Fredric Brown - El Asesinato Como Diversión

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El lirismo fantástico de Fredric Brown brilla en esta novela desde la plataforma de un juego enigmático en el que se debate la posibilidad individual de escapar a esclavitudes promocionadas por el sistema social y su decadente código de valores. La lucha para esclarecer un insólito encadenamiento de crímenes coincide con el esfuerzo para llegar a la verdad oculta de las cosas y abrazar una ética abandonada en la sumisión al sueño americano. Todo ello ha de materializarse, inexorablemente, en una pesadilla: «Aquellos sueños no debían habérsele presentado a un perro. Y no lo hicieron. Se le presentaron a Tracy.?

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Tracy se sentó en el sofá e hizo ademán de arrellanarse.

Y, de repente, Dotty lo sorprendió haciéndole una sonrisa. Se encogió de hombros fingiendo resignación, se acercó y se sentó en el brazo del sillón que había delante del sofá.

– Está bien, Bill. Tendré en cuenta que has estado bebiendo y no me enfadaré. No existe ningún motivo por el que no deba contártelo, salvo la forma en que me lo preguntaste, y pasaré ese detalle por alto. Puedo contártelo en menos de cinco minutos y, después, te irás. ¿Me lo prometes?

– Sí.

– Está bien. En primer lugar, nunca conocí a mi tio. Aunque sabía que en Sudamérica tenía un tío con dinero, yo creía que era mucho más de lo que después resultó ser. Hace unos seis meses, cuando empecé a vender mis cuentos de amor, le escribí. Le sugerí…, bueno, que viajar seria una experiencia para un escritor y me preguntaba si…, bueno…

– Sé sincera -le pidió Tracy-. Tratabas de conseguir que te invitara a viajar a Río para vivir allí una temporada. Pero la cosa no coló, ¿verdad?

Dotty frunció el ceño ligeramente y repuso:

– Me envió una carta para informarme de que se iba a jubilar y que se marcharía de Río para venir a establecerse a los Estados Unidos. Me dijo que no veía la hora de conocerme cuando estuviera aquí y bueno…, en cierto modo sugirió que podría hacer algo por mi para que pudiera viajar. No sé qué estaría pensando, y supongo que jamás lo sabré.

»En la misma carta me preguntó si me interesaba escribir cosas para la Radio. Me decía que tenía un buen amigo llamado Arthur Dineen, que era director de programación de la «KRBY», y que si me interesaba el medio, que hablara con el señor Dineen al respecto, y que entretanto él le escribiría.

»Me vine a Nueva York y hablé con el señor Dineen, y él me dio trabajo en la Radio. Sugirió que trabajara una temporada en las oficinas hasta que me aclimatara, y que después trataría de conseguirme una oportunidad para trabajar en algún programa.

»Eso es todo. Empecé a trabajar en la Radio hace tres meses…, no, tres meses y medio.

– Ah -dijo Tracy. Se sintió vagamente decepcinado, y un poco avergonzado de sí mismo por haber sido tan brusco con Dotty. Su historía era cierta, sin duda. Tenía sentido y todos los hechos encajaban a la perfección-. ¿Y ni tú ni el señor Dineen sabíais cuándo vendría tu tío?

– Yo, no. Y después, el señor Dineen me dijo que él tampoco. Me comentó que le hubiera gustado que mi tío le enviara un telegrama para poder ir a recibirlo al aeropuerto y que…, quizás así, aquello nunca hubiera ocurrido.

Dotty tendió la mano, con la palma hacia abajo, para enseñarle el anillo que llevaba en el anular.

– Me traía un regalo…, este anillo. Es sólo un aguamarina, pero la montura es una bonita obra de artesanía en oro blanco.

– Es precioso -dijo Tracy. Se sentía un poco tonto-. Los diarios no lo mencionaban. ¿Cómo es que no se lo robaron junto con el dinero?

– Estaba en la Aduana, junto con las perlas. Había también algunas otras cosas que los periódicos no se molestaron en mencionar. Un hermoso tintero de plata para el señor Dineen y unas cuantas cosas más.

– ¿Y cómo supiste para quién era cada cosa?

– Porque así lo había puesto él en la declaración aduanera. Te preguntan si los objetos que traes son para regalo o para vender. Las perlas (supongo que lo habrás leído) las trajo para vender. Imagino que pensaría que aquí le darían más dinero, a pesar de los impuestos.

– Un tintero -dijo Tracy, pensativo-. Es lo que se llevó el hombre que mató a Dineen. ¿Era muy valioso?

– Era de plata. Una exquisita obra de artesanía. No lo sé, calculo que valdría unos cientos de dólares, no más. Dificilmente pudo haber ido a su despacho para robarlo…, me refiero al asesino…, aunque, claro, era un objeto lo bastante valioso como para que quisiera llevárselo si…

– ¿Trajo tu tío algún otro regalo para los Dineen o para ti?

– Para mi, no. Y que yo sepa, no traía nada más. En otras ocasiones le había enviado regalos al señor Dineen. El reloj de pulsera con segundero, que llevaba el señor Dineen, por ejemplo. Y…, ¿conociste a Rex, el perro? Le mandó un hermoso collar; era de piel de pecarí y tenía unos remaches bañados en oro. El señor Dineen se llevó a Rex cuando visitó Sudamérica la primavera pasada, y después mi tío le hizo el collar y se lo envió para Rex. Además, el señor Dineen me comentó que mi tío le había enviado unos pendientes para su esposa, y también un reloj, creo.

– ¿No era un tanto dadivoso con los regalos?

– Bueno, el señor Dineen le había hecho algunos favores. Me refiero a unos favores de negocios en Nueva York, y no aceptó nada a cambio. Pero, claro, los regalos no podía rechazarlos.

– ¡Qué clase de favores?

– No lo sé. No tengo ni idea. -Dotty miró el reloj con cierto sarcasmo en la expresión-. Bill, dijiste cinco minutos y han pasado más de diez. Es todo lo que sé, de veras, aparte de lo que salió en los diarios.

Tracy se puso en pie y dijo:

– Ya, gracias, me marcho.

Se sentía bastante tonto. Estaba claro que Dotty no sabia nada y que su relación con los hechos era perfectamente inocente, y él había empezado a interrogarla como si fuera una delincuente. De milagro no había llamado a la Policía para que lo echaran de allí.

Había entrado como un león, y ahora se marchaba también como un cordero, después de haberse comportado como un cobarde…

– ¿De qué te ríes? -inquirió Dotty, recuperando su tono de fastidio.

– De nada -repuso Tracy-. Es que estaba pensando… Oye, Dotty, ¿por qué no le contó Dineen a su mujer que tú ibas a empezar a trabajar en el estudio?

Para Tracy había sido una pregunta lanzada al azar.

Pero Dotty se sonrojó de repente y después se puso pálida; levantó la mano en la que llevaba el anillo con el aguamarina y le propinó a Tracy una sonora bofetada.

– ¡Fuera de aquí! -le gritó.

Tracy se marchó. No tenía nada más que decir. Pero, cuando hubo traspuesto la puerta, se volvió. Seguía sin tener nada que decir, pero se despidió:

– Bueno, Dotty, ha sido bonito conocerte. Sien…

La muchacha cerró de un portazo.

Pensativo, se dirigió a la escalera. Lo sentía, pero no estaba seguro de qué era lo que sentía. Había formulado una pregunta al azar, y había hecho diana. Sólo una conciencia culpable habría provocado una reacción tan brusca.

Dineen y Dotty.

Maldición.

Y él que se había mostrado cortés. Se había comportado como un perfecto caballero. El pequeño Lord Fauntleroy Tracy. Diablos.

Bajó las escaleras y abrió la puerta que daba al vestíbulo exterior.

Un hombrecito aseado, de cabello gris y quevedos de montura de oro se encontraba allí de pie, en el vestíbulo, con la mano levantada dispuesto a llamar a un timbre. Entonces vio a Tracy y bajó apresuradamente la mano.

– Buenas noches, señor Wilkins -lo saludó Tracy.

– Ah…, buenas noches, señor Tracy.

– Buenas noches, señor Wilkins.

– Buenas… -Wilkins frunció el ceño.

– Pues sí que hace una buena noche -comentó Tracy-. Es el apartamento siete, por si era eso lo que estaba buscando. Ya tiene listos los manuscritos.

– Los…, esto…

– Los guiones para Millie . Ha venido por eso, claro. ¿Por favor, quiere decirle de mi parte que fue divertido haberla visto?

Wilkins retrocedió para dejar pasar a Tracy. Wilkins frunció el ceño y después pulsó el botón que había encima del buzón número siete. La cerradura de la puerta interior hizo clic justo cuando Tracy abría la puera de la calle.

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