– Aquí no hay nada que ver -dijo Erik Nilsson cansado-. Aquí no os queda nada más que ver.
«Es extraño -pensó Anna-Maria mientras doblaba la ropa de los niños-. Era como si Erik Nilsson mantuviera viva a su mujer. El correo que llegaba a su nombre estaba sin abrir apilado sobre la mesa; en su mesita de noche todavía estaba su vaso de agua y al lado las gafas de leer. Por lo demás, estaba todo muy limpio y ordenado; simplemente, no era capaz de desprenderse de su esposa. Y era una casa bonita, como sacada de una revista de decoración. Y aun así, él le había dicho que no era un hogar sino “mitad vicaría, mitad hotel”. Y también le había dicho que “la respetaba”. Curioso.»
Rebecka condujo despacio hasta la ciudad. El asfalto de la carretera y el manto de hojas en descomposición absorbían la pálida y grisácea luz de la luna. Los árboles se inclinaban de un lado a otro al vaivén del viento, dando la impresión de que se estiraban hambrientos en pos de esa luz pobre pero sin llegar a alcanzarla. Seguían desnudos y negros, retorcidos y castigados poco antes del sueño del invierno.
Pasó por delante del local de la congregación. Era un edificio de poca altura construido con ladrillo blanco y madera barnizada de color oscuro. Subió por el camino de grava y aparcó detrás de la antigua tintorería.
Aún estaba a tiempo de echarse atrás. Pero no, no podía hacerlo.
«¿Qué es lo peor que puede pasar? -pensó-. Me pueden detener, ponerme una multa y me pueden echar de un trabajo que ya he perdido.»
A estas alturas le parecía que lo peor sería volver y echarse a dormir. Subirse al avión de vuelta a Estocolmo al día siguiente y seguir cruzando los dedos para que se le fuera ordenando la cabeza hasta poder trabajar de nuevo.
Pensó en su madre. El recuerdo emergió hasta la superficie con fuerza y veracidad, y casi podía verla al otro lado de la ventanilla: bien peinada, con el abrigo verde guisante que ella misma se había cosido, con cinturón ancho en la cintura y cuello de piel. Ese que escandalizaba a las vecinas cuando pasaba por delante. ¿Quién se creía que era? Y con las botas de tacón alto que no se había comprado en Kiruna sino en Luleå.
Es como un golpe de amor en el pecho. De pronto tiene siete años y alarga la mano para cogerse de su madre. Le sienta tan bien el abrigo… Y es tan bonita de cara… Una vez, cuando era aún más pequeña, le dijo: «Pareces una Barbie, mamá», y su madre se rió y la abrazó. Rebecka aprovechó para inspirar todos aquellos buenos aromas que emanaba de cerca. El pelo de su madre olía de una manera, el maquillaje de su cara de otra, y lo mismo el perfume de su cuello. Rebecka le volvió a decir en ocasiones posteriores: «Pareces una Barbie», sólo porque su madre se puso tan contenta aquella vez. Pero nunca volvió a mostrar la misma alegría. Era como si sólo funcionara la primera vez. «Para ya», la riñó al final.
Rebecka se quedó pensativa un rato. Había más, si se examinaba de cerca. Lo que las vecinas no veían: que los zapatos eran de baja calidad, que tenía las uñas partidas y mordisqueadas, que la mano que llevaba el cigarrillo a los labios mostraba un ligero temblor característico de las personas que tienen una deficiencia nerviosa.
Las pocas veces que Rebecka pensaba en ella, siempre la recordaba helada, con doble jersey de lana y calcetines gruesos, sentada a la mesa de formica que había en la cocina.
O como ahora, con los hombros un poco encogidos y sin espacio para un jersey grueso bajo el bonito abrigo. La mano que no sujeta el cigarrillo se esconde en el bolsillo. Su mirada busca en el coche y se fija en Rebecka. Tiene los ojos pequeños y analíticos, las comisuras de la boca hacia abajo. ¿Quién es ahora la loca?
«Yo no me he vuelto loca -pensó Rebecka-. Yo no soy como tú.»
Se bajó del coche y fue a paso rápido hasta el local de la congregación, casi corriendo para alejarse del recuerdo de aquella mujer del abrigo verde guisante.
Oportunamente, alguien había destrozado la lámpara que había encima de la puerta trasera del local. Rebecka probó las llaves del manojo. Podía haber una alarma conectada, o bien la variante barata, una alarma que sólo sonaba en la casa para disuadir a los ladrones, o bien una alarma real que estuviera conectada a una empresa de vigilancia.
«No pasa nada -se dijo a sí misma-. Si viene alguien, no serán las fuerzas especiales, sino algún vigilante cansado que aparecerá en coche y se parará delante de la puerta principal. Tiempo de sobra para salir pitando.»
De repente una llave entró en la cerradura. Rebecka la giró y se adentró en la oscuridad. Había silencio. No sonó ninguna alarma ni tampoco se oyó ningún pitido que indicara que tenía sesenta segundos para introducir un código. El local de la congregación era una casa construida respetando el nivel de la tierra, por lo que la puerta de atrás estaba en la planta de arriba y la puerta principal en la planta baja. La secretaría estaba en la planta superior, Rebecka lo sabía. No se preocupó de ir a hurtadillas.
«No hay nadie», se dijo.
Tuvo la sensación de que sus pasos hacían eco mientras se dirigía deprisa hacia la secretaría.
La habitación con las cajas de seguridad estaba dentro de las oficinas. El espacio era reducido y no tenía ventanas. Rebecka se vio obligada a encender la luz del techo.
El pulso se le aceleró un poco y torpemente probó una llave en las distintas cerraduras de las taquillas grises y sin nombre. Si aparecía alguien ahora, no tendría escapatoria. Intentó escuchar algún ruido procedente de la escalera o de la calle. Las llaves resonaban como las campanas de una iglesia.
Al probar la tercera taquilla la llave giró suavemente en la cerradura. Tenía que ser la de Mildred Nilsson. Rebecka la abrió y se quedó mirando. Era una caja de seguridad pequeña y no había gran cosa, pero aun así estaba casi llena. Había unas pocas cajas de cartón y algunas bolsitas de tela con joyas. Collares de perlas, anillos de oro con piedras y también pendientes. Había dos alianzas de boda lisas que parecían antiguas; alguna herencia. Una carpeta azul en la que había un montón de papeles. En la taquilla había también varias cartas. Las direcciones estaban escritas a mano y eran de letras diferentes.
«¿Qué hago ahora?», se preguntó Rebecka.
Intentó deducir qué cosas de la caja sabría identificar el párroco. ¿Echaría algo en falta?
Respiró hondo y después se sentó en el suelo para mirarlo todo y empezó a clasificarlo a su alrededor. La cabeza ya volvía a funcionarle como de costumbre, trabajaba con agilidad, recababa información y la ordenaba. Media hora más tarde Rebecka encendía la fotocopiadora de la secretaría.
Las cartas se las llevó tal como estaban. Quizá tuvieran huellas o partes de ellas, de manera que las guardó en una bolsa de plástico que encontró en un cajón.
Sacó copias de las hojas que había en la carpeta azul y las guardó junto con las cartas en la bolsa. Volvió a colocar la carpeta en la taquilla y la cerró, apagó la luz y se fue. Eran las tres y media de la mañana.
Anna-Maria Mella se despertó porque su hija Jenny le estaba tirando del brazo.
– Mamá, hay alguien que llama a la puerta.
Los niños sabían que estaba prohibido abrir a horas intempestivas. Como inspectora de policía en una ciudad pequeña podía recibir visitas de lo más variopintas y a horas intempestivas. Malhechores sensibleros que buscaban a la única confesora que tenían, o compañeros con cara seria y el motor del coche en marcha. A veces, en contadas ocasiones pero podía ocurrir, alguien que estuviera cabreado o colocado (por lo general, ambas cosas).
Anna-Maria se levantó, le dijo a Jenny que se acurrucara junto a Robert y bajó al recibidor. Llevaba el móvil en el bolsillo de la bata y ya había marcado el número de la central por si tenía que llamar. Primero miró a través de la mirilla y luego abrió la puerta.
Читать дальше