Había un sonido que lo podía volver loco. El sonido de una mosca, por ejemplo. A veces podía dedicar una tarde entera a darles caza para sacarlas de la cabaña de verano de su novia. Él, en verano, prefería quedarse en la ciudad.
Nubes de moscas. Es Congo-Kinshasa. Un pueblo cerca de Bunia. El grupo de Mikael Wiik ha llegado tarde. La gente del pueblo está descuartizada delante de sus casas. Cuerpos sin ropa. Niños con los vientres reventados. Tres miembros del grupo atacante están sentados y apoyados contra la pared de una casa. No se han ido con los suyos y están totalmente aturdidos por las drogas. No parece que sean conscientes de lo que se les acusa. No les molesta el cargado olor a muerte o las nubes de gordas moscas zumbando sobre los cuerpos.
El superior de Mikael Wiik intenta en diferentes idiomas, inglés, alemán, francés. «Levantaos. ¿Quiénes sois?» Siguen apoyados contra la pared, los ojos en una neblina. Al final, uno de ellos coge el arma que estaba en el suelo, a su lado. Quizá tiene doce años, coge su arma y en ese momento le disparan allí donde está.
Después disparan a sus dos compañeros. Los entierran. Informan que todos los hombres de la guerrilla habían huido cuando llegaron al lugar.
A veces caía la lluvia contra los cristales de las ventanas. Si empezaba a llover por la noche cuando dormía, era lo peor. Entonces empezaba a soñar con la estación de lluvias.
Llueve a cántaros durante semanas. El agua baja por las montañas y arrastra el barro. Las pendientes quedan erosionadas. Las carreteras se convierten en ríos de color rojo.
Mikael Wiik y sus compañeros hacen broma porque no se atreven a quitarse las botas ya que los dedos gordos igual se quedan dentro. Cada rozadura es una herida tropical. La piel se ablanda, se pone blanca y se cae a cachos.
El GPS y la radio dejan de funcionar. El equipo no está hecho para esta clase de lluvia. No se puede proteger de ella.
Trabajan bajo el mando de la OTAN. Tienen que proteger una carretera y se han quedado atrapados en un puente. Pero ¿dónde cojones están los franceses? En el grupo sólo son diez y esperan apoyo. Los franceses van a hacer la protección desde la otra parte pero quién está allí ahora no se sabe. Antes, ese mismo día, han visto a tres hombres en traje de camuflaje que desaparecen en la jungla.
Una desagradable sensación de que a su alrededor hay un grupo de guerrilleros se hace cada vez más patente.
Mikael Wiik sacó un paquete de cigarrillos e invitó a los muchachos de Sneyers.
Aquella vez todo se acabó abriendo fuego. No sabe a cuántos mató él. Sólo recuerda el miedo cuando la munición se estaba acabando. La vieja historia que había oído de lo que hacía aquella gente con sus enemigos, eso es lo que lo hacía despertarse por las noches. Fue después de aquello que les dieron la medalla.
Se convirtió en una extraña manera de vivir. Cuando entre operación y operación estaban en la ciudad, iba al bar con sus compañeros. Se sabía que se bebía demasiado, pero nunca antes habían tenido tanta realidad que manejar. La niñas negras, sólo niñas, intentaban acercarse diciendo «mister, mister». Se las podía follar por prácticamente nada pero primero querían beber tranquilos con sus amigos. Así que se las ahuyentaba como si fueran perros y le decían al camarero que había detrás de la barra que se irían a otro lado si no podían relajarse. Entonces el empleado las echaba fuera.
Si querías, siempre había las que esperaban en la calle. Aunque la lluvia cayera a cántaros, se quedaban allí apoyadas contra la pared de la casa. Sólo había que llevárselas al hotel.
En uno de los bares se encontró con un comandante jubilado de la Bundeswehr. Tenía unos cincuenta años y era propietario de una empresa que ofrecía protección a personas y propiedades. Mikael Wiik lo conocía.
– Cuando te canses de arrastrarte por el barro -le había dicho el comandante al entregarle una tarjeta de visita con sólo un número de teléfono. Nada más.
Mikael Wiik sonrió y sacudió la cabeza.
– Cógela -insistió el comandante-. No se sabe en un futuro. Sólo son operaciones aisladas y cortas. Bien pagado. Y mucho más fácil que lo que hicisteis hace una semana.
Mikael Wiik se metió la tarjeta en el bolsillo para acabar con la discusión.
– Pero no estará sancionado por la ONU -había preguntado.
El comandante se echó a reír cortésmente para demostrar que no se lo tomaba a mal. Le dio una palmada en la espalda a Mikael y se fue de allí.
Tres años más tarde, cuando Mauri Kallis fue a ver a Mikael Wiik diciendo que tenía un problema que quería solucionar de una vez por todas, Mikael se puso en contacto con el comandante alemán y le dijo que tenía un amigo que quería utilizar sus servicios. El comandante le dio un número de teléfono al que Mauri podía llamar.
Fue una sensación extraña comprobar que aquel mundo todavía existía. Disturbios, guerrilleros, drogas, malaria, críos con los ojos vacíos. Seguía ocurriendo pero ahora sin él.
«Me retiré a tiempo -piensa Mikael Wiik-. Hay otros que ya no pueden vivir otro tipo de vida. Pero yo tengo novia, una mujer de verdad con un trabajo de verdad. Además, tengo un piso y un buen trabajo, y vivo el día a día tranquilamente.»
Si no le hubiera dado el número de teléfono a Kallis, lo hubiera sacado de cualquier otro sitio. «¿Y qué sé yo para qué lo quiere? Probablemente no lo utilice nunca. Se lo di a principios de diciembre, mucho antes de que mataran a Inna. Y ella… no pudo ser un profesional quien diera cuenta de ella. Todo… tan revuelto.»
Mauri Kallis ingresa 50.000 euros en una cuenta en Nassau, Bahamas. No recibe notificación ninguna, ni de que se ha recibido el ingreso ni de que el trabajo se ha realizado según lo requerido. Nada. Ha dicho que quiere que borren el disco duro de Örjan Bylund, pero cómo lo han hecho no lo sabe.
Una semana después de haber hecho el ingreso, encuentra una noticia en el periódico NSD que dice que el periodista Örjan Bylund ha muerto. Parece como si hubiera sido de enfermedad.
«Ha sido muy fácil y ahora hay que seguir», pensó Mauri Kallis sonriendo cuando su mujer brindó con Gerhart Sneyers.
Con Inna no fue fácil. Durante la última semana había reflexionado más de cien veces sobre las alternativas que había y cada vez llegaba a la conclusión de que no había ninguna. Había sido el paso necesario.
Es jueves, trece de marzo. Dentro de un día Inna Wattrang estará muerta. Mauri está en casa de Diddi. Éste está en la cama, arriba, en el dormitorio.
Ulrika fue a casa de Mauri y Ebba. Lloraba, no llevaba ropa de abrigo, sólo una chaqueta de punto. Llevaba al niño en brazos envuelto en una manta, como una refugiada.
– Tienes que hablar con él. No lo puedo despertar -le dijo Ulrika a Mauri.
Mauri no quería ir. Tras lo de Quebec Invest y de que Diddi le explicara lo del periodista Örjan Bylund, no se relacionaban. Y menos si estaban solos. No. Desde que se han convertido en partners in crime, utilizan toda su habilidad para evitarse el uno al otro. La culpabilidad compartida no los ha unido, todo lo contrario.
Pero allí está, en el dormitorio de Diddi y de Ulrika, observando a Diddi que duerme. No hace ningún intento de despertarlo. ¿Por qué iba a hacerlo? Diddi se ha encogido en posición fetal.
A Mauri le invade una chirriante irritación cuando lo ve.
Mira el reloj y piensa cuánto tiempo tiene que seguir allí hasta que se pueda ir. ¿Cuánto tiempo le hubiera costado despertarlo? No demasiado, seguro.
Y justo entonces, cuando se vuelve para irse, suena el teléfono.
Creyendo que es Ulrika la que llama para preguntar cómo le va, coge el auricular y contesta.
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