Es verdad. Mimmi recuerda la mañana anterior. Nalle pesa demasiado, siempre tiene apetito y su padre tiene que vigilarlo constantemente para que no se pase el día comiendo, lo cual es una labor imposible. Las señoras del pueblo no pueden resistirse a los caprichos de Nalle y, a veces, Micke y Mimmi tampoco, como ayer, por ejemplo. Nalle estaba en la cocina del bar con una de las gallinas bajo el brazo, Anni, una de raza cochin que no pone demasiados huevos pero es tranquila y no le importa que la acaricien. Pero lo que no quiere es que la aparten de sus compañeras, por eso patalea y cacarea nerviosa atrapada bajo el gran brazo de Nalle.
– ¡Anni! -le dice Nalle a Micke y Mimmi-. Bocadillo.
Gira la cabeza hacia la izquierda y tuerce un poco el cuello para mirarlos por debajo del flequillo con una expresión ingeniosa. Resulta imposible decir si es consciente de que no logra engañarlos ni por un segundo.
– Saca la gallina de aquí -le dice Mimmi intentando ponerse seria.
Micke se echa a reír a carcajada limpia.
– ¿Que Anni quiere un bocadillo? Claro, entonces será mejor que se lo des.
Al final Nalle sale de la cocina con un bocadillo en una mano y con la gallina en la otra. Suelta a Anni y el bocata desaparece en un abrir y cerrar de ojos.
– ¡Oye! -grita Micke desde el porche-. ¿El bocata no era para Anni ?
Nalle se gira y lo mira con una cara de disculpas de lo más teatral.
– No queda -dice resignado.
La pastora Mildred continúa hablando:
– Ya sé que ha sido un trabajo duro para Lars-Gunnar, pero si Nalle no hubiera tenido esta discapacidad, ¿crees que habría sido la misma alegría para su padre? Yo lo dudo.
Mimmi se la queda mirando. La pastora tiene razón.
Piensa en Lars-Gunnar y sus hermanos. No consigue recordar al padre, el abuelo de Nalle, pero ha oído hablar de él. Isak era un tipo duro que disciplinaba a sus hijos a base de correazos. A veces incluso con métodos más severos. Tenía cinco hijos y dos hijas.
– Joder -dijo Lars-Gunnar en alguna ocasión-. Le tenía tanto miedo a mi propio padre que a veces me meaba encima. Y estoy hablando de cuando ya iba a la escuela.
Mimmi recuerda el comentario con mucha claridad. Era pequeña cuando lo dijo y no se podía creer que el gigante Lars-Gunnar hubiese tenido miedo jamás o que hubiese sido pequeño. ¡Mira que mearse encima!
Lo que se debían de haber esforzado los hermanos para no salir como su padre pero, aun así, de alguna manera lo llevaban dentro. Aquel desprecio hacia la debilidad era una dureza que se pasaba de padres a hijos. Mimmi piensa en los primos de Nalle, algunos viven en el pueblo, están en el grupo de caza y pasan las tardes en el bar.
Pero Nalle es inmune a todo aquello, a la amargura que se avivaba a veces en Lars-Gunnar proyectada hacia la madre, hacia su propio padre y hacia el mundo en general. La irritación por las carencias de Nalle, la autocompasión y el odio sólo surgen de verdad cuando aquellos hombres beben, pero siempre están bajo la superficie. Nalle puede razonar, aunque sólo unos segundos. Es un niño feliz metido en un cuerpo de hombre adulto. Todo bondad y sinceridad. La rabia y la maldad no hacen mella en él.
Si no hubiese tenido una lesión cerebral, si hubiese sido normal… Mimmi ya se imaginaba qué relación habría habido entre padre e hijo: yerma y pobre, disciplinada a base de ese desprecio hacia la propia debilidad enquistada.
Mildred. No sabe cuánta razón tiene.
Pero Mimmi no se mete a hacer razonamientos, sino que responde encogiéndose de hombros, le dice que está encantada de haberla conocido pero que tiene que volver al trabajo.
Mimmi oyó la voz de Lars-Gunnar en el comedor.
– Joder, Nalle.
No estaba enfadado, sino más bien cansado y rendido.
– Te lo tengo dicho: desayunamos en casa.
Mimmi salió al comedor. Nalle estaba sentado frente a su plato avergonzado con la cabeza baja. Se pasó la lengua por el bigote de leche que se le había quedado con el último trago. Las tortitas habían desaparecido, igual que los huevos y las tostadas. Sólo la manzana estaba intacta.
– Cuarenta coronas -le dijo Mimmi a Lars-Gunnar una pizca demasiado contenta.
«Seguro que las tiene, el viejo rácano», pensó.
Tenía la nevera repleta de carne que le regalaba el grupo de caza. Las mujeres del pueblo lo ayudaban limpiándole la casa y lavándole la ropa gratis; le llevaban pan recién hecho y lo invitaban a él y a Nalle a cenar.
Cuando Mimmi empezó a trabajar en el bar, Nalle desayunaba allí gratis.
– No le deis nada si viene -les había pedido Lars-Gunnar-. No hace más que engordar.
Y Micke le servía el desayuno, pero como no tenía el consentimiento de Lars-Gunnar no se atrevía a cobrárselo. Pero Mimmi, sí.
– Nalle ha desayunado -le dijo ella a Lars-Gunnar la primera vez que trabajó en el turno de mañana-. Cuarenta cucas.
Lars-Gunnar la miró con asombro y luego paseó la mirada por el local en busca de Micke, que estaba en casa durmiendo.
– No quiero que le deis nada si viene pidiendo -empezó a decir.
– Si no quieres que coma aquí, procura que no venga -le respondió Mimmi-. Si viene, le damos de comer. Y si come, te toca pagar.
A partir de entonces empezó a pagar, incluso a Micke si era él quien estaba.
Ahora hasta le sonrió a Mimmi y le pidió que le sirviera un café y unas tortitas a él también. Estaba de pie, sin saber dónde sentarse, junto a la mesa de Nalle y Rebecka. Al final optó por la mesa de al lado.
– Ven a sentarte aquí -dijo-. A lo mejor la señorita quiere estar sola.
La señorita no dijo nada y Nalle se quedó donde estaba. Cuando Mimmi llegó con el café y las tortitas, Lars-Gunnar preguntó:
– ¿Hoy se puede quedar Nalle aquí?
– Más -dijo Nalle en cuanto vio la montaña de tortitas que le acababa de poner a su padre.
– Primero la manzana -le contestó Mimmi impasible-. No -le respondió después a Lars-Gunnar-. Hoy estoy a tope. Esta tarde vienen las del grupo Magdalena a hacer una reunión y luego se quedan a cenar para celebrar el otoño.
Un halo de descontento lo atravesó como una corriente. De hecho, le pasaba a la mayoría de los hombres en cuanto se mencionaba aquella asociación.
– Sólo un rato -intentó.
– ¿Y mi madre? -preguntó ella.
– No quiero preguntárselo a Lisa. Está a tope con la reunión de esta noche.
– Y ¿alguna de las otras señoras? Todas adoran a Nalle.
Vio cómo Lars-Gunnar consideraba las alternativas. Nada en este mundo era gratis. Claro que había señoras a las que se lo podía preguntar, pero era justo eso, el pedir un favor, importunar y tener que agradecerlo, con lo que le costaba a él eso.
Rebecka Martinsson miró a Nalle, que tenía los ojos clavados en su manzana. Era difícil determinar si estaba pensando en que se sentía como un problema o si, simplemente, estaba planteándose como un reto el tener que comerse la fruta para que le dieran más tortitas.
– Nalle se puede quedar conmigo, si quiere -dijo al final.
Lars-Gunnar y Mimmi la miraron con los ojos como platos. Incluso Rebecka parecía contemplarse a sí misma con igual sorpresa.
– Bueno, hoy no pensaba hacer nada en especial -continuó-. Quizá una excursión o algo… Si se quiere venir conmigo, pues… Os doy mi número de móvil.
– Está en una de las cabañas -le aclaró Mimmi a Lars-Gunnar-. Rebecka…
– … Martinsson.
Lars-Gunnar saludó a Rebecka con la cabeza.
– Lars-Gunnar, el padre de Nalle. Si no es molestia…
«Claro que es una molestia, pero te dirá que sí igualmente», pensó Mimmi rabiosa.
– No es molestia -aseguró Rebecka.
«He saltado del quinto trampolín -pensó-. Ahora ya puedo hacer lo que quiera.»
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