Pero no es Ulrika. Es Inna.
– ¿Qué haces ahí? -pregunta.
No se da cuenta de lo diferente que está. Es después, cuando lo piensa. Se pone tan contento de oír su voz.
– Hola -la saluda-. ¿Dónde estás?
– ¿Quién eres? -pregunta con su extraña voz.
Ahora lo nota. Que es otra Inna. Quizá ya lo sepa.
– ¿Qué quieres decir? -pregunta, aunque no quiere saberlo.
– ¡Ya lo sabes!
Inna inspira profundamente en el auricular y después lo suelta.
– Hace un tiempo, un periodista, Örjan Bylund, hizo unas preguntas sobre la salida de Quebec Invest de Northern Explore AB y unas cuantas cosas más. Murió muy poco después.
– Vaya.
– ¡No me vengas con ésas! Primero creí que había sido Diddi, pero no tiene la capacidad suficiente. Sólo ganas de dinero para dejarse utilizar. ¿No es cierto? Te he estado investigando, Mauri. Era más fácil para mí que para el periodista, ya que yo estoy dentro. Has vaciado de dinero las empresas del grupo, grandes cantidades. Gran parte de los conceptos por los que las empresas realizan los pagos es aire. El dinero desaparece en una cuenta secreta en Andorra. ¿Y sabes una cosa? Más o menos a la vez que empezaste a vaciar de dinero las empresas del grupo, se movilizaba el general Kadaga. Unos grupos de salteadores de caminos se le unieron porque, de pronto, allí había abastecimiento. La lealtad sólo se siente hacia el que paga. En noticias que nadie lee fuera de África Central, se dice que las armas entran de contrabando a través de las fronteras para esos grupos. ¡En avión! ¿De dónde sacan el dinero? Y tienen el control en la zona minera de Kilembe. Tú les has pagado, Mauri. Has pagado a Kadaga y a los guerrilleros que se le han unido. De esa manera protegerán tu mina para que no la saqueen y la destrocen. ¿Quién eres?
– No sé qué te ha dado…
– ¿Sabes que más hice? Me vi con Gerhart Sneyers en la Indian Metal Conference, en Bombay. Tomamos unas copas por la noche y le pregunté: «Vaya, así que tú y Mauri estaréis pronto de nuevo con los plátanos en Uganda.» ¿Sabes qué me dijo?
– No -responde Mauri.
Se había sentado en la cama al lado del durmiente Diddi. Toda la situación era irreal.
«Esto no está ocurriendo», le grita alguien por dentro.
– Dijo… ¡nada! Dijo: «¿Qué es lo que Mauri te ha dicho?» La verdad es que me entró miedo. Y por primera vez no se puso pesado con lo de que Museveni era un nuevo Mobutu, un nuevo Mugabe. La verdad es que no dijo ni una sola palabra de Uganda. Te voy a decir lo que yo pienso. Pienso que tú y Sneyers proveéis a Kadaga de dinero y armas y creo que pensáis deshaceros de Museveni. ¿Tengo razón? Si me mientes te juro que le voy a explicar todo lo que sé a algún medio de comunicación hambriento, para que sepan la verdad.
El miedo muerde a Mauri como si fuera un animal.
Traga saliva y respira hondo.
– Es la propiedad de la empresa -dice-. La protejo. Tú, que eres abogada, ¿has oído hablar de actuar en legítima defensa?
– ¿Has oído tú hablar de niños soldados? Les das a esos putos perturbados dinero para drogas y armas. Esa gente que protege tu propiedad porque les pagas secuestran niños y les cortan el cuello a los padres.
– Si la guerra civil no se acaba nunca en el norte -intenta explicar Mauri-, si los disturbios siguen como hasta ahora, nunca habrá tranquilidad entre la población. Generación tras generación los niños serán soldados. Pero ahora, justo ahora, hay una posibihdad de que eso se acabe. El presidente no recibe ayuda. El Banco Mundial la ha congelado. Está debilitado. El ejército no tiene dinero y se ha dispersado. El hermano de Museveni está ocupado saqueando minas en Congo. Con otro gobierno quizá los niños de mañana puedan ser campesinos o mineros.
Inna se queda callada un rato. Ya no parece enojada. Quizá dolorida. Es como una pareja, tras todas las tormentas, por fin deciden tomar caminos diferentes. Entonces empiezan a pensar en todo lo que han pasado juntos y todo no ha sido malo.
– ¿Te acuerdas del pastor Kindu? -pregunta.
Mauri recuerda. Era el pastor de una población minera cerca de Kilembe. Cuando el gobierno empezó con los hostigamientos, una de las primeras cosas que hizo fue dejar de recoger la basura. Dijeron que había huelga pero eran los militares los que amenazaban a los que llevaban los camiones de la basura. Al cabo de sólo unas semanas, la población estaba como bajo una capa de una peste agridulce a basura podrida. Empezaron los problemas con las ratas. Mauri, Diddi e Inna fueron allí. No se dieron cuenta de que aquello era sólo el principio.
– Tú y el pastor organizasteis un grupo de camiones y sacasteis la basura de la ciudad -dijo Mauri. A su voz le acompaña una triste sonrisa-. Volviste haciendo peste. Diddi y yo te pusimos contra la pared de una casa y te limpiamos con agua limpia y una manguera. Las mujeres de la limpieza estaban en la ventana que daba al jardín, riéndose.
– Está muerto. Esos hombres a los que tú pagas lo asesinaron. Después prendieron fuego a su cuerpo y lo arrastraron con un coche.
– Sí, pero eso ¡ha estado ocurriendo todo el tiempo! No seas tan inocente.
– ¡Oh, Mauri!, de verdad que… te respetaba.
Él lo intenta. Hasta el último momento intenta salvarla.
– Ven a casa -le pide-. Así podremos hablar.
– ¿A casa? ¿Eso es Regla? No pienso volver allí en la vida. ¿Es que no lo entiendes?
– ¿Qué piensas hacer?
– No sé. No sé quién eres. El periodista, Örjan Bylund…
– Sí, pero ¿no creerás que yo tengo algo que ver con eso?
– Mientes -dice cansada-. Y ya te he dicho que no mientas.
Oye un claro clic cuando ella corta la comunicación. Parecía como si… parecía como una cabina de las antiguas. ¿Dónde cojones estaba?
Tiene que pensar con claridad. Esto puede acabar mal, muy mal. Si la verdad sale a la luz, entonces…
En la cabeza se le aparecen una serie de imágenes. Cómo se convierte en persona non grata en Occidente. Ningún inversor quiere ser relacionado con él. Aún peores imágenes: investigaciones con la Interpol involucrada. Él mismo ante el Tribunal Internacional por crimen contra la humanidad.
No vale la pena arrepentirse de los pasos que se han dado anteriormente. La cuestión es qué es lo que se tiene que hacer ahora.
¿Dónde cojones estaba? ¿Una cabina telefónica?
Cuando piensa en la conversación, recuerda que realmente había un ruido de fondo…
¡Perros! Un coro de perros aullando, cantando, ladrando. Perros de tiro. Una trailla de perros justo antes de salir.
Y entonces sabe exactamente dónde se encuentra. Ha ido a la casa que la empresa tiene en Abisko.
Cuelga el teléfono con cuidado. No quiere despertar a Diddi. Después coge el auricular otra vez y lo limpia con la sábana de la cama de Diddi.
Ester empujó la cazuela vacía de macarrones y la dejó debajo de la cama. Que se quedara allí. Se puso la ropa oscura que llevó en el entierro de su madre, un polo y un par de zapatos Lindex.
Su tía hubiera querido que llevara falda pero no tuvo ganas de insistir. Ester estaba más callada de lo normal y no era sólo por tristeza. Rabia también. Su tía había intentado explicárselo.
– No quería que te lo dijéramos porque ella quería que pintaras para la exposición. Que no te preocuparas. La verdad es que nos prohibió decírtelo.
Así que no le dijeron nada. Hasta que fue completamente necesario.
Es la inauguración de la exposición de Ester. Hay mucha gente bebiendo vino caliente y comiendo galletas de jengibre. Ester no entiende cómo pueden ver las pinturas pero quizá ésa sea la intención. Dos periódicos la entrevistan y le hacen fotos.
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