal, algo inusual en él. Llevaba una pequeña tirita en la barbilla, que tenía un color amarronado de sangre. La señal masculina de una mala mañana. Con las prisas, los pelos de la barba del cuello de debajo de la nuez se libraron de la hoja de afeitar y ahora sobresalían de la piel como troncos grises. Debajo de una de las comisuras de los labios había restos de espuma de afeitar seca, como si fuera masilla blanca.
– Bueno, de momento sólo es una desaparición -dijo el fiscal-. Era un servidor de la Iglesia y se enteró de que íbamos detrás de él por el asunto del viaje que hizo con su familia con dinero de la fundación para la loba. El miedo a que se pusiera su nombre en entredicho puede ser razón suficiente para desaparecer del mapa. Quizá vuelva a aparecer como el conejo del mago.
Estaban sentados alrededor de la mesa. Alf Björnfot los miró a todos. El grupo que tenía delante era difícil de motivar. Parecía que esperaran que apareciera el cuerpo del pastor junto con huellas y pruebas para que la investigación se pusiera de nuevo en marcha.
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