– Ni hablar -respondió Sven-Erik-. Pensó en una cosa antes que tú y eso lo puedes soportar, ¿no?
– No -replicó Anna-Maria sólo medio seria.
Al cabo de doce minutos el buzo salió a la superficie. Se quitó el regulador de la boca.
– No he podido ver nada en el fondo -dijo-, pero encontré esto aunque no sé si es algo. Flotaba debajo del hielo a quince metros del agujero, debajo de la cabaña.
Tiró sobre el hielo un bulto de tela. El encargado de la cuerda y el buzo de reserva ayudaron a su compañero a salir mientras Anna-Maria y Sven-Erik desdoblaban el bulto.
Era una gabardina de hombre, de popelina color beige. A prueba de viento, con cinturón y un ligero forro.
– No tiene por qué ser algo.
Tenía entre las manos una taza de café caliente.
– La gente tira cualquier mierda al agua -dijo-. Joder lo que hay ahí abajo. Envases de albóndigas congeladas, bolsas de plástico…
– Creo que es algo -dijo Anna-Maria al cabo de un rato.
En la hombrera izquierda de la gabardina había unas débiles manchas de color rosa claro.
– ¿Sangre? -preguntó Sven-Erik.
– ¡Dios te oiga! -exclamó Anna-Maria mientras levantaba las manos en un gesto de oración ficticia a los poderes superiores-. Ojalá sea sangre.
18 de Marzo de 2005
Una avenida de tilos que conducía hasta la casa de Mauri Kallis, la Heredad Regla, recorría el kilómetro y medio que había desde la carretera. Los árboles eran viejas damas de más de doscientos años, huesudas aunque gráciles, y algunos de ellos huecos como robles. Estaban ordenados a pares, dos a dos, instruyendo a los visitantes que aquí reinaba un orden de muchos cientos de años. Aquí uno se sentaba bien a la mesa a la hora de comer y observaba unas formas corteses y esmeradas.
Al cabo de un kilómetro, la avenida acababa en una verja. A otros cuatrocientos metros otra verja, que estaba montada en un muro de obra vista encalado, rodeaba la zona del patio. Las verjas de hierro eran unos buenos trabajos de herrero, de dos metros de alto, que se abrían con control remoto instalado en los automóviles de la gente que vivía allí. Por el contrario, las visitas tenían que esperar en la parte de afuera de la verja y llamar al portero automático.
El edificio principal era una casa de piedra de color blanco con el tejado negro de pizarra, columnas a los dos lados de la entrada, alas y vitrales. La decoración era básicamente de la segunda mitad del siglo xvi. Sólo en los baños se había roto el estüo pasando al totalmente moderno diseño de Philippe Starck.
Regla era un lugar tan bello que los primeros veranos Mauri apenas podía soportarlo. Era más fácil en invierno. A menudo, en verano le acosaba la sensación de irrealidad cuando corría en coche o paseaba por la avenida. La luz se filtraba a través de las copas de los tilos y caía sobre el camino como una melodía. Casi podía sentir asco de aquel idilio pastoral en el que vivía.
Mauri Kallis estaba tumbado despierto en su dormitorio en el segundo piso. No quería mirar el reloj porque si eran las seis menos cuarto tendría que levantarse al cabo de un cuarto de hora y, en ese caso, era demasiado tarde para volverse a dormir. Por otra parte, quizá aún faltaba una hora para levantarse. Miró el reloj, siempre lo hacía al final. Las cuatro menos cuarto. Había dormido tres horas.
Tenía que dormir más, si no cualquiera se daría cuenta de que todo podía irse al infierno. Intentó respirar tranquilo y relajarse. Le dio la vuelta a la almohada.
Cuando consiguió llegar a un estado de duermevela, volvieron los sueños.
En el sueño estaba sentado al borde de la cama. Su habitación era igual que en la realidad. Amueblada austeramente con un pequeño y ligero escritorio con detalles de marquetería y la bonita y gastada silla gustaviana con apoyabrazos tapizados. Su vestidor, construido a propósito, era de nogal y cristal esmerilado, donde los trajes y las camisas colgaban bien planchados en línea, y los zapatos hechos a mano estaban en un armario especial hecho de un bloque de madera de cedro. Las paredes estaban pintadas del color del aceite de lino, azul pálido satinado. Había dicho que no quería cenefas ni pinturas decorativas cuando su mujer decidió renovar la casa.
Pero en el sueño vio la sombra de Inna en la pared. Y cuando volvió la cabeza estaba sentada en el alféizar de la ventana. Detrás de ella no brillaba la ría Mälaren. Al contrario, a través de la ventana vio los contornos de Terrassen, los altos edificios donde se crió.
Ella se rascaba y se arañaba la herida acuosa con forma de cinta alrededor del tobillo. La carne se le quedaba debajo de las uñas.
Volvía a estar completamente despierto. Oía los propios latidos de su corazón. Tranquilo, tranquilo. No puede ser, ya no lo soporta, tiene que levantarse.
Encendió la lámpara y apartó el edredón como si fuera el enemigo. Se sentó al borde de la cama y se puso de pie.
«No pensar en Inna. Ya no está. Regla sí. Ebba y los chicos. Kallis Mining.»
Él tenía la culpa. Intentaba pensar en los chicos, pero no podía. Sus nombres reales le parecían absurdos y ajenos, Carl y Magnus.
Cuando eran pequeños iban en sus caros cochecitos. Él siempre estaba fuera, de viaje. No los echaba nunca de menos. Por lo menos, no que él recordara.
En ese mismo momento oyó un fuerte golpe en el desván que había encima. Después otro golpe.
«Ester -pensó-. Ya está otra vez en marcha con sus pesas.»
Dios, parecía que iba a caerle encima el techo entero.
Fue Inna la que introdujo a Ester en su vida.
– Tienes una hermana -le dice.
Están sentados en el lounge de SAS en el aeropuerto de Copenhague, camino de Vancouver. Fuera parece que sea verano pero los vientos son todavía fríos. En menos de un año estará muerta.
– Tengo tres -contesta Mauri con una voz fría con la que indica que aquella conversación no le interesa.
No le apetece pensar en ellos. Su hermana mediana vino al mundo cuando él tenía nueve años. Al año los de los Servicios Sociales se la llevaron. A él lo fueron a buscar al cabo de otro año.
Suele intentar tener apartados los pensamientos de cuando era niño en Terrassen, el lugar donde los Servicios Sociales de Kiruna tenían viviendas para la gente que no podía tener contrato de alquiler propio. Las voces chillonas y el ruido de peleas y gritos que constantemente traspasaban las paredes pero sin que nunca nadie llamara a la policía. Las pintadas de la escalera que jamás se limpiaban y la sensación de desesperanza que se pegaba alrededor de los edificios.
Hay recuerdos en los que no piensa nunca. La voz de una niña llorando que está de pie en la cuna. Mauri tiene diez años, coge la chaqueta y sale del piso dando un portazo. Ya no puede seguir oyéndola. La voz atraviesa la puerta cerrada y lo acompaña cuando baja la escalera. El sonido de sus propios pasos rebota contra las paredes de la entrada. En casa de un vecino suena Rod Stewart. Del cuarto de las basuras sale una peste dulzona a podrido. Hace dos días que no ve a su madre pero ya no le quedan fuerzas para seguir cuidando de la cría. Y los polvos para el biberón se han acabado.
Su hermana pequeña tiene quince años menos que él. Nació cuando Mauri ya vivía con la familia de acogida. Dejaron que su madre se hiciera cargo de ella durante un año y medio con ayuda de los de los Servicios Sociales. Después, su madre se puso tan mal que la ingresaron en un hospital y entonces también se llevaron a su hermana pequeña.
Mauri vio a sus hermanas en el entierro de su madre. Fue solo a Kiruna en avión. No dejó que los niños y Ebba lo acompañaran. Inna y Diddi no se ofrecieron.
Estaban él y sus dos hermanas, un cura y el jefe médico del hospital.
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