Juan Gomez-jurado - Espí­a de Dios

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Roma, 2 de abril de 2005. El Papa Juan Pablo II acaba de morir y la plaza de San Pedro se llena de fieles dispuestos a darle el último adiós. Al mismo tiempo, se inician los preparativos para el cónclave del que ha de salir el nombre del nuevo Sumo Pontifice. Pero justo entonces los dos cardenales mejor situados del ala liberal de la Iglesia, Enrico Portini y Emilio Robayra, aparecen asesinados siguiendo un mismo y macabro ritual que incluye la mutilación de miembros y mensajes escritos con simbología religiosa. Un asesino en serie anda suelto por las calles de Roma, y la encargada de perseguirlo será la inspectora y psiquiatra criminalista Paola Dicanti. Durante la investigación, la joven detective se adentrará en los más oscuros secretos del Vaticano, aquellos que hablan de conspiraciones nada decorosas y de la existencia de un centro donde se rehabilita a sacerdotes católicos con historial de abusos sexuales. A la cruel astucia del psicópata se unen las trabas que los servicios de seguridad del Vaticano ponen a la investigación: oficialmente las muertes de los cardenales no están ocurriendo y el cónclave debe celebrarse con normalidad. La aparición del padre Fowler, un ex militar norteamericano, supondrá un nuevo desafío para Dicanti, reacia a confiar en el misterioso sacerdote. Pero Fowler conoce el nombre del asesino y guarda un secreto aún más temible: su propio pasado.

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Dante se enfureció visiblemente, pero prefirió cambiar de táctica.

—De acuerdo. Permítanme que la acompañe al Vaticano simplemente para averiguar qué ha hecho con los sobres que robó. Responderé personalmente de su seguridad.

A Andrea le dio un vuelco el corazón cuando escuchó aquellas palabras. No quería pasar ni un minuto más con aquel bastardo. Comenzó a girar las piernas muy despacio, para colocar el cuerpo en determinada posición.

—No —dijo Paola.

La voz del superintendente se endureció. Se dirigió a Fowler.

—Anthony. No puedes permitírselo. No podemos permitirle que saque todo a la luz. Por la Cruz y la Espada.

El sacerdote le miró, muy serio.

—Esos no son ya mis símbolos, Dante. Y menos si se esgrimen para derramar sangre inocente.

—Pero ella no es inocente. ¡Robó los sobres!

Aún no había acabado de hablar Dante, cuando Andrea alcanzó la posición que estaba buscando desde hacía rato. Calculó un momento y lanzó el pie hacia arriba. No lo hizo con todas sus fuerzas —y no por falta de ganas— sino dándole prioridad a la puntería. Quería acertar de pleno en las pelotas de aquel cabrón. Y fue justo donde golpeó.

Sucedieron tres cosas a la vez.

Dante soltó el disco que aún sostenía y se agarró los testículos con la mano izquierda, mientras con la derecha amartillaba el arma y comenzaba a apretar el gatillo. El superintendente boqueaba como una trucha fuera del agua, porque estaba respirando dolor.

Dicanti salvó la distancia que le separaba de Dante en tres zancadas y se lanzó de cabeza contra su estómago.

Fowler reaccionó medio segundo después de Dicanti —no sabemos si porque estaba perdiendo reflejos por la edad o porque estaba evaluando la situación— y corrió hacia la pistola que, a pesar de la patada, seguía apuntando a Andrea. Consiguió agarrar a Dante por la muñeca derecha casi en el mismo momento en el que el hombro de Dicanti impactaba en el pecho de Dante. El arma se disparó hacia el techo.

Cayeron los tres en un confuso revoltijo, cubiertos por una lluvia de escayola. Fowler, sin soltar la muñeca del superintendente, hizo presión con ambos pulgares en el punto en que la mano se une al brazo. Dante soltó la pistola, pero consiguió encajar un rodillazo en la cara de la inspectora, que rodó a un lado sin sentido.

Fowler y Dante se incorporaron. Fowler sostenía el arma por el cañón, con la mano izquierda. Con la derecha hizo presión en el mecanismo que soltaba el cargador, que cayó pesadamente al suelo. Con la otra mano hizo caer la bala de la recámara. Dos movimientos rápidos más, y tenía el percutor sobre la palma. Lo arrojó al otro lado de la habitación y tiró la pistola al suelo, a los pies de Dante.

—Ahora ya no sirve de mucho.

Dante sonrió, metiendo la cabeza entre los hombros.

—Tampoco tú sirves de mucho, viejo.

—Demuéstralo.

El superintendente arremetió contra el sacerdote. Fowler se hizo a un lado, lanzando el brazo. Falló la cara de Dante por poco, golpeando en el hombro. Dante amagó un golpe con la izquierda, y Fowler esquivó hacia el otro lado, solo para encontrarse el puño de Dante justo entre las costillas. Cayó al suelo, apretando los dientes, sin aire.

—Estás oxidado, anciano.

Dante recogió la pistola y el cargador. No tenía tiempo para buscar y montar el percutor, pero no podía dejar el arma detrás. Con las prisas, no fue consciente de que Dicanti también tenía un arma que habría podido usar, pero afortunadamente quedó debajo del cuerpo de la inspectora cuando ésta rodó inconsciente.

El superintendente miró alrededor, miró en el baño, en el armario. Andrea Otero no estaba, y el disco que había dejado caer durante la refriega tampoco. Una gota de sangre en la ventana le hizo asomarse, y por un instante creyó que la periodista tenía el poder de caminar por el aire como Cristo sobre las aguas. O mejor dicho, de gatear.

Enseguida se dio cuenta de que la habitación en la que se encontraban quedaba a la altura del tejado del edificio vecino, que protegía el bello claustro del convento de Santa María de la Paz, construido por Bramante.

Andrea no tenía ni idea de quién había construido el claustro (ni tampoco que, irónicamente, Bramante había sido el primer arquitecto de San Pedro del Vaticano). Pero gateó igualmente sobre aquellas tejas de color tostado que brillaban al sol de la mañana, intentando no llamar la atención de los turistas más madrugadores que recorrían el claustro. Quería llegar al otro extremo del tejado, donde una ventana abierta prometía la salvación. Ya estaba a medio camino. El claustro tenía dos niveles altos, por lo que el tejado se inclinaba peligrosamente sobre las piedras del patio a casi nueve metros de altura.

Ignorando la tortura que aún le lastraba los genitales, Dante se aupó a la ventana y salió en pos de la periodista. Ésta volvió la cabeza y le vio poner los pies sobre las tejas. Intentó avanzar más deprisa, pero la voz de Dante la detuvo.

—Quieta.

Andrea se dio la vuelta. Dante le estaba apuntando con un arma inutilizada, pero eso ella no lo sabía. Se preguntó si aquel tío estaría tan loco como para disparar su arma a plena luz del día, en presencia de testigos. Porque los turistas les habían visto y contemplaban extasiados la escena que tenía lugar sobre sus cabezas. Poco a poco aumentaba el número de espectadores. Una lástima que Dicanti estuviera sin sentido en el suelo de la habitación, porque se estaba perdiendo un ejemplo de libro de lo que en psiquiatría forense se conoce como “ bystander effect [36] [36] Efecto viandante. ”, una teoría (más que probada) que asegura que a medida que aumenta el número de viandantes que ven a una persona en apuros, descienden las probabilidades de que alguien ayude a la víctima (y aumentan las de que señalen con el dedo y avisen a sus conocidos para que lo vean).

Ajeno a las miradas, Dante caminaba agachado, lentamente hacia la periodista. Según se acercaba vio con satisfacción que llevaba uno de los discos en la mano. Debía decir la verdad: había sido tan idiota de tirar el resto de los sobres. Por lo tanto, aquel disco cobraba una importancia mucho mayor.

—Dame el disco y me marcharé. Lo juro. No quiero hacerte daño —mintió Dante.

Andrea estaba muerta de miedo, pero hizo gala de un valor y unas agallas que hubieran avergonzado a un sargento de la Legión.

—¡Y una mierda! Lárgate o lo tiro.

Dante se quedó parado, a mitad de camino. Andrea tenía el brazo extendido, la muñeca ligeramente flexionada. Con un simple gesto, el disco volaría como un frisbi. Podría partirse al tocar el suelo. O quizá el disco planearía con la ligera brisa de la mañana y podría cogerlo al vuelo alguno de los mirones, que se evaporaría antes de que él pudiera llegar hasta el claustro del convento. Y entonces, adiós.

Demasiado riesgo.

Aquello eran unas tablas. ¿Qué hacer en ese caso? Distraer al enemigo hasta inclinar la balanza a tu favor.

—Señorita —dijo alzando mucho la voz—, no salte. No se qué le ha empujado a ésta situación, pero la vida es muy hermosa. Si lo piensa, verá que tiene muchas razones para vivir.

Sí, eso tenía sentido. Acercarse lo suficiente como para ayudar a la loca con la cara cubierta de sangre que había salido al tejado amenazando suicidarse, intentar sujetarla sin que nadie observe cómo le arrebato el disco, y después en el forcejeo no ser capaz de salvarla. Una tragedia. De Dicanti y Fowler ya se encargarían desde arriba. Ellos sabían presionar.

—¡No salte! Piense en su familia.

—¿Pero qué dices, imbécil? —se asombró Andrea— ¡No pienso saltar!

Desde abajo, los mirones utilizaban el dedo para señalar, en vez de para pulsar las teclas del teléfono y llamar a la Polizia. Alguno ya había comenzado a gritar “ Non saltare, non saltare ”. A ninguno le pareció extraño que el rescatador tuviese una pistola en la mano (o tal vez no distinguían lo que llevaba el intrépido rescatador en la mano derecha). Dante se regocijó para sus adentros. Cada vez estaba más cerca de la joven reportera.

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