En 1984 nació Antte. En realidad no necesitaban más. Hubiera sido suficiente con Antte. Sabía llevar una motonieve por una grieta en el hielo sin caerse dentro, sabía dominar a los perros, una mezcla de ternura y frialdad que hacía que se esforzaran en trabajar o correr veinte kilómetros para encontrar un reno que se había escapado. Nunca tenía frío y acompañaba a mi padre para trabajar con los renos. Tampoco insistía en quedarse en casa para jugar con el ordenador como hacían muchos de sus compañeros.
Mientras mi padre y Antte estaban en las montañas, mi madre pintaba. Eran encargos que le había hecho Mattarahkka: zorros, perdices, alces, renos y cerámica. No contestaba al teléfono y se olvidaba de comer.
Mi padre y Antte podían llegar a una casa fría como el hielo y no haber nada en la nevera. Naturalmente, que lo primero que tuvieran que hacer, cansados y sucios, fuera sentarse en el coche e ir hasta la ciudad a comprar no estaba bien. Ella para eso no servía. Por ejemplo, cuando Antte y yo íbamos a la escuela, se le decía con bastante tiempo de antelación: el jueves hacemos una excursión adonde sea. Tenemos que llevarnos la comida. Y ella, llegaba el día, y no preparaba nada. El jueves por la mañana, allí estaba rebuscando en la nevera mientras el taxi de la escuela esperaba. Así que nos llevábamos lo que había. Por ejemplo, bocadillos con rodajas de albóndiga de pescado. En la escuela, los otros niños hacían gestos de vomitar cuando nosotros sacábamos la comida. Antte pasaba vergüenza. Yo lo veía porque se le ponían las mejillas rojas, manchas carmesíes en su piel blanca casi como el zinc, y las orejas calientes a contraluz, en las que se le veían las venillas, pequeños árboles de color cadmio. A veces, ostensivamente, tiraba lo que ella le había preparado y se pasaba el día hambriento y enfadado. Yo me lo comía. En ese sentido, yo era como ella. No me importaba demasiado lo que me metía dentro. Tampoco me preocupaban los compañeros de clase y la mayoría me dejaba en paz. El peor era uno a quien le tenían manía. Se llamaba Bengt. No tenía amigos y era de los que me gritaba, me daba collejas y empezaba la gresca:
– ¿Sabes por qué eres tan tonta? ¿Lo sabes, Kallis? Porque tu madre estaba en el manicomio y tomaba un montón de medicamentos que te dañaron el cerebro. ¿Te enteras? Y uno de esos que cuecen curry se la metió. Uno que cuece curry.
Gritaba mirando de reojo a los otros chicos con sus acuosos ojos azules. Una mirada de perseguido, que se le veía todo el iris, acuarela de cobalto diluido. Pero ¿de qué le servía? Estaba en lo más bajo de la escala social del colegio, junto a mí, aunque daba más pena porque a él eso sí le preocupaba.
A mí no. Yo ya era como ella. Ella, a la que en lapón yo la llamo eatnážan, madrecita.
Completamente ocupada en lo que ven los ojos. Todo a mi alrededor, la gente que en realidad está viva y llena de sangre, los animales con sus pequeñas almas, todas las cosas y las plantas, las relaciones entre ellos, todo eso son líneas, colores, contrastes, composiciones. Todo está dentro del rectángulo. Pierden: saber, olor y una dimensión. Pero si soy lista, gano y lo veo. Incluso si me observo a mí misma.
Así era ella, siempre un paso por detrás para observar. En marcha. Más o menos ensimismada. Recuerdo algunas cenas. Mi padre fuera, en algún trabajo. Ella había preparado algo rápido. Durante la cena estaba completamente callada pero Antte y yo éramos niños y solíamos pelearnos cuando estábamos sentados a la mesa. Quizá alguna vez tirábamos un vaso de leche o algo así y entonces, de pronto, suspiraba profundamente. Como de tristeza, porque habíamos interrumpido sus pensamientos, por obligarla a regresar. Antte y yo nos quedábamos callados mirándola como si de pronto un muerto se empezara a mover, cuando limpiaba la leche, brusca y de mal humor. A veces no tenía ganas y llamaba a uno de los perros para que la lamiera.
Hacía todo lo que debía, limpiaba, cocinaba, lavaba la ropa pero sólo las manos se ocupaban del quehacer. La mente la tenía en alguna otra parte, muy lejos. A veces mi padre intentaba enfadarla.
– Esta sopa está demasiado salada -se quejaba, y apartaba el plato.
Pero ella no se ofendía. Era como si otra persona hubiera cocinado aquella incomestible comida.
– ¿Quieres que te haga un bocadillo? -le preguntaba.
Si él se quejaba de que la casa estaba revuelta, ella se ponía a recoger. Quizá fue mi padre quien decidió que me acogieran. A ella le dijo que necesitaban dinero. Quizá ella opinara lo mismo pero, ahora que lo pienso, creo que él inconscientemente creía que un recién nacido la obligaría a volver a este mundo. Como cuando Antte era pequeño. Entonces sí que estuvo presente. Quizá con otra criatura volvería a ser una auténtica esposa.
Él le quería abrir las puertas pero no sabía cómo y pensó que yo podía ser el puente que se la devolviera a él y a Antte, pero ocurrió lo contrario. Ella pintaba y yo, tumbada sobre el suelo del taller, dibujaba.
– Pero ¿a ti qué es lo que te pasa? ¡Sal fuera a respirar aire fresco! -me ordenaba mi padre y se iba dando un portazo.
Yo no entendía por qué estaba tan enfadado si yo no había hecho nada malo.
Ahora sí que entiendo su irritación. Ya entonces la entendía, pero me faltaban las palabras. Aunque la pintaba. En mi habitación, en la buhardilla de la casa de Mauri, tengo casi todas las pinturas y dibujos. Hay un pastiche de Elsa Beskow. Cuando lo hice ni siquiera sabía qué significa la palabra pastiche.
Representa una madre y una niña que recogen arándanos. Un poco apartado, entre unos nudosos abedules, hay un oso que las mira. Se ha levantado y la cabeza le cae un poco pesada y torpe. La mirada es difícil de entender. Si tapo la mitad de la cara del oso con la mano, tiene diferentes expresiones. Una mitad es de enfado, la otra de tristeza.
Dios mío, el oso se parece tanto a mi padre que tengo que reírme. También es igual que Antte. Es ahora cuando me doy cuenta.
Recuerdo a Antte en el quicio de la puerta del taller de mi madre. Tiene once años y yo siete. Mi madre está escogiendo cuadros. Va a colgar cinco en una galería de Umeå y le resulta difícil decidirse. Me pregunta lo que opino.
Pienso y señalo. Mi madre asiente con la cabeza y cavila.
– Creo que deberías escoger éstos -dice Antte, que asoma por la puerta.
Señala otros cuadros diferentes a los que yo he elegido y nos mira altivo y peleón, ahora a mi madre, ahora a mí.
Mi madre se decide por los que yo he señalado y allí se queda Antte, en el quicio de la puerta, con su cabeza de oso colgando.
Pobre Antte. Creía que mi madre iba a elegir entre él y yo y, en realidad, eligió el arte. Nunca se le ocurriría elegir algo peor sólo por contentarlo. Así de fácil. Y de difícil.
Lo mismo pasaba con mi padre. Y él, en el fondo, lo sabía. Se sentía solo en lo que se refería a la casa, los niños, la cama, los vecinos, los renos y los asuntos de los lapones.
Recuerdo una vez antes de empezar la escuela, cuando mi padre y Antte se fueron una mañana muy pronto, cómo la ayudé a buscar el anillo de bodas en la cama grande. Se lo quitaba por la noche cuando dormía.
Ahora ya no está, pero cuando el cuerpo dejó de obedecerle tuvo que ser lo peor.
Antes de eso, se quedaba en el taller trabajando hasta altas horas de la noche. Poco rentable teniendo en cuenta los pedidos que le hacía Mattarahkka y una tienda de Luleå, que vendía sus joyas de plata y animales de cerámica.
Yo intentaba hacerme invisible. Me quedaba sentada en la escalera que subía al primer piso, donde estaba la vivienda de dos dormitorios y una cocina, contemplando la antigua sala de espera. Nuestra casa estaba llena de olores. Viejos y nuevos. En invierno y con treinta grados bajo cero no se ventila. Huele a cerrado y a perros mojados. Huele a carne cocida y está el cortante olor a piel de reno vieja, ese que tiene cuando la grasa se ha puesto un poco acida. En el taller había muchas cosas de piel de reno de cuando ella era pequeña. Cunas pequeñas, zapatos de invierno, mochilas y pieles. Por la noche, con el silencio aparecía también el olor de la trementina y de las pinturas, o el olor del barro que utilizaba para la cerámica. Conocía la escalera palmo a palmo y bajaba escalón tras escalón sin que se oyera nada, evitando los trozos que pudieran crujir. Bajaba la manilla de la puerta del taller con sumo cuidado. Me quedaba sentada en el recibidor y la veía a ella a través de la rendija de la puerta. Yo observaba su mano, la manera en que se movía por la tela. Con movimientos circulares amplios, largos trazos con el pincel grueso. Las diferentes marcas con el cuchillo de pintor. El delicado baile del pincel de pelo de marta cuando, miope, se inclinaba hacia adelante añadiendo pequeños detalles, una hierba que sobresalía del manto de nieve, o una pestaña sobre el ojo de un reno.
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