Juan Gomez-jurado - Espí­a de Dios

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Roma, 2 de abril de 2005. El Papa Juan Pablo II acaba de morir y la plaza de San Pedro se llena de fieles dispuestos a darle el último adiós. Al mismo tiempo, se inician los preparativos para el cónclave del que ha de salir el nombre del nuevo Sumo Pontifice. Pero justo entonces los dos cardenales mejor situados del ala liberal de la Iglesia, Enrico Portini y Emilio Robayra, aparecen asesinados siguiendo un mismo y macabro ritual que incluye la mutilación de miembros y mensajes escritos con simbología religiosa. Un asesino en serie anda suelto por las calles de Roma, y la encargada de perseguirlo será la inspectora y psiquiatra criminalista Paola Dicanti. Durante la investigación, la joven detective se adentrará en los más oscuros secretos del Vaticano, aquellos que hablan de conspiraciones nada decorosas y de la existencia de un centro donde se rehabilita a sacerdotes católicos con historial de abusos sexuales. A la cruel astucia del psicópata se unen las trabas que los servicios de seguridad del Vaticano ponen a la investigación: oficialmente las muertes de los cardenales no están ocurriendo y el cónclave debe celebrarse con normalidad. La aparición del padre Fowler, un ex militar norteamericano, supondrá un nuevo desafío para Dicanti, reacia a confiar en el misterioso sacerdote. Pero Fowler conoce el nombre del asesino y guarda un secreto aún más temible: su propio pasado.

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Tardó tres cuartos de hora preparar la maqueta con las tres páginas. Casi estaba terminando cuando sonó su móvil.

¿Quién coño llamará a éste número a las tres de la mañana?

Aquel número sólo lo tenían en el periódico. No se lo había dado a nadie más, ni siquiera a su familia. Así que debía ser alguien de la redacción, por una urgencia. Se levantó y rebuscó en el bolso hasta dar con él. Miró en la pantalla esperando ver la kilométrica exhibición de números que aparecían en el visor cada vez que llamaban desde España, pero en lugar de eso vio que el lugar donde debería figurar la identidad del llamante estaba en blanco. Ni siquiera aparecía “ Número desconocido ”.

Descolgó.

—¿Diga?

Lo único que escuchó fue el tono de comunicando.

Se habrán equivocado de número .

Pero algo en su interior le decía que aquella llamada era importante y que sería mejor que se diese prisa. Volvió al teclado escribiendo más rápido que nunca. Se le coló algún error tipográfico —nunca una falta de ortografía, ella no tenía de eso desde los ocho años— pero ni siquiera volvió atrás para corregirlo. Ya lo harían en el periódico. De repente tenía una tremenda prisa por terminar.

Le llevó cuatro horas el completar el resto del reportaje, horas de búsqueda de datos biografícos y fotografías de los cardenales muertos, noticias, semblanzas y muerte. El artículo contenía varias capturas de pantalla del propio video de Karoski. Alguna de esas imágenes era tan fuerte que le hizo sonrojarse. Qué demonios. Que las censurasen en la redacción si se atrevían.

Se encontraba escribiendo las últimas líneas cuando llamaron a la puerta.

Hotel Raphael

Largo Febo, 2

Jueves, 7 de abril de 2005. 07:58

Andrea miró hacia la puerta como si no hubiera visto una en su vida. Extrajo el disco del ordenador, lo metió en su funda de plástico y lo arrojó dentro de la papelera del cuarto de baño. Volvió a la habitación con el corazón en un puño, deseando que fuera quien fuese se hubiese marchado. Los golpes en la puerta se repitieron, educados pero muy firmes. No podía ser el servicio de limpieza. Apenas eran las ocho de la mañana.

—¿Quién es?

—¿Señorita Otero? Desayuno de bienvenida del hotel.

Andrea abrió la puerta, extrañada.

—Yo no he pedido ningún...

Se interrumpió de golpe, porque aquel no era ninguno de los elegantes botones y camareros del hotel. Era un individuo bajito pero ancho y fornido, que vestía cazadora de cuero y pantalones negros. Iba sin afeitar y sonreía abiertamente.

—¿Señorita Otero? Soy Fabio Dante, superintendente del Corpo de Vigilanza del Vaticano. Me gustaría hacerle unas preguntas.

En la mano izquierda sostenía una credencial con su foto bien visible. Andrea la estudió detenidamente. Parecía auténtica.

—Verá, superintendente, en éstos momentos estoy muy cansada y necesito dormir. Venga en otro momento.

Cerró la puerta con desgana, pero el otro interpuso el pie con la habilidad de un vendedor de enciclopedias con familia numerosa. Andrea se vio obligada a seguir en la puerta, mirándole.

—¿No me ha entendido? Necesito dormir.

—Parece que es usted quien no me ha entendido. Necesito hablar con usted urgentemente, porque estoy investigando un robo.

Mierda, ¿cómo han podido encontrarme tan rápido?

Andrea no movió un músculo de su cara, pero por dentro su sistema nervioso pasó del estado de “alarma” al estado de “crisis total”. Tenía que capear aquel temporal como fuera, así que se clavó las uñas en las palmas, encogió los dedos de los pies y le indicó al superintendente que pasara.

—No dispongo de mucho tiempo. Tengo que enviar un artículo a mi periódico.

—Un poco pronto para enviar el artículo, ¿verdad? Las máquinas no comenzarán a imprimir hasta dentro de muchas horas.

—Bueno, me gusta hacer las cosas con antelación.

—¿Se trata de alguna noticia especial, quizás? —dijo Dante, dando un paso hacia el portátil de Andrea. Ésta se puso delante de él, bloqueándole el paso.

—Ah, no. Nada especial. Las habituales conjeturas sobre quién será el nuevo Sumo Pontífice.

—Por supuesto. Una cuestión ésta de suma importancia, ¿verdad?

—De suma importancia, en efecto. Pero no da para mucho en cuanto a noticias. Ya sabe, el habitual reportaje de interés humano aquí y allá. No hay muchas noticias últimamente, ¿sabe?

—Y así nos gusta que sea, señorita Otero.

—Exceptuando claro, ese robo del que me hablaba. ¿Qué es lo que les han robado?

—Nada del otro mundo. Unos sobres.

—¿Qué contenían? Seguramente algo muy valioso. ¿La nómina de los cardenales?

—¿Qué le hace pensar que el contenido era de valor?

—Debe serlo, o no habrían enviado a su mejor sabueso tras la pista. ¿Tal vez alguna colección de sellos de correos del Vaticano? He oído que los filatélicos matan por ellos.

—En realidad no eran sellos. ¿Le importa que fume?

—Debería pasarse a las pastillas de menta.

El subinspector olfateó el ambiente.

—Bueno, por lo que huelo usted no sigue sus propios consejos.

—Ha sido una noche dura. Fume, si es que encuentra un cenicero vacío...

Dante encendió un cigarro y exhaló el humo.

—Como le decía, señorita Otero, los sobres no contenían sellos. Se trataba de una información extremadamente confidencial que no debería llegar a manos equivocadas.

—¿Por ejemplo?

—No comprendo. ¿Por ejemplo qué?

—Qué manos serían las equivocadas, superintendente.

—Aquellas cuya dueña no supiera lo que le conviene.

Dante miró alrededor y, efectivamente, no vio ningún cenicero. Zanjó la cuestión arrojando la ceniza al suelo. Andrea aprovechó la ocasión para tragar saliva: si aquello no era una amenaza, ella era monja de clausura.

—¿Y qué clase de información es esa?

—Del tipo confidencial.

—¿Valiosa?

—Podría serlo. Espero que cuando encuentre a la persona que cogió los sobres sea de las que saben negociar.

—¿Está usted dispuesto a ofrecer mucho dinero?

—No. Estoy dispuesto a ofrecerle conservar los dientes.

A Andrea no le dio pavor la oferta de Dante sino el tono. Enunció aquellas palabras con una sonrisa y el mismo tono con el que pediría un descafeinado. Y aquello era realmente peligroso. De repente se lamentó de haberle dejado entrar. Se jugó una última carta.

—Bueno, superintendente, ha sido un rato de lo más interesante, pero ahora he de pedirle que se vaya. Mi compañero fotógrafo está a punto de volver, y es un poco celoso...

Dante se echó a reír. Andrea no se reía en absoluto. El otro había sacado una pistola y le estaba apuntando entre ambos pechos.

—Basta de tonterías, preciosa. No hay ningún compañero. Déme los discos o veremos en vivo el color de sus pulmones.

Andrea frunció el ceño en dirección al arma

—No va a dispararme. Estamos en un hotel. Habría policía aquí en menos de medio minuto, y no encontraría jamás lo que busca, sea lo que sea.

El superintendente dudó unos instantes.

—¿Sabe qué? Tiene razón. No le voy a disparar.

Y le propinó un puñetazo terrible con la mano izquierda. Andrea vio luces de colores y un muro sólido frente a ella, hasta que se dio cuenta de que el golpe la había tumbado y el muro era el suelo de la habitación.

—No tardaré mucho, señorita. Lo justo para llevarme lo que necesito.

Dante se acercó al ordenador. Tocó las teclas hasta que desapareció el salvapantallas y se vio sustituido por el reportaje en el que Andrea estaba trabajando.

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