Al otro lado estaba Rebecka Martinsson.
Anna-Maria le pidió que entrara y Rebecka se quedó en el umbral sin quitarse la chaqueta. No quiso té ni ninguna otra bebida.
– Estás investigando el asesinato de Mildred Nilsson -dijo-. Esto son cartas y copias de documentos personales suyos.
Le alargó una bolsa de plástico con los papeles y le explicó brevemente de dónde había sacado el material.
– Como comprenderás, no me iría muy bien que saliera a la luz que os he pasado todo este material. Si se te ocurre una explicación alternativa, te estaré más que agradecida. Si no, pues…
Se encogió de hombros.
– … tendré que apechugar -terminó con media sonrisa.
Anna-Maria echó un vistazo al interior de la bolsa.
– ¿Una caja de seguridad en la secretaría del párroco? -preguntó.
Rebecka asintió.
– ¿Por qué nadie le contó a la policía que…?
Se interrumpió y miró a Rebecka.
– ¡Gracias! -le dijo-. No explicaré de dónde lo he sacado.
Rebecka hizo ademán de marcharse.
– Hiciste lo correcto -dijo Anna-Maria-. Lo sabes, ¿verdad?
Era difícil saber si se refería a lo ocurrido hacía dos años en Jiekajärvi o si estaba hablando de las copias y las cartas de la bolsa.
Rebecka hizo un gesto con la cabeza. Podría estar asintiendo, pero también podría tratarse de un gesto de negación.
Al marcharse, Anna-Maria permaneció un rato en el recibidor con un deseo irreprimible de chillar. «La puta de oros», quería gritar. «¿Cómo cojones han podido dejar de darnos todo esto?»
Rebecka Martinsson está sentada sobre la cama de su cabaña. Puede distinguir perfectamente el contorno del respaldo de la silla delante del rectángulo gris de la ventana dibujado por la luz de la luna.
«Ahora -pensó-. Ahora debería llegar el pánico. Si alguien se entera de esto, estoy acabada. Me condenarán por allanamiento de morada y procedimiento arbitrario, nunca más me darán trabajo.»
Pero el pánico no quería aparecer, ni tampoco sensación alguna de arrepentimiento. Al contrario, se sentía con el corazón relajado.
«Acabaré de vigilante», pensó.
Se tumbó y se quedó mirando el techo. Se sentía animada, una especie de alegría loca. Podía oír a un ratón en la pared que hurgaba, mordisqueaba y corría de un lado a otro. Rebecka picó con los nudillos y se quedó quieto. Después se puso de nuevo en marcha.
Rebecka sonrió. Y se durmió. Con la ropa puesta y sin haberse cepillado los dientes.
Soñó.
Está sentada en los hombros de su padre. Es la época de los arándanos. Su padre carga a la espalda una especie de mochila hecha de corteza de abedul y, con la bolsa y Rebecka, el peso es considerable.
– No te inclines -le dice cuando Rebecka se estira para coger liqúenes de los troncos de los árboles.
Detrás de ellos va su abuela paterna. Chaqueta polar azul y bufanda gris. Cuando camina por el bosque tiene una forma de andar basada en el mínimo esfuerzo. No levanta el pie más de lo necesario. Una suerte de trotecillo ágil de pasos cortos. Llevan dos perros con ellos: Jussi, el cazador de alces, va detrás de la abuela; está entrado en años y procura ahorrar energías. Y Jacki, el más joven de los dos, un cruce indeterminado de perros spitz, corre de aquí para allá. Su hocico no tiene nunca suficiente, desaparece de la vista de todos y a veces lo oyen ladrar a un kilómetro de distancia.
Bien entrada la tarde está dormida junto al fuego mientras los mayores se han ido más allá a coger arándanos. Tiene la chaqueta Helly Hansen de su padre como almohada. El sol de la tarde calienta, pero las sombras son largas. Las llamas mantienen alejados a los mosquitos y los perros aparecen de vez en cuando para vigilarla. Le dan unos empujoncitos suaves en la cara para luego salir disparados otra vez antes de que siquiera le dé tiempo a acariciarlos ni pasarles el brazo por el cuello.
PATAS DORADAS
Finales de invierno. El sol se alza por encima de las copas de los árboles y calienta el bosque haciendo que las pesadas capas de nieve se deslicen de las ramas. Es una temporada engorrosa para cazar, puesto que durante el día la gruesa capa blanca se ablanda con el calor. Se hace difícil correr detrás de la presa, pero si la manada caza de noche a la luz de la luna o al alba, la capa de escarcha les hace heridas en las patas.
La hembra alfa entra en celo. Está inquieta e irritable, así que el que se le acerque tendrá que contar con llevarse un mordisco u otro escarmiento. Se detiene cerca de los machos subalternos y hace pis con la pata tan levantada que casi le cuesta mantener el equilibrio. Toda la manada se ve influenciada por su temperamento. Se oyen gruñidos y aullidos y se desatan pequeñas peleas constantemente entre los distintos miembros del grupo. Los lobos más jóvenes se pasean intranquilos por los exteriores de la zona de descanso. Cada dos por tres aparece un lobo adulto para ponerlos en su sitio. A la hora de la comida se respeta la jerarquía a rajatabla.
La loba alfa es hermanastra de Patas Doradas. Hace dos años desafió a la cabeza de la manada de entonces en esta misma época del año. La líder iba a entrar en celo y tenía que reafirmar su supremacía frente a las demás hembras. Se giró hacia la hermanastra de Patas Doradas, alargó su cabeza rayada, levantó los labios y le enseñó los dientes con un gruñido amenazador. Pero en lugar de retirarse asustada con la cola metida entre las patas, la hermanastra de Patas Doradas aceptó el desafío. Miró a la líder directamente a los ojos y erizó el pelo del lomo. La pelea se desató en la fracción de un segundo y terminó en menos de un minuto. La antigua líder salió perdiendo. Una mordedura profunda en el cuello y una oreja desgarrada fueron suficientes para que se retirara entre gemidos. La hermanastra de Patas Doradas alejó a la vieja hembra de la manada, y la manada tuvo una nueva hembra alfa.
Patas Doradas nunca se alzó contra la anterior líder, ni tampoco lo hace contra su hermanastra. Aun así, es como si ésta estuviera especialmente irritable con ella. En una ocasión agarra con sus fauces el hocico de Patas Doradas y la pasea ante la manada. Patas Doradas la obedece humildemente con el lomo encorvado y apartando la mirada. Los lobos más jóvenes se incorporan y comienzan a pasear intranquilos. Después, Patas Doradas le lame las comisuras de la boca a su hermanastra. No quiere pelearse ni desafiarla.
El plateado macho alfa es difícil de conquistar. En los tiempos de la antigua líder, la seguía durante semanas antes de que ella se decidiera a aparearse. Él le olfateaba el trasero y ponía en su sitio a los demás machos ante su mirada. Cada dos por tres se acercaba a donde estaba ella. Solía tocarla con la pata delantera como preguntando: «¿Ahora sí?»
El macho alfa se muestra apático y aparentemente sin interés por la hermanastra de Patas Doradas. Tiene siete años y no hay ningún miembro de la manada que muestre el más mínimo signo de intentar quitarle el puesto. En pocos años será mayor y más débil y tendrá que reafirmarse más a menudo, pero ahora puede tumbarse y dejar que el sol le caliente el pelaje mientras se lame las patas delanteras o atrapa un poco de nieve. La hermanastra de Patas Doradas lo corteja. Se pone de cuclillas y orina cerca de donde está para despertar su interés. Se le pasea por delante deseosa y con manchas de sangre donde le nace la cola. Finalmente, él se da por vencido y la cubre. Toda la manada suspira aliviada. La tensión en el grupo desaparece al instante.
Los dos cachorros de apenas un año despiertan a Patas Doradas con ganas de jugar. Ella se ha tumbado a dormitar bajo un abeto un poco alejado, pero ahora los cachorros se le echan encima. Uno se desploma con las patas delanteras sobre la nieve inclinando todo el cuerpo hacia delante de manera juguetona. El otro llega a la carrera y le salta por encima. Ella se incorpora de un brinco y empieza a perseguirlos. Los dos machos arman tanto jaleo que se oye el eco entre los árboles. Una ardilla espantada sale a toda prisa tronco arriba de un árbol como una raya roja. Patas Doradas alcanza a uno de los lobeznos y hace una doble voltereta sobre la nieve. Luego luchan un rato y después les toca a ellos perseguirla a ella. Sale rápida como un turón entre los árboles; a veces aminora el paso hasta que están a punto de atraparla y entonces vuelve a acelerar. No la cogen hasta que ella quiere.
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