David Serafín - Puerto de Luz

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Al anunciarse una visita preelectoral del presidente del Gobierno a Canarias, el ministro del Interior envía al comisario Luis Bernal y su grupo de la Brigada Criminal a la isla de Gran Canaria para reforzar las medidas de seguridad.
Es una misión que satisface a Bernal, puesto que su amante, Consuelo Lozano, ha sido destinada discretamente a una sucursal de su banco en Las Palmas, a la espera del nacimiento de su hijo, sin embargo, coincidiendo con una serie de confusos incidentes, Consuelo es secuestrada por una pandilla de independentistas… ¿Logrará el comisario garantizar debidamente la seguridad del presidente y, a la vez, rescatar a su querida Consuelo? ¿Hay alguna relación entre ambas cosas?
Con su maestría habitual, David Serafín (seudónimo de Ian Michael) nos ofrece una trama apasionante y una intriga de altos vuelos protagonizada por el popularísimo comisario Bernal.

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El inspector le ofreció la carpeta sin decir nada y esperó en silencio que el juez, tieso como un palo, leyera los documentos. Cuando terminó de hacerlo, dejó con gravedad la carpeta sobre la mesa.

– Entonces, ¿qué cree usted, Guedes? La herida de la frente se la hicieron cuando aún estaba vivo, según demuestran los escasos signos vitales en torno a la herida; luego le ahogaron, quizá mientras todavía estaba inconsciente del golpe. Pero ¿sería un accidente? ¿Tropezó en la baranda de la embarcación, quedó aturdido y cayó luego al mar? ¿O alguien le atacó, le golpeó y luego le ahogó? Por lo que parece, el patólogo no puede ayudarnos a aclarar esos extremos.

– Debería mirar los detalles de los análisis del laboratorio de los órganos de la víctima, señor juez. Creo que si son exactos nos pueden llevar a cierta conclusión…

El viejo juez miró fijamente al joven inspector, alzó de nuevo la carpeta y fue pasando las hojas hasta llegar al informe del laboratorio.

– Quizá le interese centrarse en el análisis del contenido de los ventrículos -sugirió el inspector.

El juez encendió un puro canario mientras empezaba a descifrar el lenguaje técnico del informe. Soltó luego una súbita exclamación:

– ¡Qué extraño! Aparece muerto en agua de mar poco profunda y la prueba Gettler indica que se ahogó en agua dulce. ¿Cómo puede ser? -el juez dirigió a Guedes una mirada inquisitiva.

– Les pediré que repitan la prueba, señor juez. Pero, como ve, el informe preliminar indica claramente que le ahogaron en agua que no tenía sal, y no en cualquier agua dulce sino precisamente en agua potable filtrada.

– Entonces es un caso de homicidio deliberado -dijo el juez con gravedad-. De otro modo, no podría explicarse esta combinación de factores. Pero ¿se cometió el homicidio a bordo de un barco o en tierra firme? Según yo lo veo, ése es el problema.

– Pediré también al laboratorio que hagan nuevos análisis de las muestras de agua tomadas de la víctima -dijo el inspector-. Las cantidades de cloro, fluoruro y otros aditivos debieran indicarnos si el agua es o no de las cañerías de la ciudad.

– Recuerde que en la isla hay diversas fuentes de abastecimiento de agua, inspector. ¿Servirá de algo descubrir que procede de las tuberías de abastecimiento del puerto? Si los barcos se abastecen de agua potable antes de zarpar, ¿no es probable que sea la misma agua que sale de un grifo en tierra?

Pese a sus años, el viejo juez todavía era agudo, pensó Guedes, recordando que la familia del juez era la propietaria de la mitad de las represas subterráneas de la zona suroeste del interior de Gran Canaria.

– Sin embargo, el laboratorio ha de hacer análisis del tipo de agua dulce hallada en los pulmones del finado -dijo el juez-; porque no todos los barrios se abastecen del mismo depósito. Depende de su altura relativa sobre el nivel del mar. Dígales que pidan a la compañía de aguas muestras de las diferentes fuentes que abastecen Las Palmas, incluida la del puerto, naturalmente.

– Así lo haré, señor juez. Y repasaremos también la lista de personas desaparecidas, aunque hasta ahora no hemos encontrado nada. He ordenado a mis hombres que pregunten en toda la zona del puerto casa por casa, mostrando las fotografías que se hicieron al cadáver. Aunque me temo que la identificación resultará difícil, dado el estado de los ojos y la cara después de la inmersión.

– ¿Y qué hay de los barcos que llegaron o salieron de puerto durante las últimas veinticuatro horas? -preguntó el juez-. ¿Se ha puesto usted en contacto con los capitanes?

– El capitán de puerto ha comunicado por radio con los capitanes de los que zarparon y personalmente con los que siguen en puerto. Nada, ningún desaparecido.

– Ya -dijo el juez con un suspiro-. Bien, siga adelante con la investigación, inspector. ¿Han conseguido tomar las huellas dactilares?

– El patólogo está intentando obtener huellas dérmicas.

– Supongo que habrá hecho examinar la dentadura. ¿Alguna pista por ahí?

– Conservaba casi todas las piezas naturales, algunas muelas muy cariadas. Pero ni el menor indicio de que le hubieran realizado ningún trabajo odontológico. Al parecer, sólo iba al dentista para extracciones.

– Debería enviar copias de la dentadura a los dentistas de la isla por sí alguno la reconociera. ¿Y qué me dice de la ropa? ¿Alguna pista?

– Aparte las extrañas perforaciones del bolsillo superior del chaleco, nada fuera de lo normal. Seguramente la camisa es de fabricación surcoreana, de las que se venden a cientos en los baratillos y bazares. Los pantalones no llevan etiqueta, aunque son de un tipo de algodón grueso muy corriente. Son esos agujeros del bolsillo del chaleco lo que me preocupa, señor juez. ¿Corresponderán a una insignia?

– A mí no me pareció que el hombre fuera funcionario -comentó el juez-. Siga intentándolo, Guedes. Quizá tenga suerte con la fotografía.

Pese a que ya se le acercaba el momento, Consuelo Lozano se sentía llena de energía; esperaba dar a luz al primer hijo suyo y de Bernal en unos diez días, y el ginecólogo de Las Palmas, después de practicarle una ecografía, le había indicado que sería niña, aunque ella se lo ocultó a Luis para darle una sorpresa. Siempre le comentaba lo mucho que le gustaría tener una hija, ya que su mujer le había dado dos hijos: el uno, mojigato igual que su madre; y el otro, alocado y juerguista como su padre en otros tiempos.

Consuelo estaba todavía en el despacho del director, en la oficina central del Banco Ibérico de la avenida de Mesa y López de Las Palmas. Eran las dos y media de la tarde y el personal se había ido a comer. Estaba muy intrigada por una extraña transacción que indicaban los informes que había estado examinando. Como ayudante personal del director, cargo que desempeñaba de modo fijo en la central del banco en Madrid, tenía acceso prácticamente a todos los informes, y su jefe temporal en Gran Canaria la trataba con la misma confianza de que gozaba en Madrid; no en vano el propio director general le había pedido que aceptara su traslado a la sucursal durante seis meses, como forma discreta de encubrir su embarazo siendo soltera, hecho del cual sólo se había informado al director. Pero ella suponía que, aunque demasiado discretos para hacer preguntas, todos en el banco sospechaban que en su caso había gato encerrado, ya que su evidente y avanzado embarazo no se explicaba por la presencia de ningún «señor Lozano». Les habían dicho que era una antigua empleada, de mucha confianza, y se daban por satisfechos con la oportunidad de aprovechar la experiencia que ella habría adquirido en la oficina central.

Consuelo Lozano tenía mentalidad de contable y estaba habituada a asimilar y retener los complejos detalles de las cuentas empresariales, especialmente si se trataba de un grupo de empresas con sumas de dinero que pasaban de acá para allá entre la matriz y las filiales. El banco tenía que estar atento a los indicios de operaciones en cadena en las que una empresa con problemas de liquidez iba pasando sus escasos activos de una cuenta a otra, en un intento de dar la impresión de que todo iba bien con sus fondos. En la sucursal de Las Palmas, llamó la atención de Consuelo un negocio de importación-exportación que poseía tiendas en el puerto y zonas turísticas de la ciudad, que importaba aparatos electrónicos, cámaras fotográficas, prismáticos y máquinas de escribir del Extremo Oriente, que al parecer vendía con grandes descuentos. Pero esta empresa resultó ser una más de las numerosas filiales de Alcorán, S.A., propietaria de muchos y variados intereses en la isla. Sus pesquisas llevaron a Consuelo a descubrir extrañas transferencias en francos franceses vía París a las filiales de Alcorán, S.A., que se transferían después a determinada cuenta abierta a nombre de Tamarán. Lo que le extrañaba era que los cargos de esta última cuenta se hacían siempre en pagos al contado «al portador» y nunca nominales a una persona o empresa. Sólo había visto semejante procedimiento en casos de grave malversación y estaba resuelta a averiguar más sobre el señor Tamarán. Envió primeramente un télex al Crédit Français de París para intentar descubrir la fuente de los abultados pagos mensuales regulares a la sospechosa cuenta, todos los cuales llevaban el mismo número de referencia. Consultó después el listín telefónico local y comprobó que en el mismo no figuraba ningún señor Tamarán. Introdujo luego en su terminal de ordenador los datos para obtener el estado de cuentas de Alcorán e intentar descubrir su dirección, pero sólo figuraba la dirección de las oficinas de la empresa, en la zona de Ciudad Jardín.

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