David Serafín - Puerto de Luz

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Al anunciarse una visita preelectoral del presidente del Gobierno a Canarias, el ministro del Interior envía al comisario Luis Bernal y su grupo de la Brigada Criminal a la isla de Gran Canaria para reforzar las medidas de seguridad.
Es una misión que satisface a Bernal, puesto que su amante, Consuelo Lozano, ha sido destinada discretamente a una sucursal de su banco en Las Palmas, a la espera del nacimiento de su hijo, sin embargo, coincidiendo con una serie de confusos incidentes, Consuelo es secuestrada por una pandilla de independentistas… ¿Logrará el comisario garantizar debidamente la seguridad del presidente y, a la vez, rescatar a su querida Consuelo? ¿Hay alguna relación entre ambas cosas?
Con su maestría habitual, David Serafín (seudónimo de Ian Michael) nos ofrece una trama apasionante y una intriga de altos vuelos protagonizada por el popularísimo comisario Bernal.

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Como a las once de la noche del día seis su marido aún no había llegado a casa, la mujer de Gregorio el Lotero , preocupadísima, decidió salir a buscarle. Hacía horas que había apagado la vieja cocina de gas butano para que el potaje se enfriara. ¿No se habría emborrachado Gregorio en uno de los muchos bares que frecuentaba? ¿No le habrían invitado sus conocidos a demasiados chatos de vino blanco y se habría caído en cualquier rincón? Esperaba que al menos hubiera entregado el dinero de los cupones en la sucursal de la ONCE.

Se puso una chaqueta azul de punto no muy limpia y cerró la puerta de la calle de la vivienda de dos habitaciones sin echarle la llave porque, ¿qué podrían robar allí? Salió a la calle desierta y oscura. Podía vislumbrar las luces del puerto allá abajo, a lo lejos. Mientras bajaba la empinada cuesta, la luz intermitente del faro de Puerto de la Luz le iluminaba de tanto en tanto la cara. La mujer, vestida pobremente, llegó al primer barucho y retiró con cierto nerviosismo la cortina de cuentas que cubría la entrada. Estaba tan poco acostumbrada a entrar en bares y cafés que tenía la impresión de salir a un escenario. Por suerte, en el bar estaba sólo el camarero, lavando vasos al fondo de la barra; y le conocía de vista.

– ¿Ha visto a mi marido? -preguntó, con timidez.

– Se refiere a Gregorio el ciego, ¿no?

– Sí, eso mismo. Verá, es que no ha vuelto a casa a cenar a las nueve y media como todas las noches. Y no sé si… se habrá caído o le habrá pasado algo.

– Bueno, hoy no ha venido por aquí, a no ser que viniera por la mañana, que es cuando está solo el jefe.

– Gracias de todos modos. Miraré en todos los demás bares de aquí a la sucursal de la ONCE -suspiró.

En el siguiente bar, el dueño le dijo que creía haber oído el repiqueteo del bastón de Gregorio al pasar cuesta arriba hacía más de dos horas, pero que no podía asegurarlo porque un cliente había subido el volumen de la máquina de discos justo en aquel momento para oír el disco de José Vélez.

Esta información preocupó aún más a la mujer de Gregorio.

– ¿Está usted seguro de que le oyó pasar cuesta arriba? -preguntó, anhelante-. Es que todavía no ha llegado a casa, y queda bastante cerca.

Pero el dueño del bar no podía jurarlo; estaba tan acostumbrado a oír pasar a Gregorio todas las noches…

De nuevo en la calle oscura, la mujer intentó deducir qué le podía haber pasado a su errabundo marido. Procuró pensar si había algún sitio desde allí a su casa en que pudiera haber caído sin que le viera nadie. Empezó a mirar la larga hilera de casas abandonadas en la calle lateral en las que no vivía nadie desde hacía lo menos tres años, desde que el Ayuntamiento había expropiado los inmuebles. No estaban mal aquellas casitas, pensó, si pudieran conseguirse una y arreglarla. No le cabía en la cabeza por qué diantres habría dejado Gregorio la calle principal para meterse en aquella calleja desierta. Conocía aquella parte de la ciudad de toda la vida y, pese a su ceguera, era improbable que se hubiera perdido. Y, de todos modos, tenía un excelente sentido de la orientación y por la brisa nordeste predominante sabía con exactitud en qué dirección iba. ¿Le habría desviado alguien o algo de su ruta habitual?

Se acercó muy cautamente a los ruinosos edificios de la calle a los que llegaba sólo la débil luz de las estrellas; se movía con cautela porque el camino estaba lleno de escombros y también porque sentía una especie de temor irracional al desolado paraje. Le llegó súbitamente un extraño zumbido, como de un enjambre de abejas furiosas procedente de las casas centrales, y luego divisó algo color claro en el escalón oscuro de una de las casas. Avanzó tambaleante hacia el objeto y exclamó en voz alta al agacharse para coger el bastón de Gregorio, que estaba destrozado. ¿Quién podría ser tan desalmado como para quitarle el bastón a un ciego y dejarle totalmente desvalido?, se preguntó. Y, en el mismo instante, el fuerte zumbido se hizo más suave y cesó, dando paso al matraqueo de una transmisión en morse. La brillante luz azulada de una linterna le dio en la cara al abrirse de pronto la puerta de una de las viviendas abandonadas y una gran mano oscura le cubrió el aterrado rostro y sofocó su grito.

A las seis de la tarde del día 7, el inspector Guedes, de la comisaría de Miller Bajo de Las Palmas, estaba sentado en su despacho con la mirada fija en sus informes. Tenía la impresión de que no lograría identificar el cadáver hallado en la bahía de Las Canteras. Sus pesquisas en el despacho del capitán de puerto y agencias de embarque no habían dado el menor resultado: ningún barco había comunicado que se hubiera caído por la borda un pasajero o un tripulante. Y desde la noche anterior, en ninguna comisaría se había recibido demanda de búsqueda de ningún desaparecido. El verdadero problema eran los miles de turistas que atestaban los bloques de apartamentos baratos de la vieja capital, sin mencionar los que llegaban a la ciudad por la noche desde los hoteles de los centros turísticos de Maspalomas y Playa del Inglés a divertirse en las discotecas y boîtes del Catalina Park.

Pero la ropa del cadáver no era precisamente la de un turista. Guedes hojeó rápidamente los papeles que tenía delante hasta dar con el de los objetos que llevaba encima el difunto: una vieja camisa blanca con las mangas largas remangadas, un mugriento chaleco gris con un par de dobles perforaciones regulares en forma de flecha que podrían corresponder a una insignia o algo parecido. Las prendas no tenían etiqueta de fabricante. En el bolsillo izquierdo del chaleco había restos de tabaco negro. En el bolsillo derecho de los pantalones grises de lona, muy gastados en los bajos, se encontraron 455 pesetas en monedas de uno y cinco duros (mucha más calderilla de la que llevaría cualquier persona, pensó Guedes). ¿No sería la víctima un vendedor ambulante de algún tipo? La ropa interior era muy anticuada, estaba muy gastada y, al igual que los pantalones, no llevaba etiqueta, lo cual extrañaba bastante al inspector, aunque recordó que muchas de las prendas de algodón que se vendían en los mercadillos no llevaban etiquetas de marca, como habían descubierto él y sus colegas en casos similares. Todo esto parecía descartar a un turista o persona adinerada, pero no a un marinero o estibador. ¿Tendrían que llevar los empleados de la base naval de Las Alcaravaneras placas para entrar y salir? Llamaría al oficial de guardia para comprobarlo.

Entró en aquel momento su sargento con un gran sobre marrón.

– Es del médico, inspector. El informe sobre el cadáver no identificado de Las Canteras.

Guedes rompió afanosamente el sobre oficial y empezó a descifrar la jerga médica:

El finado tenía de 45 a 50 años, era de origen europeo y guanche, peso aproximado, 68 kilos, complexión media, 1,65 de altura, cabello castaño entrecano en las patillas, bien afeitado con barba corta en la barbilla, herida de unos 9,2 cms. diagonal de la ceja a la sien derecha, causada por un instrumento estrecho redondeado pocos minutos antes de producirse la muerte; a juzgar por los incipientes signos vitales, el golpe fue asestado con fuerza suficiente para aturdir a la víctima, causándole hemorragia cerebral leve; agua de mar en vías nasales y bucales. Causa de la muerte: asfixia por ahogamiento en agua dulce.

¿En agua dulce? Guedes, perplejo, buscaba una explicación a tan extraño descubrimiento. Leyó el informe sobre el análisis del contenido de clorato de sodio de los ventrículos izquierdo y derecho.

Interrumpió su lectura la llegada del viejo juez de instrucción.

– Se me ocurrió entrar sólo un momento de paso para casa, Guedes para ver si ha recibido ya el informe del médico.

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