– Vaya si se han tomado su tiempo, y mientras tanto, mi vida corría un terrible peligro. La próxima vez, deténganme.
Bates lanzó una carcajada y repuso:
– Pudo haberle disparado, es verdad. Pero también es verdad que usted pudo haberle disparado a él. Digamos que estamos a mano.
– Podría decir cosas peores. ¿Iba usted a detenerme?
– Claro que sí. Dejó usted una pista que va de aquí a Queens, y tiene un kilómetro de ancho. Los hombres que logró despistar tomaron el número de matrícula del taxi. Cuando lo perdieron en Broadway con la Cuarenta y Dos, buscaron al taxi y averiguaron dónde tenía parada. Y el taxista les dijo que iba usted hacia Queens.
»Después…, bueno, recibimos el informe de Queens. ¿Nos culpa por haber venido a arrestarlo? Ah…, por cierto…
– ¿Por cierto, qué?
– ¿Bromeaba, o sabe de verdad dónde están los diamantes? Si es que existen.
– Me gustaría adivinar. Apuesto a que Kreburn no se enteró nunca de que el collar del perro era un regalo de Mueller, y bastante reciente, por cierto. Ese collar tendrá unos doce o quince remaches bien bonitos y grandes. Cada remache es lo bastante grande como para contener una piedra de diez o veinte quilates. Y si esos diamantes existen, espero que estén allí, porque mi querido amigo tuvo dos oportunidades perfectas para hacerse con ese collar y las perdió. Por eso estoy casi seguro de que no sabía que el collar era un regalo de Mueller.
Bates asintió lentamente.
– Nos espera un montón de burocracia. Aclarar cuatro asesinatos exige rellenar una montaña de formularios. Necesitaremos declaraciones y cosas por el estilo.
¿Quiere acompañarme a la Comisaría para acabar con todo esta noche, o prefiere irse a dormir?
– ¿Dormir? -preguntó Tracy-. ¿Qué es eso?
Entonces se acordó.
– Baje usted, inspector -le dijo-. Tengo que hacer una llamada. Si no llego a tiempo para que me lleven en el coche-patrulla, iré en taxi.
Bates asintió. Él y Corey sacaron a Kreburn.
Tracy telefoneó a Lee Randolph al Blade.
– Aquí tienes la nota, Lee -le dijo. Se la refirió a toda prisa en diez minutos, y luego añadió-: Si me entero de que mi corazonada sobre el collar del perro es cierta, volveré a llamarte. Resérvate el detalle para el final.
– Estupendo, Tracy. Oye, lo siento si…
– Olvídalo. Te veré mañana.
Colgó antes de que Lee tuviera ocasión de agregar nada más.
Al llegar abajo, el coche-patrulla había llegado y se había marchado. A Tracy le dio igual. Se fue a la Comisaría, pero antes pasó por el bar de Barney a tomarse unas cervezas con los del turno de noche del Blade . En la máquina tocadiscos puso dos veces la polca Barrilito de cerveza.
Desde el bar de Barney habría ido directamente a la Comisaría, pero se acordó de pasar por la taberna de Stan Hrdlicka para contarle las novedades; se habla olvidado de cómo lo había tumbado el «Slivovitz» en una ocasión. Volvió a tumbarlo.
Pero no fue tan terrible como la vez anterior; se despertó él solo en la cama de Stan, despejado y a las ocho de la mañana.
Se sentía estupendamente. Se compró una camisa, tomó un baño turco, se hizo afeitar en una barbería, y seguia sintiéndose estupendamente.
Llegó al despacho de Bates a las diez, y se marchó a las once. Le remordió un poco la conciencia cuando se enteró de que las piedras (eran diamantes del mismo tamaño) estaban ocultas en los remaches del collar del perro. Se sintió mejor al encontrar en un quiosco un último ejemplar del Blade y comprobar que Lee había logrado publicar el detalle.
Desayunó, y después fue a la «KRBY». Entró en el despacho de Wilkins silbando alegremente.
Vio un ejemplar del Blade sobre el escritorio de Wilkins. Wilkins le echó un vistazo a Tracy, después al diario y después volvió a mirar a Tracy.
– Buenos días, señor Tracy -lo saludó con tono amistoso-. Veo que ha resuelto sus dificultades.
– Sí. ¿Y usted?
Wilkins se puso ligeramente rígido.
– Espero que ahora que tiene la mente libre de…, esto…, de las preocupaciones a que se ha visto sometido, volverá a sentirse en condiciones de escribir. Pero…, ¿le importaría probar en otro terreno diferente? Al parecer, a la señorita Mueller le va tan bien…
– Es verdad. ¿Lo ha notado?
Wilkins frunció el ceño y prosiguió:
– Si lee usted su contrato, señor Tracy, descubrirá que tenemos el derecho de utilizarlo como nos parezca oportuno, siempre y cuando cumplamos con las condiciones económicas. Su contrato no especifica que deba escribir Los millones de Millie.
– ¿Y cómo le parece oportuno utilizarme, señor Wilkins?
– Nos gustaría que intentara escribir anuncios, señor Tracy.
Tracy sonrió socarronamente y preguntó:
– Y, si me niego, ¿el contrato queda rescindido?
– Pues…, si.
Tracy se puso en pie.
– No voy a extenderme en explicarle qué puede usted hacer con el contrato, señor Wilkins. Por favor, dele mis recuerdos a la señorita Mueller. Y el cheque de mi salario.
Se marchó más alegre que cuando había entrado.
Fue a ver a Lee Randolph a su hotel, y lo despertó de un sueño profundo.
Regresó al bar de Bamey, se tomó un bocadillo y una cerveza, y volvió a poner la polca Barrilito de cerveza en la máquina tocadiscos.
Después, desde la cabina de Barney, telefoneé a Millie Wheeler.
– ¡Tracy! Acabo de leer los diarios de la mañana -le dijo ella-. Estoy muy contenta. ¡Sabía que podrías hacerlo!
– Ajá -dijo Tracy, con modestia-. Soy maravilloso. Y tengo noticias todavía mejores. Me han despedido de la emisora, Y vuelvo al diario, con la mitad del sueldo que tenía en la Radio. ¿Crees que nos alcanzará para vivir?
– ¿Cómo? ¿Quieres decir que…?
– Quiero decir que me parece que te quiero. Que me parece que me he pasado mucho tiempo haciendo el lelo. Y que me parece que podrías dejar de trabajar y yo podría dejar de beber, salvo las cervezas que me tomo en el bar de Barney con los muchachos. Y que por qué no nos olvidamos de lo listos que somos y criamos uno o dos niños, y jugamos al bridge en un barrio de los suburbios. ¿Nos encontramos en el Registro Civil?
Millie inspiré hondo y preguntó:
– ¿Cuándo?
– ¿Dentro de media hora?
– Dame dos horas, pedazo de tonto. Puedo pasar sin comprarme el ajuar, Tracy, pero una novia ha de tomar un baño y ponerse ropa interior limpia.
– Te doy una hora y media. Nos veremos allí a las tres menos cuarto. Hasta ahora.
Salió de la cabina y se dirigió a la barra silbando la polca Barrilito de cerveza.
– Una cerveza pequeña, Barney -ordenó.
Barney se la sirvió y le quitó la espuma. Después salió de la barra, se dirigió a la máquina tocadiscos y metió una moneda de cinco centavos. Comenzó a sonar la polca Barrilito de cerveza ; volvió a la barra y dijo:
– Esa maldita canción.
Se sirvió una cerveza.
– ¿Dices que vuelves a empezar en el Blade , mañana a la noche?
– Así es -repuso Tracy.
– Esta noche a las once, cuando vengan los muchachos, habrá una gran partida de pinocle. Pásate tú también.
– Lo intentaré -repuso Tracy-. Puede que esta noche me resulte un poco dificil escaquearme, pero lo intentaré.
***