Gregory, Philippa, 1954-
Sendas oscuras : (La Orden de la Oscuridad IV) / Philippa Gregory ; traducción Gina Orozco. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2020.
292 páginas ; 17 x 23 cm.
ISBN 978-958-30-6123-3
1. Novela histórica 2. Novela estadounidense 3. Misterio - Novela 4. Inquisición - Novela I. Orozco Velásquez, Gina Marcela, traductora II. Tít.
813.54 cd 22 ed.
A1661254
CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango
Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., septiembre de 2020
Título original: Dark Tracks (Order of Darkness IV)
© 2018 Simon & Schuster UK Ltd., 1er piso,
222 Gray’s Inn Road, Londres, WC1X 8HB, A CBS Company
© 2018 Philippa Gregory
© 2019 Panamericana Editorial Ltda., de la versión en español
Calle 12 No. 34-30. Tel. (57 1) 3649000
www.panamericanaeditorial.com
Tienda virtual: www.panamericana.com.co
Bogotá D. C., Colombia
Editor
Panamericana Editorial Ltda.
Edición
César A. Cardozo Tovar
Mapas e ilustraciones
© Fred van Deelen
Traducción del inglés
Gina Marcela Orozco Velásquez
Diseño de carátula
Luz Tobar, Martha Cadena
Guardas
Fra Mauro, monje de la Orden de la Camáldula,1449. © DEA/F. FERRUZZI/ Getty Images
Fotografías de carátula
© Shutterstock: Tony De Laender, Anton_Ivanov
Diagramación
Martha Cadena
ISBN 978-958-30-6123-3 (impreso)
ISBN 978-958-30-6340-4 (epub)
Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.
Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A.
Calle 65 No. 95-28. Tels. (57 1) 4302110-4300355. Fax: (57 1) 2763008
Bogotá D. C., Colombia
Quien solo actúa como impresor
Impreso en Colombia - Printed in Colombia
Cerca de Linz, Austria,
marzo de 1461
UN ALARIDO FURIOSO salió del interior de la choza del leñador. La mujer, que estaba regresando con dificultad del arroyo con una pesada cubeta de agua helada en cada mano, levantó la cabeza y lanzó un grito en respuesta. Algo en su tono enfureció al hombre, si bien él siempre estaba al borde de la furia, y, cuando la mujer apoyó una de las cubetas chorreantes en el terreno fangoso que había frente a la edificación destartalada, se abrió la tosca puerta de madera, y el leñador salió con su camisa sucia medio abierta y sus gruesos pantalones ondeando. El hombre la sujetó del brazo libre para inmovilizarla y procedió a abofetearla con fuerza. La mujer se tambaleó por el golpe, pero apretó la mandíbula para contener el dolor y se mantuvo de pie con la cabeza agachada, como un buey adiestrado.
El hombre acercó su cabeza a la de ella y le gritó, rociando saliva sobre su rostro impasible. Luego la soltó y, en un arrebato, pateó las dos cubetas en el fango; ahora tendría que ir de nuevo al arroyo y traer más agua. El leñador se rio, como si la idea de su inútil trabajo fuera lo único divertido en aquel mundo tan amargamente duro, pero su risa se desvaneció en cuanto la vio.
La mujer no estaba presionando su mejilla abofeteada con la palma fría de su mano, ni estaba sollozando con la cabeza inclinada. Tampoco estaba alejándose de él, ni recogiendo las cubetas vacías que rodaban por el suelo. Había extendido sus brazos de par en par y estaba chasqueando los dedos al ritmo de un tambor que solo ella podía oír.
—¿Qué haces, mujer? —preguntó él—. Oye, tonta, ¿qué crees que estás haciendo?
La mujer tenía los ojos cerrados, como si sus sentidos solo pudieran percibir el suelo liso de madera, la luz de las velas, las paredes limpias y blanqueadas, y el olor fresco de un granero despejado y listo para un baile de verano. Tenía la cabeza inclinada, como si estuviera oyendo el repiqueteo de una pandereta y la melodía tentadora e irresistible de un violinista. Mientras el leñador la miraba con sumo desconcierto, la mujer levantó el ruedo de su vestido harapiento, lo extendió y comenzó a bailar, preciosa como una niña.
—¡Ya te haré bailar!
El hombre comenzó a acercarse a ella, pero la mujer no se apartó de él. En su lugar, dio tres pasos hacia la izquierda, un saltito y luego tres pasos hacia la derecha. Enseguida giró como si un compañero de baile galante le estuviera dando vueltas. Ignorando el fango helado que cubría sus pies descalzos, la mujer comenzó a hacer la parte del baile en la que las mujeres pasean alrededor del salón y, como si la estuvieran observando unos admiradores, mantuvo la cabeza en alto, con los ojos ciegos a las ramas deshojadas de los árboles y al cielo frío que se extendía sobre ellos.
El leñador apoyó sus pesadas manos sobre los hombros de la mujer y la sintió contonearse al percibir su contacto, como si estuviera a punto de bailar con ella. El hombre intentó llevarla al interior de la choza, pero ella solo bailó hacia la puerta abierta, le hizo una reverencia al sucio interior y se apartó de nuevo bailando. El hombre apretó su puño para golpearla hasta dejarla inconsciente, pero algo en su rostro sonriente y soso lo hizo dudar; sintiéndose repentinamente impotente, dejó caer su mano a un costado.
—Te has vuelto loca —dijo perplejo—. Siempre has sido una loca, pero ahora has perdido el juicio y serás nuestra ruina.
Liezen, Austria,
abril de 1461
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