– ¿Qué vais a hacer con la loba?
– Estamos cruzando los dedos para que la Dirección Nacional de Protección de la Naturaleza colabore para vigilarla. Ahora en invierno, cuando se le puede seguir el rastro en moto de nieve, lo tiene crudo si no conseguimos montar vigilancia. Pero hay algo de dinero en la fundación, así que ya veremos.
– Ahora ya no te escapas, lo sabes, ¿verdad? -le dijo Mimmi.
– ¿A qué te refieres?
– Tú tienes que ser el motor del grupo Magdalena.
Lisa se sopló unos pelitos que se le habían puesto debajo del ojo.
– Jamás -dijo.
Mimmi se echó a reír.
– ¿Crees que tienes elección? La verdad es que me parece bastante gracioso, tú nunca has sido mujer de asociaciones, ¿a que no te lo esperabas? Dios, cuando me enteré de que te habían hecho presidenta… Micke tuvo que hacerme los primeros auxilios.
– Seguro que sí -dijo Lisa un poco seca.
«No -pensó-. Nunca me lo imaginé. Nunca me imaginé muchas cosas de mí misma.»
Los dedos de Mimmi se paseaban por su pelo con el sonido de las hojas de la tijera frotando la una contra la otra.
«Aquella noche a principios de verano…», pensó Lisa.
Estaba sentada en la cocina cosiendo unas nuevas cubiertas para las camas de los perros. Las tijeras emitían su característico sonido, swisch, swisch, klip, klip. En el comedor estaba la tele encendida y había dos perros tumbados en el sofá; casi parecía que miraban las noticias. Lisa las escuchaba de lejos mientras hacía las labores y al cabo de un rato se puso con la máquina de coser para hacer más rectas las costuras de los retales. Pisaba el pedal a fondo.
Karelin roncaba en la cama del pasillo creando una de las imágenes más ridiculas que pueda haber. Estaba tumbado de espaldas con las patas de atrás arriba y hacia los lados y con una oreja tapándole un ojo como si fuera un parche pirata. Majken estaba en la cama del dormitorio con una pata tapándose el hocico. De vez en cuando emitía algún sonido gutural y le daba algún espasmo. El nuevo springer spaniel estaba cómodamente acurrucado a su lado.
De golpe Karelin despierta de su sueño y se pone a ladrar como un loco. Los perros del comedor bajan de un salto del sofá para hacerle compañía al mismo tiempo que Majken y el springer spaniel aparecen corriendo y por poco tiran al suelo a Lisa, que también se ha puesto en pie.
Karelin entra en la cocina como si fuera imposible no entender y empieza a explicarle a viva voz a Lisa que hay alguien en la escalinata, que tienen visita, que viene alguien.
Es Mildred Nilsson, la pastora. Está fuera en el porche. Los últimos rayos de sol de la tarde transforman su pelo en una corona de oro.
Los perros se le echan encima fuera de sí de alegría por la visita. Ladran, vociferan, gimen -Bruno incluso canta unas notas-, y golpean la jamba de la puerta y la baranda del porche con las colas.
Mildred se agacha para saludarlos. Ya va bien. Ella y Lisa no se pueden mirar demasiado rato. En cuanto Lisa la vio allí fuera sintió como si las dos se hubieran metido en una corriente de agua. Con los perros tienen cierto margen para situarse. Se cruzan una mirada, después la apartan. Los perros le lamen la cara a Mildred, hacen que se le corra el rímel de las pestañas y le llenan la ropa de pelos.
La corriente baja con fuerza. Hay que sujetarse bien, así que Lisa se agarra a la manilla de la puerta y les ordena a los perros que se vayan a acostar. En situaciones normales les pega un grito y mete bulla, que es su tono normal de conversación con ellos, aunque no parece importarles demasiado. Pero ahora la orden sale casi como un susurro.
– A la cama -dice haciendo un suave gesto con la mano indicando el interior de la casa.
Los perros la miran desconcertados. ¿Acaso no les va a pegar un berrido? Aun así hacen lo que les pide.
Mildred coge aire y Lisa se da cuenta de que está enfadada. Lisa, que es bastante más alta, estira un poco el cuello.
– ¿Dónde has estado? -le pregunta Mildred furiosa.
Lisa arquea las cejas.
– Aquí -le contesta.
Clava la mirada en las marcas de verano en la piel de Mildred. A la pastora le han salido pequitas y el vello de la cara, en el labio superior y la mandíbula, se le ha vuelto rubio.
– Ya sabes a qué me refiero -le reprocha Mildred-. ¿Por qué ya no vienes a las sesiones de interpretación de la Biblia?
– He… -intenta responder removiendo ideas en la cabeza para encontrar una excusa aceptable.
Pero al instante se pone de mal humor. ¿Por qué tiene que dar explicaciones? ¿Acaso no es una persona adulta? Con cincuenta y dos años quizá una ya tiene derecho a hacer lo que quiera.
– Tengo otras cosas que hacer -le responde con un tono de voz un poco más cortante del que había pretendido.
– ¿Como qué?
– ¡Seguro que lo sabes!
Allí están, como dos renos inflando y desinflando el pecho.
– Sabes bien por qué no voy -dice al final Lisa.
La corriente les llega ya por las axilas. La pastora pierde el equilibrio con la corriente, da un paso hacia Lisa, atónita y enfadada al mismo tiempo. Y con algo más en la mirada. Entreabre la boca y toma aire como cuando estás a punto de desaparecer bajo el agua.
La corriente arrastra a Lisa. Se suelta de la manilla de la puerta, avanza hacia Mildred, le rodea la nuca con la mano, siente su pelo como el de una niña entre sus dedos, lleva a Mildred a su encuentro.
La pastora entre sus brazos. Su piel es tan fina. Entran en el recibidor enroscadas la una con la otra, dejan la puerta abierta golpeando contra la baranda del porche y dos de los perros acaban marchándose corriendo.
Lo único cuerdo que le pasa a Lisa por la cabeza: «Se quedarán en el jardín.»
Se tropiezan con los zapatos y las camas de los perros que hay por el suelo. Lisa va entrando de espaldas con los brazos todavía agarrando a Mildred, uno por la cintura, el otro por la nuca. Mildred está pegada a su cuerpo, la empuja, le desliza las manos por debajo del jersey, le acaricia los pezones con las yemas de los dedos.
Cruzan la cocina a trompicones y se dejan caer sobre la cama del dormitorio, donde está Majken con olor a perro mojado. No ha podido resistir pegarse un chapuzón en el río una hora antes.
Mildred bocarriba, ropas fuera, los labios de Lisa pegados a su cara. Dos dedos hasta el fondo de sus entrañas.
Majken levanta la cabeza y les echa una mirada, pero enseguida se vuelve a tumbar tranquilamente con un suspiro y el hocico entre las patas. Ya ha visto aparearse miembros de la misma manada en otras ocasiones. No tiene nada de extraño.
Después hacen café y ponen unos bollos a descongelar. Se zampan un montón cada una. Están muertas de hambre. Mildred aprovecha para darles algunos trozos a los perros y se ríe, hasta que Lisa le dice que pare, que se van a poner enfermos, pero aunque trate de sonar estricta se le escapa la risa.
Están sentadas en la cocina en medio de la clara noche de verano, cada una en una silla y envuelta en una manta. A los perros se les ha contagiado la fiesta y van dando vueltas por la casa.
De vez en cuando las manos se alargan sobre la mesa hasta encontrarse.
El dedo índice de Mildred le pregunta al reverso de la mano de Lisa: «¿Sigues ahí?», y la mano le responde: «¡Sí!» El corazón y el índice de Lisa le preguntan al pulso de Mildred: «¿Culpa? ¿Arrepentimiento?», y la muñeca responde: «¡No!»
Y Lisa se ríe.
– Supongo que será mejor que vuelva a las clases de la Biblia -comenta.
Mildred se echa a reír. Un trozo de bollo de canela se le cae de la boca y rueda por la mesa.
– Sí, por Dios, hay que ver lo que una tiene que hacer para acercar la Biblia a la gente.
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