– ¿Así que Lars-Gunnar habló con Magnus después del incendio? -preguntó Anna-Maria.
– No, fue después de lo de la gata.
Anna-Maria esperó en silencio.
– Teníamos una gata -dijo Anki y carraspeó como si se le hubiera quedado algo en la garganta-. Skrollan. El día que me largué la estuve llamando, pero llevaba unos días desaparecida. Pensé que ya volvería más tarde a buscarla. Yo estaba muy nerviosa porque no quería encontrarme con Magnus. Él nos hacía llamadas, a veces de madrugada. En cualquier caso, un día llamó a mi trabajo y dijo que había colgado una bolsa con cosas mías en la puerta del piso.
Se quedó callada.
Su madre expulsó una bocanada de humo hacia Anna-Maria que se deshizo en finas nubéculas.
– En la bolsa estaba Skrollan -dijo al ver que su hija no continuaba-. Y sus gatitos. Cinco. Les había cortado la cabeza a todos. No había más que sangre y pelo.
– ¿Qué hiciste?
– Bueno, ¿qué iba a hacer? -continuó la madre-. Vosotros no podéis hacer nada, incluso Lars-Gunnar lo dijo. Si denuncias a la policía, tiene que haber un delito. Si hubiesen sufrido, podría haber sido maltrato animal, pero como les cortó la cabeza lo más probable es que no tuvieran tiempo de sufrir. Si hubiesen tenido algún valor económico, podría haber sido un delito de daños y perjuicios, por ejemplo si hubieran sido de pura raza o un perro de caza. Pero éstos eran gatos vulgares y corrientes.
– Sí -asintió Anki Lindmark-. Pero en ningún momento pensé que se los iba a cargar…
– Bueno, y luego ¿qué? -dijo la madre-. ¿Te acuerdas de lo que pasó con Peter cuando tú viniste a vivir aquí?
La madre apagó la colilla y encendió otro cigarrillo.
– Peter vive en Poikkijärvi, también está separado. Es un chico dulce y encantador. Bueno, él y Anki empezaron a quedar de vez en cuando…
– Como amigos -intervino Anki.
– Una mañana, cuando Peter iba de camino al trabajo, Magnus se le cruzó con el coche por delante. Paró y bajó. Peter no podía continuar porque aquel coche ocupaba todo el camino de grava. Magnus se baja del coche, va hasta el maletero y saca un bate de béisbol y empieza a caminar hacia el coche de Peter. Y Peter dentro del coche pensando que va a morir y con imágenes de sus hijos en la cabeza, intuyendo que acabaría como un bulto. Y Magnus, muerto de risa, se mete en su coche otra vez y se larga a toda prisa haciendo saltar la gravilla. Y ahí acabaron las citas, ¿verdad, Anki?
– Yo no quiero pelearme con él. Es bueno con los chicos.
– Pero si apenas te atreves a ir al súper. Es casi como cuando estabas casada con él. Estoy hasta las narices de todo esto. ¡La policía! No pueden hacer una puta mierda.
– ¿Por qué estaba tan enfadado con Mildred? -preguntó Anna-Maria.
– Magnus decía que ella era la que intentaba convencerme para que me separara.
– ¿Y era así?
– No, señora -dijo Anki-. Soy una mujer adulta y tomo mis propias decisiones. Ya se lo dije a Magnus.
– Y ¿él qué te dijo?
– «¿Es Mildred la que te ha dicho que me digas eso?»
– ¿Sabes qué hizo la noche antes del solsticio de verano?
Anki Lindmark negó con la cabeza.
– ¿Te ha pegado alguna vez?
– Nunca a los niños. Era hora de retirarse.
– Sólo una última cosa -añadió Anna-Maria-. Cuando vivías en casa de Mildred, ¿qué impresión te dio su marido? ¿Cómo les iba?
Anki Lindmark intercambió una mirada con su madre.
«El tema preferido del pueblo», pensó Anna-Maria.
– Ella iba y venía como los gatos -dijo Anki-. Pero él parecía estar a gusto, así que… Bueno, nunca se peleaban ni nada.
Caía la noche. Las gallinas entraban en su caseta y se apretujaban en el palo de madera. El viento amainaba y se tumbaba a descansar sobre la hierba mientras los detalles se iban borrando del paisaje. La grava, los árboles y las casas se desvanecían con el azul oscuro del cielo nocturno. Los sonidos se fueron acercando, volviéndose más nítidos.
Lisa Stöckel prestaba atención al sonido de sus pasos en la grava a medida que avanzaba por la carretera camino del bar, con su perra Majken pegada a los talones. La reunión del grupo Magdalena empezaría dentro de una hora y después tendrían la cena de otoño, todo en el restaurante de Micke.
Procuraría mantenerse sobria y estar tranquila, aguantar el clásico parloteo sobre que todo tiene que continuar aunque Mildred no esté y que Mildred estaba igual de presente que antes. Tendría que morderse el labio inferior, agarrarse a la silla y no levantarse para gritar: «¡Estamos acabadas! ¡Nada puede seguir sin Mildred! ¡No está cerca! ¡Se está pudriendo bajo tierra! ¡En polvo se convertirá! Y vosotras… vosotras volveréis a quedaros en casa todo el día, volveréis a preparar el café, volveréis a ser viejas fibromiálgicas y volveréis al chismorreo. A leer el ICA Kuriren y el Hemmets Journal, y volveréis a servir a vuestros hombres.»
Entró por la puerta y la visión de su hija le interrumpió los pensamientos.
Mimmi. Pasaba una bayeta por las mesas y los alféizares. Llevaba el pelo de colores recogido en dos rosquillas por encima de las orejas y el encaje rosa del sujetador asomaba por el escote del ajustado jersey negro. Tenía las mejillas enrojecidas y acaloradas, probablemente por haber estado en la cocina preparando la cena.
– ¿Cuál es el menú? -le preguntó Lisa.
– Me he inspirado un poco en el Mediterráneo. Panecillos de oliva con revoltillos de entrante -respondió Mimmi sin bajar el ritmo con la bayeta; ahora la pasaba por la barra y después la secaba con el paño que llevaba siempre doblado en la cinturilla del delantal-. Hay tsatsiki, tapenade y humus -continuó-. Y después alubias estofadas. He pensado que lo mejor sería hacerlo vegetariano para todas, como la mitad sois come-flores…
Alzó la vista y le sonrió burlona a Lisa, que justo se estaba quitando la gorra.
– Pero, madre -exclamó-. ¿Qué coño te has hecho en la cabeza? ¿Dejas que los perros te muerdan el pelo cuando lo llevas demasiado largo?
Lisa se pasó la mano por el pelo mal cortado intentando igualarlo y al instante siguiente Mimmi miró el reloj.
– Yo te lo arreglo -dijo-. Coge una silla y siéntate.
Se metió en la cocina batiendo la puerta basculante.
– De postre, helado de mascarpone con moras -gritó desde dentro-. Está… -Terminó la frase con un silbido de admiración.
Lisa sacó una silla, se quitó la chaqueta y se sentó. Majken se tumbó inmediatamente a sus pies; aunque el paseo había sido corto o estaba exhausta o tenía dolores, probablemente lo segundo.
Lisa estaba quieta como en la iglesia mientras Mimmi le pasaba los dedos por el pelo y se lo igualaba con las tijeras para dejarle apenas un centímetro.
– ¿Cómo crees que van a funcionar las cosas ahora, sin Mildred? -preguntó Mimmi-. Aquí tienes tres remolinos juntos.
– Seguiremos como siempre, supongo.
– ¿Con qué?
– Con las cenas para madres con críos pequeños, la braga limpia y la loba.
La braga limpia había empezado como un proyecto de colecta. Lo que ocurría con las ayudas prácticas que los servicios sociales ofrecían a las mujeres alcohólicas era que estaban muy dirigidas al otro sexo. En el kit de ropa había maquinillas de afeitar de usar y tirar y calzoncillos, pero ni bragas ni tampones, sino que las mujeres tenían que contentarse con compresas que parecían pañales y calzoncillos de hombre. El grupo Magdalena se había ofrecido a los servicios sociales para hacer una labor de colaboración que consistía en comprar bragas, tampones y otros productos de higiene, como desodorante y suavizante para el pelo. Con el tiempo se habían convertido también en personas de contacto que daban su nombre al casero al que se le había podido convencer para que alquilara un piso a la mujer alcohólica. Si había algún problema, el propietario podía llamar a la persona de contacto directamente.
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