– Dame la foto, Nalle -le pide Lisa intentando que la voz le salga neutral.
Nalle sujetaba la imagen con las dos manos y continuaba con una sonrisa de oreja a oreja.
– Illred -decía-. Columpio.
Lisa le clava la mirada y al final le quita la fotografía.
– Sí, vale -dijo finalmente.
A Rebecka le dijo, un poco demasiado rápido, aunque ella no parecía darse cuenta:
– Nalle hizo la confirmación con Mildred y aquella preparación era poco… poco convencional. Ella entendía que Nalle era un niño, así que se pasaban mucho tiempo en los columpios del parque, de paseo con la barca y consumiendo pizzas. ¿Verdad, Nalle? Tú y Mildred comíais pizza, ¿a que sí? Cuatro estaciones, ¿no?
– Hoy se ha comido tres platos de sopa con carne -dijo Rebecka.
Nalle se fue de su lado y empezó a caminar hacia el gallinero. Rebecka le gritó adiós, pero no pareció oírla.
Lisa tampoco parecía enterarse demasiado cuando Rebecka se despidió y se fue a su cabaña. Le devolvió el adiós como ausente y sin quitarle el ojo a Nalle.
Lisa le siguió los pasos al chico igual que un zorro persigue a su presa hasta el gallinero, que estaba en la parte de atrás del bar.
Pensaba en lo que había dicho cuando tenía la foto de Mildred en las manos: «Illred, columpio», pero Nalle no se columpiaba. Le habría gustado ver el columpio en el que cupiese aquel gigantón, así que era imposible que hubiesen pasado las horas en un parque columpiándose.
Nalle abrió la puerta del gallinero. Solía recoger los huevos para llevárselos a Mimmi.
– Nalle -le dijo Lisa intentando captar su atención-. Nalle, ¿viste a Mildred montada en un columpio?
Ella señaló con la mano por encima de su cabeza.
– Columpio -fue la respuesta.
Lisa lo siguió hasta dentro de la casita y él ya estaba metiendo la mano debajo de las gallinas para recoger los huevos que estaban incubando. Se reía cuando las aves enfurecidas le picoteaban la mano.
– ¿Subía mucho? ¿Era Mildred?
– Illred -dijo Nalle.
Se metió los huevos en los bolsillos y salió.
«Por Dios», pensó Lisa. «¿Qué estoy haciendo? No hace más que repetir lo que le digo.»
– ¿Viste la nave espacial? -le preguntó haciendo un gesto de volar con la mano-. ¡Woschh!
– ¡Woschh! -sonrió Nalle sacándose un huevo del bolsillo y meciéndolo en el aire.
En la carretera se detuvo el coche de Lars-Gunnar y pitó un par de veces.
– Tu padre -dijo Lisa.
Alzó la mano para saludarle y pudo sentir lo rígida y tiesa que la tenía. El cuerpo era traidor. Le resultaba imposible mirar a Lars-Gunnar a los ojos o siquiera intercambiar con él una palabra.
Se quedó detrás del bar mientras Nalle fue corriendo hasta el coche.
«No pienses en eso», se instó a sí misma. «Mildred está muerta y no hay nada que pueda cambiarlo.»
Anki Lindmark vivía en un segundo piso en la calle Kyrkogatan, 21D. Entreabrió la puerta cuando Anna-Maria Mella llamó al timbre y la observó por encima de la cadenita. Rondaba los treinta, algún año menos. Llevaba el pelo teñido en casa, de color rubio, y se le veían las raíces. Vestía una rebeca larga y falda tejana. Lo que más le chocó a Anna-Maria cuando la vio por la ranura de la puerta fue su estatura, por lo menos le sacaba una cabeza a su ex marido. La inspectora se presentó.
– ¿Eres la ex de Magnus Lindmark? -le preguntó luego.
– ¿Qué ha hecho? -respondió Anki Lindmark.
Y al instante se le abrieron los ojos de par en par.
– ¿Pasa algo con los niños?
– No -la tranquilizó Anna-Maria-. Sólo quiero hacerte unas preguntas, no tardaré mucho.
Anki Lindmark desenganchó la cadenita, la dejó entrar y luego cerró la puerta con llave.
Fueron a la cocina, que estaba limpia y ordenada. En la encimera había avena, chocolate en polvo y azúcar en un Tupperware. El microondas tenía encima un mantelito y en el alféizar de la ventana había tulipanes de madera en un jarro, un pájaro de cristal y una carretilla en miniatura también de madera. En la puerta de la nevera y del congelador había dibujos de los niños pegados con imanes. Cortinas de verdad, con dobladillo abajo, capa arriba y fruncidas en los lados.
Junto a la mesa había una mujer de unos sesenta años con el pelo de color zanahoria que le echó una mirada de enfado a Anna-Maria cuando entró en la cocina. Con unos golpecitos sacó un cigarrillo mentolado del paquete y lo encendió.
– Mi madre -le informó Anki Lindmark cuando se sentaron.
– ¿Dónde están los chicos? -le preguntó Anna-Maria.
– En casa de mi hermana. Hoy es el cumpleaños de su primo.
– Tu ex marido, Magnus Lindmark… -dijo Anna-Maria.
Cuando la madre de Anki Lindmark oyó el nombre de su antiguo yerno expulsó el humo de la calada con un resoplido.
– … ha dicho públicamente que odiaba a Mildred Nilsson -prosiguió la inspectora.
Anki Lindmark asintió con la cabeza.
– Provocó daños materiales en su propiedad -dijo Anna-Maria.
Al instante sintió que se podría haber cortado la lengua. «Provocó daños materiales en su propiedad.» ¿Qué formalismos de mierda eran aquéllos? Era la fumadora aquella del pelo de zanahoria y ojos pequeños, que la hacía ponerse formal.
«Sven-Erik, ven a ayudarme», pensó.
Él sabía hablar con las mujeres.
Anki Lindmark se encogió de hombros.
– Una cosa, todo lo que hablemos queda entre tú yo -le aclaró Anna-Maria en un intento de acortar distancias-. ¿Le tienes miedo?
– Explícale por qué vives aquí -intervino la madre.
– Sí -reconoció Anki Lindmark-. Al principio de haberlo dejado estuve viviendo en casa de mi madre en Poikkijärvi…
– La vendimos -puntualizó la otra mujer-. Ya no podemos estar allí. Continúa.
– … pero Magnus estuvo dejándome recortes de prensa sensacionalista de incendios y cosas así, de modo que al final no me atreví a quedarme allí.
– Y la policía no puede hacer absolutamente nada -dijo la madre con una sonrisa despojada por completo de alegría.
– No es malo con los niños, no lo es, pero a veces cuando bebe… Bueno, pues puede venir y ponerse a gritar en el rellano y decirme cosas… Zorra y lo que se le ocurra… Darle patadas a la puerta. Así que es mejor vivir así, con vecinos y sin ventanas a pie de calle. Pero antes de que me dieran este piso y me atreviera a vivir sola con los niños, estuve un tiempo en casa de Mildred. Pero, claro, le rompían los cristales y él… Y le pinchaban las ruedas… Y su cabaña apareció envuelta en llamas.
– Y ¿era Magnus?
Anki Lindmark dejó caer la mirada sobre la mesa. Su madre se inclinó hacia Anna-Maria.
– Los únicos que no creen que fuera él, ¿sabes quiénes son? Pues los de la policía -le dijo.
Anna-Maria no se quiso meter en razonamientos sobre la diferencia entre creer algo y tener pruebas que lo demuestren, sino que prefirió asentir con la cabeza pensativa.
– Todo lo que deseo es que conozca a alguien -dijoAnki Lindmark-. Y a ser posible que tengan hijos. Pero la verdad es que ahora las cosas van un poco mejor, desde que Lars-Gunnar habló con él.
– Lars-Gunnar Vinsa -apuntó la madre-. Es policía, o era. Ahora ya está jubilado. Además, es el que dirige el grupo de caza de la asociación de cazadores. Habló con Magnus, y si hay algo que Magnus no quiere es perder su sitio en el grupo.
Lars-Gunnar Vinsa, claro que Anna-Maria sabía quién era, aunque cuando ella empezó en Kiruna él sólo estuvo un año más y no llegaron a trabajar juntos, por lo que no se atrevía a decir que se conocieran. Sabía que tenía un chaval con discapacidad psíquica y se acordaba bien de cómo se enteró. Lars-Gunnar y un compañero habían recogido a una toxicómana adicta a la heroína que estaba dando problemas en Kupolen. Lars-Gunnar le había preguntado si llevaba jeringuillas en los bolsillos antes de registrarla. Que no, joder, que están en casa. Así que Lars-Gunnar le metió las manos en los bolsillos para ver qué llevaba y se pinchó con una jeringuilla. La chica entró en comisaría con el labio inferior que parecía un balón de fútbol reventado y chorreando sangre por la nariz. Los compañeros no dejaron que Lars-Gunnar se denunciara a sí mismo, según le habían contado a Anna-Maria. Eso fue en 1990. Para obtener una respuesta segura de una prueba de VIH había que esperar seis meses y durante las semanas que siguieron se habló mucho sobre Lars-Gunnar y su chaval de seis años. La madre había abandonado a su hijo y Lars-Gunnar era lo único que tenía.
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