«Problemas -pensó-. Será mejor estar preparado.»
Mauri Kallis miraba por la ventanilla.
«Hubiera querido tocarla», pensó.
Intentaba recordar las veces que lo había hecho. De verdad, una caricia real.
En esos momentos sólo recordaba una vez.
Es el verano de 1994. Hace tres años que se ha casado. El niño mayor tiene dos, el pequeño unos meses. Mauri está junto a la ventana del salón pequeño tomando un whisky, mirando hacia abajo, hacia la casa de Inna, la antigua lavandería que, por fin, han acabado de renovar.
Sabe que Inna acaba de llegar a casa de una visita que ha hecho a unas instalaciones para la preparación de la extracción de yodo en el desierto chileno de Atacama.
Ha cenado con Ebba. La niñera acaba de acostar a Magnus y Ebba le pone a Carl en los brazos. Coge al bebé. No sabe exactamente qué es lo que espera ella de él, así que mantiene fija la mirada en el niño y no dice nada. Ebba parece que se queda contenta con aquello. Al cabo de un momento le duelen la nuca y los hombros, quiere que lo sujete ella pero aguanta. Después de una eternidad Ebba le coge al niño.
– Voy a acostarlo -le explica-. Tardaré una hora. ¿Me esperas?
Él promete esperarla.
Después se queda allí junto a la ventana y de pronto empieza a echar de menos a Inna intensamente.
«No me quedaré mucho rato -se miente a sí mismo-. Sólo voy a ver cómo ha ido por Chile. Me da tiempo de estar de vuelta antes de que Ebba haya dormido a Carl.»
Inna ha deshecho las maletas. Parece sinceramente contenta de verlo. Él también se alegra. Contento de que trabaje para él. Contento de que viva en Regla. Ella tiene un sueldo alto y un alquiler bajo. En sus malos momentos aquello le enfada y hace que se sienta inseguro. Entonces le hace sufrir la sensación de que la está comprando.
Pero cuando está con ella, nunca se siente así.
Empiezan con el whisky que él ha llevado hasta allí. Después fuman un poco, se ponen un poco tontos y les da por bajar a bañarse. Pero se arrepienten y se quedan tumbados sobre el césped, abajo, junto al antiguo embarcadero. Lo que queda de sol vibra a los lejos, en el horizonte, desaparece. El cielo se vuelve negro y Mauri Kallis percibe en los ojos la suave luz de las estrellas que siempre le despiertan unos pensamientos vertiginosos sobre el infinito.
«Así tendría que ser siempre -piensa Mauri-. Siempre que no trabajo. ¿Por qué se ha de casar uno? Seguro que no es por tener sexo gratis. El sexo con tu propia mujer es el sexo más caro que se puede tener. De verdad. Lo pagas toda la vida.»
Cuando se casó con Ebba se posicionó respecto a Inna. Incluso, durante un tiempo, Inna dejó de ser tan importante para él. Era difícil precisarlo, pero su relación de fuerzas con los hermanos Wattrang cambió. Fue menos dependiente. Ya no trabajaba los fines de semana para que no se imaginaran que le preocupaba que no lo invitaran a lo que ellos fueran a hacer.
Devuelve lo que le quitó a Inna aquella vez. En ese preciso momento considera que aquello no puede seguir así.
Se vuelve hacia ella y la mira.
– ¿Sabes por qué me casé con Ebba? -le pregunta.
Inna está dando una calada al cigarrillo y no puede contestar.
– O, mejor dicho, ¿por qué me enamoré de ella? -añade Mauri-. Porque cuando era pequeña, tenía que andar un kilómetro hasta la parada del autobús escolar.
Inna expele el humo a su lado.
– Es verdad. Cuando era pequeña vivían en Vikstaholm. Después tuvieron que vender aquello, pero bueno… a alguien como yo… lo que decía… a un nuevo rico… Pero así fue.
Le cuesta tanto seguir el hilo del relato que Inna se echa a reír a su lado. Él continúa:
– Iba a la escuela en autobús y una vez me explicó cómo andaba aquel kilómetro que había de distancia entre el castillo y la carretera. Decía que recordaba las palomas zurita que arrullaban y chapoteaban entre los matorrales cuando ella pasaba sola por la mañana por el camino de grava. Me dejó fascinado. La imagen de aquella chiquilla andando con un maletín colgado de una correa en el hombro en dirección a la carretera. Y el silencio de la mañana roto por el arrullo de las palomas.
Es un cerdo y lo sabe en cuanto las palabras abandonan su boca. Le corta la cabeza a Ebba y se la sirve en bandeja de plata a Inna. Aquella imagen ha sido una cosa pequeña pero sagrada. Ahora la ha arrugado hasta convertirla en basura.
Pero Inna no piensa nunca como él cree. Deja de reír y señala algunas constelaciones que reconoce y que ahora deberían verse con mayor claridad.
Después dice:
– La verdad es que me parece un motivo extraordinario para casarse con alguien. Quizá el mejor que he oído nunca.
Se pone de lado y lo mira. Nunca han tenido relaciones sexuales. De alguna manera, ella le ha hecho sentir que tienen algo en común mayor que eso. Son amigos. Sus novios, o lo que quiera que sean, vienen y van. Mauri nunca será un ex.
Se quedan allí tumbados cara a cara. Él le coge la mano. Ha fumado y, de pronto, se siente lleno de la sensación de que el amor no le hace vulnerable. No cuesta nada amar. Se convierte uno en Gandhi, Jesús o el cielo estrellado.
– Oye… -le dice.
Después su pensamiento se va corriendo a buscar, en vano, las palabras que nunca utiliza.
– Estoy muy contento de que te hayas venido a vivir aquí -le dice finalmente.
Inna sonríe. A él le gusta que sonría y esté callada. Que no diga: «Yo también estoy contenta» o «Eres encantador». Él ha aprendido lo cerca que ella tiene esas palabras. Le suelta la mano antes de que ella tenga tiempo,de decir nada.
Anna-Maria Mella se hundió en el sillón de las visitas de Rebecka Martinsson. Eran las dos y cuarto de la tarde.
– ¿Qué tal va todo?
– No muy bien -respondió Rebecka con una media sonrisa-. Estoy bloqueada.
«Y no recibo ningún e-mail de Måns», pensó mientras miraba de reojo el ordenador.
– Uno de esos días, ¿eh? Haces un montón y después lo conviertes en tres montones nuevos. Pero ¿no tenías tribunales esta mañana?
– Sí, y ha ido bien. Sólo que esto…
Rebecka hizo un gesto hacia los expedientes y los papeles que cubrían todo su escritorio.
Anna-Maria le sonrió pícara a la vez que exclamaba:
– ¡Qué diablos! Esta conversación está tomando un cariz equivocado. Lo que había pensado yo es que siguieras ayudándonos en el caso de Inna Wattrang.
Rebecka Martinsson se puso contenta.
– Muy bien -respondió-. Tú pide.
– Me gustaría que te enteraras de cosas sobre ella. Es decir, todo lo que sale en los registros. La verdad es que no sé lo que estoy buscando…
– Algo fuera de lo normal -añadió Rebecka-. Pagos, hechos y recibidos, la venta inesperada de alguna propiedad. ¿Miro también qué intereses económicos tenía en Kallis Mining? ¿Entró como inversora privada? ¿Ha vendido o comprado de forma extraña? ¿En qué ganó y en qué perdió?
– Sí, por favor -respondió Anna-Maria levantándose-. Tengo que ir al baño. Pensaba ir a la cabaña donde la mataron, así que saldré ahora antes de que se haga oscuro.
– ¿Puedo ir contigo? -preguntó Rebecka-. Sería interesante verlo.
Anna-Maria apretó los dientes e hizo una rápida elección. Cierto que debería negarse, ya que Rebecka no tenía nada que ver con el lugar del crimen. Además, había riesgo de que le diera un ataque. ¿Qué podía provocarle el hecho de que se hubiera cometido un asesinato en una cabaña? Era imposible adivinarlo. Anna-Maria no era psicóloga. Por otra parte, Rebecka era una tía legal y colaboraba en la investigación. De lejos, tenía muchos más conocimientos en economía que ningún otro en su grupo. Ni soñar que alguien de los de Delitos Económicos dedicara el mínimo tiempo a buscar algo que Anna-Maria no supiera qué era exactamente. Además, Rebecka era una persona adulta y responsable de su propia salud.
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