«Podría desaparecer -pensó de pronto-. Dios cuida del gorrión.»
Mildred había desaparecido en junio. De manera repentina. Pero ahora había vuelto. El grupo Magdalena se había puesto en marcha y exigía de manera agresiva más pastoras en la parroquia. Bertil parecía haberse olvidado ya de cómo era aquella mujer en realidad. Cuando hablaba ahora de ella lo hacía con calidez en la voz. «Tenía un gran corazón», solía decir con un suspiro. «Tenía un don de pastora mucho más grande que el mío», reconocía generoso. Con eso también quería decir que tenía un don mucho mayor que el de Stefan, ya que Bertil era más pastor que él.
«Por lo menos no soy un mentiroso», pensaba Stefan impetuoso. «Era una broncas agresiva que buscaba mujeres destrozadas y les daba fuego en lugar de pomada.» Y aquello era algo que la muerte no iba a cambiar.
La idea de que Mildred había prendido fuego a mujeres destrozadas resultaba comprometedora. Muchos podrían pensar que había hecho lo mismo con él.
«Pero yo no estoy destrozado -pensó-. No es por eso.»
Miró de nuevo la caja de seguridad y le vino a la cabeza el otoño de 1997.
El párroco Bertil Stensson ha convocado a Stefan Wikström y a Mildred Nilsson a una reunión en la que también está presente el deán Mikael Berg en calidad de responsable de cuestiones de personal. Mikael Berg ronda los cincuenta y mantiene una postura rígida en su silla. Los pantalones que lleva puestos tienen unos diez o quince años y en aquella época pesaba diez o quince kilos más. Tiene el pelo fino pegado a la cabeza y de vez en cuando hace una fuerte inhalación para tomar aire. Levanta la mano sin saber adonde llevarla, se la pasa por el pelo y luego la deja caer de nuevo sobre la rodilla.
Justo enfrente está Stefan, que piensa mantener la calma todo lo posible. Se propone permanecer tranquilo durante la conversación que van a mantener. Los demás pueden levantar la voz si quieren, pero él no es así.
Están esperando a Mildred, que llegará directa de unas oraciones en una escuela. Ya ha avisado de que se retrasaría unos minutos.
Bertil Stensson mira por la ventana con el ceño fruncido.
Al final llega Mildred. Cruza la puerta al mismo tiempo que llama. Tiene las mejillas coloradas y el pelo se le ha encrespado ligeramente por la humedad de otoño que hay en el aire. Tira la chaqueta sobre una silla y se sirve un café del termo.
Bertil Stensson les explica por qué se han reunido: la congregación se está partiendo en dos, dice. Una «sección Mildred y el resto». No dice «y una sección Stefan».
– Me alegro del interés que despiertas a tu alrededor -le dice a Mildred-, pero para mí es una situación insostenible. Empieza a parecer una guerra entre la pastora feminista y el pastor antimujeres.
Stefan se revuelve en la silla.
– Yo no soy antimujeres -protesta, molesto.
– No, pero así es como se están viendo las cosas -replica Bertil Stensson acercándole un ejemplar del lunes del periódico local.
Nadie tiene que mirarlo. Todos han leído el artículo titulado «La pastora da respuestas» en el que aparecen citas del sermón que Mildred hizo la semana anterior y en el que explicaba que la estola en realidad era una prenda de vestir de mujer romana y que se ha utilizado desde el siglo iv cuando empezaron con la vestimenta litúrgica. «Es decir, “la ropa de sacerdote actual es en realidad ropa de mujer”, asegura Mildred Nilsson», pone en el artículo. «Aun así puedo aceptar sacerdotes hombres, teniendo en cuenta que lo que se dice es “aquí no hay hombre ni mujer, judío ni griego”.»
Stefan Wikström también ha podido expresarse en el artículo. «Stefan Wikström afirma que no se siente personalmente atacado en el sermón. Quiere a las mujeres, sólo que no quiere verlas en el púlpito.»
A Stefan se le encoge el corazón. Se siente engañado. Es cierto que ha dicho lo que está escrito en el artículo, pero en ese contexto queda totalmente fuera de lugar. El periodista le había preguntado:
– Amas a tus hermanos. ¿Qué pasa con las mujeres? ¿Las odias?
Inocentemente le había respondido que en absoluto. Él amaba a las mujeres.
– Pero no quieres verlas en el púlpito.
«No», había sido su respuesta. A rasgos generales era así, pero no había ningún tipo de valoración en lo que acababa de expresar. A sus ojos, la labor de la diaconisa era igual de importante que la del sacerdote.
El párroco les dice que no quiere oír más comentarios de este tipo por parte de Mildred.
– Pero ¿y los comentarios de Stefan? -replica ella con calma-. Él y su familia no van a la iglesia si yo hago el sermón. No podemos hacer la confirmación juntos porque se niega a trabajar conmigo.
– No puedo pasar por alto lo que dice la Biblia-dice Stefan.
Mildred hace un gesto de impaciencia con la cabeza. Bertil se muestra tranquilo. Ya han oído todo aquello antes, apunta Stefan, pero qué le va a hacer, sigue siendo la verdad.
– Jesús escogió a doce hombres como discípulos -argumenta Stefan-. El gran sacerdote siempre era un hombre. ¿Cuánto nos podemos alejar de la Biblia en nuestra adaptación en las valoraciones actuales de la sociedad sin que al final deje de ser cristianismo?
– Y todos los discípulos y grandes sacerdotes eran judíos -responde Mildred-. ¿Qué postura tomas ante ese hecho? Y lee la «Carta a los hebreos», actualmente Jesús es nuestro gran sacerdote.
Bertil levanta las manos en un gesto que significa que no quiere meterse en una discusión que ya han tenido muchas veces antes.
– Os respeto a los dos -dice-. Y he aceptado no meter a ninguna mujer en tu distrito, Stefan. Quiero una vez más subrayar que me ponéis a mí y a la congregación en una situación incómoda. Colocáis el centro de atención en un conflicto y os quiero instar a los dos a que no entréis en polémica, sobre todo no desde el púlpito.
Le cambia la expresión de la cara; de severo a reconciliador. Casi le guiña el ojo a Mildred como señal de entendimiento.
– Podríamos tratar de concentrarnos en nuestra misión común. Me pondría muy contento si no tuviera que oír que palabras como «machismo» y «estructuras de género» son mencionadas en la parroquia. Mildred, tendrás que creer a Stefan cuando dice que no se trata de un juicio de valor si no va a la parroquia cuando tú haces el sermón.
Mildred no mueve ni un músculo de la cara y mira a Stefan directamente a los ojos.
– Lo dice la Biblia -dice él aguantándole la mirada sin problemas-. No puedo pasarlo por alto.
– Los hombres pegan a las mujeres -responde ella, toma aire y continúa-. Los hombres infravaloran a las mujeres, las dominan, las someten a vejaciones, las matan. O les mutilan los órganos genitales, les quitan la vida a las recién nacidas, las obligan a esconderse tras un velo, las encierran, las violan, las privan de la enseñanza, les pagan sueldos más bajos y les dan menos posibilidades de tener poder. Les niegan la oportunidad de ser sacerdotes. Yo no puedo pasar eso por alto.
Se hace un silencio sepulcral durante tres segundos.
– Pero, Mildred -intenta intervenir Bertil.
– Está mal de la cabeza… -grita Stefan-. Me llamas… Me comparas con un maltratador. Esto no es una discusión, es una calumnia y no sé…
– ¿Qué? -dice ella.
Y ahora están los dos de pie con las voces de Bertil y Mikael Berg de fondo diciendo: «tranquilos, sentaos».
– ¿Qué hay de calumnia en lo que acabo de decir?
– No hay margen -se queja Stefan mirando a Bertil-. No podemos vernos. No tengo por qué estar en… Es imposible que trabajemos juntos, tú mismo puedes entender por qué.
– Nunca has podido -oye que le replica Mildred a la espalda cuando sale como un torbellino de la sala.
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