Fredric Brown - El Asesinato Como Diversión

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El lirismo fantástico de Fredric Brown brilla en esta novela desde la plataforma de un juego enigmático en el que se debate la posibilidad individual de escapar a esclavitudes promocionadas por el sistema social y su decadente código de valores. La lucha para esclarecer un insólito encadenamiento de crímenes coincide con el esfuerzo para llegar a la verdad oculta de las cosas y abrazar una ética abandonada en la sumisión al sueño americano. Todo ello ha de materializarse, inexorablemente, en una pesadilla: «Aquellos sueños no debían habérsele presentado a un perro. Y no lo hicieron. Se le presentaron a Tracy.?

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Tracy se asomó y dijo:

– Señor Wilkins.

– ¿Sí?

– Cuidado con el impulso biológico. La emisora «KRBY» no aprueba que sus…, esto…, empleados…

Wilkins había recuperado su dignidad. Con tono helado, repuso:

– Ya es suficiente, señor Tracy.

– Y tanto, señor Wilkins. Buenas noches, señor Wilkins.

CAPÍTULO XIII

Tracy cerró la puerta y echo a andar calle abajo mientras silbaba. Por algún extraño motivo se sentía alegre. Tendría que estar hecho un basilisco, pero no era así. Era demasiado gracioso. ¡Wilkins! Santo Dios… ¡Wilkins! ¡Dineen y Wilkins!

Aunque era injusto. Decididamente injusto. En realidad no le importaba que una chica utilizara sus artimañas para abrirse paso en una profesión; era un privilegio de la mujer si deseaba sacarle partido. Pero, maldición…, tendría que estar en contra de las leyes sindicales, o algo por el estilo, el que encima de todo aquello fuera una luz escribiendo guiones. Cualquiera de aquellas dos características endurecían muchísimo la competencia, pero ambas…

Tendría que haber estado preocupado, pero no lo estaba.

Decidió que debía de estar borracho. Y eso le recordó qué se suponía que debía hacer.

En fin, ya había dado el primer paso. Había visto a Dotty. ¿Y qué sabía ahora que pudiera considerarse importante? ¿Qué sabia que podía haber conducido a un asesinato?

Ciertamente, no era la vida sexual de Dotty. Era posible que alguien hubiera matado a Dineen por celos. Pero no al tío de Dotty, al que ella jamás había conocido. Ni a Frank. No, eso no tenía sentido.

¿Por dinero, entonces? El tintero de plata…, se había olvidado de ese detalle hasta que Dotty lo mencionó. Quizás el hecho de que el asesino lo hubiera robado tuviera alguna importancia, siempre y cuando el asesino se lo hubiese llevado porque era un regalo que Mueller le había hecho a Dineen.

¿En qué circunstancias le habría hecho el regalo? Quizá la señora Dineen pudiera decírselo. Quizás ella pudiera decirle qué otros regalos, si los había, además del collar para el perro y el reloj, le había hecho Mueller a su marido. En un tintero se podían ocultar cosas, si el tintero hubiera sido hecho para ocultarlas. O en un reloj. ¿Habrían intentado robar el reloj? ¿Y qué clase de reloj sería? Sintió un leve entusiasmo, como si estuviera a punto de alcanzar los márgenes exteriores de una respuesta. ¿Qué hora era? ¿Sería demasiado tarde para ir hasta Queens a ver a la señora Dineen?

Tendría que haber ido de todos modos. Especialmente porque no había asistido al entierro. Todavía estaba a tiempo; le expresaría sus condolencias y después le haría unas cuantas preguntas.

¿Estaba lo bastante sobrio? En fin, lo estaría para cuando llegara a Queens. Según su reloj, eran sólo las ocho y media. Si lograba coger un taxi…

Se acercaba uno en ese momento, y lo paró.

– Al puente de Queensborough -le ordenó al taxista-. Le indicaré el camino cuando lo hayamos cruzado; sé cómo llegar, pero no sé la dirección.

El taxi se desvió hacia la Segunda Avenida y se dirigió al Norte, rumbo al puente. En una o dos ocasiones, Tracy notó que aminoraba la marcha sin motivo aparente. En la Calle 40, el conductor giró hacia el Este y después hacia el Norte, por la Primera Avenida.

Giró hacia el Oeste en la Cuarenta y Dos y volvió a aminorar la marcha.

– Nos están siguiendo -le informó el conductor, dándose la vuelta. Su voz sonaba un tanto asustada-. Quise asegurarme antes de decirle nada.

Tracy lanzó un juramento. Se había olvidado de que Bates le había advertido que lo estaban vigilando. Probablemente se habían pasado toda la tarde pisándole los talones…, habrían ido al bar de Barney y a casa de Dotty… Pues daba igual.

– Está bien -le dijo al taxista-. Que nos sigan.

– De eso, ni hablar -dijo el taxista-. No quiero líos, y no quiero que me sigan hasta Queens. Coja otro taxi o vaya en Metro.

– Está bien -dijo Tracy, lanzando un suspiro-. ¿Estamos en la Cuarenta y Dos? Lléveme a Broadway.

Mientras iban hacia allí, miró por la ventanilla trasera. Sí, había un coche, un sedán «Chevie», con dos hombres en el asiento delantero. Hombres fornidos. Bates no había estado de broma.

Le pagó al taxista en la esquina más concurrida del mundo. Y entonces, por puro empecinamiento, inició un recorrido errático entre la multitud vespertina, se metió en el «Bar Astor», lo recorrió todo hasta el vestíbulo, salió por otra puerta y volvió a mezclarse entre la multitud.

En la esquina, cuando entró en el Metro, ni siquiera se molestó en volverse para comprobar si aún lo seguían. Uno de los hombres se habría visto obligado a aparcar el coche o quedarse dentro, y si el otro no lo había perdido en aquel jaleo, entonces se merecía un viaje en Metro hasta Queens.

De todos modos, por pura curiosidad, observó a las personas que iban en el mismo vagón. Ninguna tenía aspecto de policía.

Al llegar a Queens, cuando se bajaron con él dos mujeres y un señor mayor medio bebido, acabó de convencerse del todo. Los había despistado en el «Astor».

Mientras recorría las calles que conducían hasta la casa de Dineen, notó que estaba bastante sobrio. Volvió a mirar el reloj; eran las nueve; llegaría a las nueve y diez. Tendría que disculparse, y explicarle a la señora Dineen que había salido más temprano, pero que habían surgido inconvenientes.

Después, se iría al restaurante más cercano, siempre que en Queens hubiera restaurantes. Tendría que haber comido más temprano; al disiparse los efectos del alcohol, le estaba entrando un hambre feroz.

Vamos a ver…, aquélla era la manzana. Sería la cuarta o la quinta casa, contando desde la esquina. No se acordaba de cuál era exactamente; además, todas se parecían.

Se detuvo delante de la cuarta casa, y desde allí miró a la quinta y vuelta otra vez a la cuarta, tratando de recordar cuál era. La vez anterior él había venido durante el día; por la noche, las cosas tienen otro aspecto.

Pero la cuarta casa estaba a oscuras. Y en la quinta había luz. Si era la casa delante de la cual se encontraba, entonces no había nadie, a menos que se hubieran ido a dormir condenadamente temprano.

Ya que estaba, podía intentarlo en la quinta, la que tenía luz.

Llegó hasta las escaleras del porche y cayó en la cuenta que no tenía que avanzar más. Aquélla no era la casa. El porche y la puerta eran diferentes, y en la puerta no había llamador. Recordó que había admirado el antiguo llamador de bronce de la puerta principal de Dineen.

Entonces, la casa de Dineen era la otra, la que estaba a oscuras, y había hecho todo aquel viaje para nada. Retrocedió hasta la acera. Al pasar delante del sendero de entrada, volvió a mirar hacia la casa de Dineen.

Se detuvo, porque había visto una luz. Una luz tenue en una ventana del piso de abajo. Parecía una linterna. Se detuvo y se quedó mirando.

Era una linterna. Se movía, y se volvía cada vez más tenue cuando quien la empuñaba se alejaba de la parte delantera de la casa, haciéndose más intensa cuando regresaba.

Tracy se quedó allí, de pie, sin saber qué hacer. Podía tratarse de un ladrón. O podía ser alguien de la familia que utilizaba una linterna porque se habían fundido los plomos o algo por el estilo. No, no podía ser. Tendrían que haber tenido fusibles de recambio, y la linterna tendría entonces que haber estado en el sótano, donde estaría también la caja con las llaves de la luz. Al menos, las personas que llevaran la linterna tendrían que haberse dirigido hacia allí.

Volvió a verse la luz por un breve instante y después desapareció.

Entonces a Tracy le asaltó una idea; lo hizo con tanta fuerza, que se estremeció un poco. Si allí dentro había un ladrón, no se trataba de un ladrón cualquiera. Tenía que ser el asesino, el hombre que ya había matado a Walther Mueller, a Arthur Dineen y a Frank Hrdlicka.

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