Subió la escalera encendiendo las luces a su paso, y recorrió toda la planta superior. Había infinidad de detalles que indicaban la presencia del ladrón (cajones cuyo contenido aparecía esparcido por el suelo, armarios registrados a fondo), pero ahí arriba no vio a ningún Dineen, ni muerto ni vivo.
Respirando más aliviado, volvió a bajar y encontró el teléfono en un cuartito, cerca del pasillo, junto al pie de la escalera. Tendió la mano para cogerlo, y después pensó que, ya que había inspeccionado la casa hasta ese punto, podía también ir a mirar en el único cuarto que quedaba antes de telefonear. Entonces tendría la plena certeza de que sólo habían matado al perro.
El único cuarto en el que no había entrado era el de delante, a través de cuyas ventanas había visto la linterna. Recorrió el pasillo, traspuso el vano de la puerta y encendió las luces.
Se había producido un asesinato.
Tendido de espaldas encontró el cuerpo de un hombre desconocido. Era un hombre corpulento, con un traje de sarga. Tenía pinta de detective, de detective de la Policía. No cabía duda de que lo habían mandado a vigilar la casa. La Policía debió de haberse anticipado a la posibilidad de un intento de robo. Creyeron que un policía y un perro policía juntos habrían bastado para impedirlo.
Pero se habían equivocado; el asesino se los había cargado a los dos y había huido. A punto había estado de conseguir una víctima extra, allá en el callejón.
Todos estos pensamientos pululaban en la capa inferior del cerebro de Tracy; eran cosas para reflexionar y resolver más tarde. Por encima de todos ellos dominaba un terror paralizante.
Aquel pánico no era debido al hecho de que se hubiera cometido el asesinato, sino a cómo había sido cometido.
En el pecho del detective se veían un agujero de bala y una mancha roja, pero se encontraba en el costado derecho, no encima del corazón. Ese disparo lo había derribado y puesto fuera de combate. Pudo haber desembocado en su muerte más tarde, puesto que debía de haberle perforado el pulmón derecho. Pero no le había producido la muerte instantánea.
Por la cara del hombre, por sus ojos y su lengua, no cabía ninguna duda de la causa de la muerte: la estrangulación. Los ojos horrorizados de Bill Tracy se clavaron en el cuello y la corbata de aquel hombre.
La corbata no estaba dentro del cuello de la camisa; se la habían deslizado un poco más arriba y la habían utilizado a manera de garrote, retorciéndosela mediante la inserción de un trozo de madera redondeado y pulido (parecía un travesaño arrancado de una silla), como si fuera un torniquete.
En sí mismo aquel método de asesinato no era más horrendo que otros, salvo por dos hechos. Primero, que fue realizado a sangre fría, mientras el hombre estaba inconsciente por la herida de bala. Y segundo…
El hecho de que se trataba de la cuarta idea de Tracy para El asesinato como diversión , puesta en práctica de una manera letal.
Un hombre estrangulado con su propia corbata.
Mientras Tracy seguía allí de pie, mirando hacia el suelo, oyó ruido de pasos en la acera. Pasos que se detuvieron y volvieron a andar para acercarse, como si se internaran en el sendero que llevaba a la parte trasera de la casa.
Eran unos pasos pesados, con un ritmo oficial. Era el andar pesado de un agente de Policía que cubría su ronda. Probablemente sabría que los Dineen no estaban en casa y que dentro había un detective montando guardia. Se habría preguntado por qué estarían encendidas todas las luces de la casa…
Los pasos llegaron al porche y retumbaron sobre la madera.
Y el pánico se apoderó de Bill Tracy, se apoderó de él con todas sus fuerzas.
No supo por qué echó a correr. Sabía que era una tontería. Sabía que debía esperar allí, dejar entrar al policía y explicarle las cosas, y después esperar hasta que llegaran los de homicidios. Y después volver a explicarlo todo y dejar que lo interrogaran durante el resto de la noche.
Era un miedo irracional que le impidió pensar. Era un terror ciego. Fue presa de aquel miedo porque los pasos se habían acercado muy poco después de que él hubiera visto cómo había sido utilizada la corbata. Antes de que le diera tiempo de asimilar y digerir aquel horrible hecho.
Si llegaban a encontrarlo allí…
Hasta ahí le alcanzó la coherencia para expresar su miedo. Pero echó a correr.
Tan de prisa como pudo correr sin que lo oyeran. Atravesó la casa y salió por la puerta trasera, mientras el eco del llamador de bronce de la puerta principal ahogaba el escaso miedo que pudo haber producido con su carrera.
Atravesó el patio trasero y se internó en el callejón. Lo recorrió todo, cruzó la calle y se internó en el callejón siguiente. Entonces dejó de correr y fue andando hasta la estación del Metro.
El pánico caminaba a su lado. La noche misma parecía cernirse sobre él mientras andaba, y cuando recuperé el aliento, tuvo que realizar un esfuerzo para no volver a echar a correr.
Por suerte, en la estación del Metro no había nadie cuando él entró. Atisbó su imagen en el espejo de la máquina expendedora de chicles. Se detuvo, se obligó a esperar allí como para encender un cigarrillo con manos temblorosas y recomponer la expresión antes de dirigirse al andén.
El tren tardó una eternidad en llegar.
El viaje de regreso a Manhattan fue algo irreal. En el vagón viajaban otras personas, pero tenían más aspecto de fantasmas que de verdaderos pasajeros. Incluso la ancianita que tenía sentada justo enfrente, y le sonreía afablemente, no parecía del todo real.
Fue un viaje de pesadilla. Trató de no pensar, pero fue peor, porque en lugar de pensar, sentía.
No recuperó algo parecido a la calma hasta que llegó a su apartamento en el Smith Arms.
Se preparó una copa y su sabor le pareció espantoso. Las manos seguían temblándole. Se las metió en el bolsillo y se sentó en el sillón Morris. Miró hacia la puerta y se preguntó si la habría cerrado con llave. Creía haberlo hecho, pero se levantó para cerciorarse y volvió a sentarse en el sillón. Las manos le temblaban un poco menos.
Recordó que tenía hambre y después decidió que estaba inapetente. Al cabo de un rato, cambió de parecer. Al menos, si salía a tomarse un café y un bocadillo, tendría algo que hacer. No se le ocurría ninguna otra cosa. Al menos por una vez, no le apetecía tomarse una copa.
En el bar de Thompson tomó café y dos bocadillos.
Se preguntó si por casualidad Millie no estaría en casa y levantada. Quería hablar con alguien. Al regresar miró hacia la ventana de su casa, pero no había luz.
¿Dick? No, en realidad, si no podía hablar con Millie, no le apetecía hablar con nadie.
«Si acabo asesinado o encerrado en la cárcel -pensó-, ella tendrá la culpa. Ella y Lee Randolph. Malditos sean los dos por convencerme de que fuera a hacer el idiota.»
Regresó a su apartamento, se sentó en el sillón Morris e intentó pensar.
Fuera, un reloj dio la medianoche.
Eso significaba que ya no era domingo; había terminado su primer día de vacaciones, su primer día de maravillosa libertad.
¿Iba a pasarse toda la noche ahí sentado, carcomido por los nervios? ¿Por qué cuernos no se iba a la cama si no se le ocurría nada mejor que hacer?
Se levantó, se quitó la corbata y se desabrochó el cuello de la camisa. Iba a sacar la percha de corbatas cuando la idea le asaltó.
De repente, así como así, supo la respuesta. Supo quién era el asesino. Sólo una persona podía ser el asesino.
Casi se le cae la corbata.
– ¡Dios mío!-exclamó, y se quedó mirándose en el espejo. Era increíble. Pero ahí estaba.
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