Ya sabía la respuesta pero quería hacerle hablar un poco. Y, sobre todo, que decidiera él mismo. Vio cómo la palabra iba tomando forma en su boca durante unos segundos antes de salir. La mandíbula se le movió de un lado al otro y al final dijo con decisión:
– Tortitas.
Mimmi se metió en la cocina. Sacó quince tortitas de la nevera y las puso a calentar en el microondas.
Lars-Gunnar, el padre de Nalle, y Lisa, la madre de Mimmi, eran primos. El padre de Nalle era policía retirado y desde hacía casi treinta años era el dirigente del grupo de caza, lo cual lo convertía en un hombre poderoso. Físicamente también era grande, igual que Nalle. Un policía que infundía respeto y además era buena persona, según decía la gente. De vez en cuando iba al entierro de algún viejo delincuente que había muerto. En esas ocasiones, los únicos presentes solían ser Lars-Gunnar y el sacerdote.
Cuando Lars-Gunnar conoció a la madre de Nalle él ya había pasado los cincuenta. Mimmi recordaba el día en que apareció por su casa con Eva por primera vez.
«Yo no debía de tener más de seis años», pensó.
Lars-Gunnar y Eva estaban sentados en el sofá de piel de la sala de estar. Su madre Lisa iba y venía de la cocina con dulces para merendar, leche, más café y Dios sabe qué otras cosas. Era la época en la que se amoldaba a la situación. Más tarde se divorciaría y dejaría por completo de cocinar y de hacer pasteles. Mimmi puede imaginarse a Lisa cenando en su cabaña, de pie, apoyando el trasero en la encimera y engullendo a cucharadas el contenido de alguna lata de conservas, quizá una sopa de carne fría de la casa Bong.
Pero aquella vez… Lars-Gunnar en el sofá pasándole el brazo a Eva por los hombros. Una expresión extrañamente tierna para tratarse de un hombre de este pueblo y quizá más aún tratándose de él. Estaba orgulloso. Eva quizá no era mona, pero sí mucho más joven que él, de la edad de Mimmi ahora, entre veinte y treinta. Mimmi no puede imaginarse dónde conoció a Lars-Gunnar aquella trabajadora social que estaba de vacaciones y hacía turismo por allí. La cuestión es que Eva se despidió de su puesto en… Norrköping, si Mimmi no recuerda mal, encontró trabajo en el municipio y se mudó a la antigua casa de los padres de él, donde Lars-Gunnar todavía seguía viviendo. Al cabo de un año nació Nalle, es decir, peluche, aunque entonces se llamó Björn, porque era fuerte como un oso. Llamarle oso a aquel bebé le iba que ni pintado, pues parecía una futura promesa de luchador.
«No debió de ser fácil -pensó Mimmi-. Llegar de una gran ciudad y meterse en este pueblo, llevar el carrito del niño de un lado a otro por la carretera durante toda la baja por maternidad y no poder hablar más que con las viejas. ¿Cómo no se volvió loca? Aunque… eso es justo lo que le pasó.»
Sonó la campanilla del micro y Mimmi cortó un par de trozos de helado y les echó una cucharadita de mermelada a las tortitas. Llenó de leche un vaso grande y untó mantequilla en tres rebanadas de pan integral. Cogió tres huevos duros de una cazuela que había en los fogones y una manzana y lo puso todo en una bandeja que le llevó a Nalle.
– Y no hay más tortitas hasta que te hayas comido lo demás -dijo con severidad.
A los tres años Nalle sufrió una encefalitis. Cuando Eva llamó al ambulatorio le dijeron que tenían que esperar un tiempo. Y las cosas fueron como fueron.
En cuanto el niño cumplió cinco años, Eva se marchó. Dejó a Nalle y a Lars-Gunnar y se mudó a Norrköping otra vez.
«O huyó», pensó Mimmi.
En el pueblo se habló mucho de cómo se había alejado de su hijo. «Hay gente que no sabe asumir sus responsabilidades», decían, y se preguntaban constantemente cómo se podía tener el valor de hacerlo sin más, abandonar a su propio hijo.
Mimmi no lo sabe, pero conoce bien la sensación de asfixiarse en el pueblo y le resulta bastante fácil imaginarse a Eva haciéndose añicos en aquella casa color de rosa hecha de cemento con amianto.
Lars-Gunnar se quedó en el pueblo con Nalle y de mal grado hablaba de Eva.
– ¿Qué iba a hacer? -decía siempre-. No podía obligarla.
Cuando Nalle tenía siete años, Eva volvió. O, mejor dicho, Lars-Gunnar la fue a buscar a Norrköping. El vecino de al lado podía relatar cómo la entró en brazos en casa. En poco tiempo el cáncer la había devorado. A los tres meses los abandonó definitivamente.
– ¿Qué iba a hacer? -repetía Lars-Gunnar-. Era la madre de mi hijo.
Eva fue enterrada en el cementerio de Poikkijärvi. Al funeral acudieron su madre y una hermana, pero no se quedaron mucho rato. Sólo lo imprescindible para el café del funeral, con un turbio sentimiento de llevar a cuestas su vergüenza de hija y de hermana. El resto de los invitados no las miraba a los ojos, pero les clavaba la mirada en la espalda.
– Y allí estaba Lars-Gunnar para consolarlas -decía la gente del pueblo-. A ver si no se podrían haber encargado ellas de cuidarla mientras se estaba muriendo. Al final le había tocado a Lars-Gunnar acarrear con todo y se le notaba a simple vista: por lo menos había adelgazado quince kilos y tenía un aspecto gris y consumido.
Mimmi se preguntaba cómo habrían sido las cosas si Mildred hubiese estado presente por aquel entonces. Quizá Eva habría encontrado un lugar entre las mujeres del grupo Magdalena, quizá se hubiese divorciado de Lars-Gunnar pero sin marcharse del pueblo y con fuerzas suficientes para cuidar de Nalle. Quizá incluso podrían haber continuado casados.
La primera vez que Mimmi se cruzó con Mildred, la pastora estaba sentada en el ciclomotor de Nalle. El chico no cumplía los quince hasta al cabo de tres meses, pero a nadie del pueblo le importaba que un chico con discapacidad mental se paseara con un vehículo a motor sin tener edad para ello. Por Dios, si era el chico de Lars-Gunnar, y la vida no les había resultado fácil. Mientras Nalle circulara siempre por la carretera del pueblo…
– Ay, mi culo -ríe Mildred y baja de un salto de la plataforma, recuerda Mimmi.
Mimmi está sentada fuera del bar. Ha sacado una de las sillas, ha buscado un lugar al abrigo del viento y está con un cigarrillo en la mano y la cara apuntando al sol con la esperanza de coger un poco de color. Nalle parece satisfecho y saluda a Mimmi y a Mildred con la mano, da media vuelta y se marcha haciendo derrapar un poco los neumáticos. Hacía dos años que había hecho la confirmación con Mildred.
Mimmi y Mildred se presentan y Mimmi no puede evitar cierta sensación de decepción. No sabría decir qué se esperaba, pero es que ha oído tantas cosas de la pastora. Que es luchadora, que no tiene pelos en la lengua, que es maravillosa, que es muy inteligente, que no está en sus cabales…
Ahora la tiene enfrente y le parece de lo más normal. De hecho, triste, para ser sinceros. Quizá Mimmi se esperaba un campo magnético a su alrededor, pero todo lo que ve es una mujer de mediana edad con tejanos pasados de moda y unos prácticos zapatos Ecco.
– ¡Es toda una bendición! -dice Mildred señalando el repiqueteo del ciclomotor mientras se aleja por la carretera del pueblo.
Mimmi suspira y murmura algo sobre que a Lars-Gunnar no le había resultado fácil.
Es como un reflejo condicionado. Cuando el pueblo canta su tonadilla sobre Lars-Gunnar, su joven y debilucha mujer y su hijo retrasado el estribillo siempre es el mismo: «pobre… lo que les toca pasar a algunos… lo difícil que ha sido».
A Mildred se le hace una marca severa en el entrecejo y mira algo molesta a Mimmi.
– Nalle es un regalo -dice.
Mimmi no responde nada. No se traga eso de que «todos los niños son un regalo y todo lo que pasa tiene sentido».
– No entiendo cómo la gente puede hablar de Nalle como si fuera una carga. ¿Has pensado alguna vez en el buen humor que se te pone cuando pasas un rato con él?
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