Fredric Brown - El Asesinato Como Diversión

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El lirismo fantástico de Fredric Brown brilla en esta novela desde la plataforma de un juego enigmático en el que se debate la posibilidad individual de escapar a esclavitudes promocionadas por el sistema social y su decadente código de valores. La lucha para esclarecer un insólito encadenamiento de crímenes coincide con el esfuerzo para llegar a la verdad oculta de las cosas y abrazar una ética abandonada en la sumisión al sueño americano. Todo ello ha de materializarse, inexorablemente, en una pesadilla: «Aquellos sueños no debían habérsele presentado a un perro. Y no lo hicieron. Se le presentaron a Tracy.?

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– ¿Lee? ¿Qué le pasa?

– Le comenté que estuviste por aquí el otro día. Me dijo que si volvías a aparecer, que te dijera que quería verte por un asunto. ¿Te parece bien si lo llamo y le aviso que estás?

– Supongo que sí. Si se lo has prometido.

– ¿Quieres subir a verlo a su despacho si puede verte, o prefieres que venga aquí? Es decir, si está todavía en la oficina…, comentó que esta noche trabajaría hasta tarde.

Tracy se encogió de hombros y repuso:

– Me da igual. Que decida él.

Bamey se dirigió al teléfono.

CAPITULO XII

Tracy se sirvió otro trago, en esta ocasión, uno normal. Los dos dobles lo habían entonado, empujándolo ligeramente más allá del límite. Era mejor que aminorara la marcha, o acabaría como el jueves por la noche en el bar de Stan.

El jueves por la noche… Rayos, el jueves por la noche había visto a la señora Murdock, igual que esa noche. Había pasado delante del hotel de Dick; había ido al Blad e, había estado en el bar de Barney y había acabado borracho.

¿Acaso esa noche repetiría el mismo itinerario? ¿Debía dirigirse, quizás, al bar de Stan, por el gusto de hacerlo? ¿Acaso existía el Destino que…? «Córtala ya -se dijo-; cuando empiezas a pensar en el Destino con mayúscula, es señal de que te estás emborrachando.»

Se sirvió otra copa. Ya se sentía un poco mejor. Iba perdiendo parte de la amargura. Se alegraba de haber entrado en el bar de Barney.

Barney regresó donde él se encontraba y le dijo:

– Lee pasará por aquí al salir del diario.-Cogió la botella y la colocó detrás de la barra-. Te las estás bebiendo demasiado de prisa, Tracy.

– Está bien, abuelita -suspiró Tracy-. De todos modos, todavía sé contar. -Dejó un billete sobre la barra-. Dos dobles, dos sencillas y la tuya.

Barney marcó los importes en la caja y regresó con el cambio. Tracy cogió cinco centavos y se fue al tocadiscos automático. Leyó las listas de canciones y después se volvió y dijo:

– Dios mío, Barney, todavía está la polca Barrilito de cerveza . La que solíamos poner media docena de veces cada noche. ¿No irás a decirme que es el mismo disco? Hubiera jurado que a esas alturas estaría gastado.

– El disco es nuevo, pero la versión es la misma. Los muchachos y tú consumisteis el otro. Jo, cómo detestaba esa canción.

– Y yo también -reconoció Tracy. Metió la moneda en la ranura y pulsó el botón de la polca Barrilito de cerveza . Regresó a la barra y se sentó justo cuando empezaba la música.

Era la misma condenada melodía. Pero le hizo desear que la pandilla estuviera allí otra vez, y que estuvieran jugando al pinocle y bebiendo cerveza en la mesa del fondo. Diablos, pasarían por allí esa misma noche a las once, y eran ya las… Echó una mirada al reloj. Sólo las siete y cuarto.

El editor de locales del Blade entró justo cuando el disco había acabado.

– Esta maldita canción -dijo-. Tracy, veo que tu gusto no ha mejorado nada.

– ¡Mi gusto! -exclamó Tracy indignado-. Siempre detesté esa canción. ¿Qué bebes?

– Sólo una cerveza. He de volver al despacho.

– Y para mí otro trago, Bamey, ya hace rato que me porto bien. ¿Qué te cuentas, Lee?

– Bueno, en primer lugar, acabemos con esto de un modo o de otro. La historia que nos dio Bates sobre esos guiones tuyos que sirvieron de base para los asesinatos. ¿Era cierta?

– Y tanto, Lee. Y salvo por unos cuantos detalles, por lo que yo sé, es la condenada verdad.

– ¿Ah, sí? Por eso quería verte. En este asunto hay otro aspecto más que podría convertirse en noticia, si conseguimos material suficiente. El asunto de Mueller. Walther Mueller.

De repente, Tracy deseó estar un poco más sobrio. Sacudio la cabeza para despejarse, pero no le sirvió de mucho, y preguntó:

– ¿Cómo te enteraste de eso?

– Gracias a ti. Oye, Tracy, ¿alguna vez escribiste un guión sobre un joyero que era asesinado?

Tracy asintió despacio.

– Está bien, te lo contaré primero y después me dirás como conseguiste saber lo que sabes. -Le contó a Randolph que Bates le había preguntado si alguna vez había oído hablar de un tal Walther Mueller, y si había estado en la ciudad la primera semana de junio, y añadió-: Até cabos, revisé los diarios de esa semana y encontré una nota de Prensa sobre el asesinato. Es todo lo que sé. Y es una falsa alarma, Lee. Sólo porque escribí un guión sobre un joyero, Bates comprobó el caso del último joyero que asesinaron en la ciudad. Es todo. Incluso el método era diferente.

– ¿Estás seguro?

– Segurísimo. ¿Cómo te enteraste?

– Ya te lo he dicho, gracias a ti. Ray, del Departamento de Circulación, me contó que te había dado los diarios de esa semana. Los repasé yo también para averiguar qué era lo que tanto te intrigaba. Esa semana se produjeron varios asesinatos que salieron en los diarios. Los comprobé todos, y el de Mueller era el único que encajaba.

– Ya te he dicho que no tiene nada que ver. Era sólo que…

– Barney, ponme otra cerveza -ordenó Lee-. Y un trago para mi ebrio ex empleado. Va a necesitarlo.

Con un dedo dio un golpecito al primer botón del chaleco de Tracy, y le dijo:

– Si hubieras sido periodista en lugar de lo que eres, habrías comprobado quién se encargó del entierro. Yo lo comprobé. Fue una empresa que lleva mucho tiempo en el negocio y se llama «Westphal & Boyd».

– Me tienes realmente sorprendido. ¿Y qué?

– Después de eso, hice lo que tú habrías hecho si hubieras estado en el baile. Llamé a «Westphal & Boyd» para averiguar quién les había encargado el entierro, y me enteré.

– Apuesto a que te lo contó un pajarito.

– Tendría que levantarme y dejarte aquí plantado. O algo mejor, darte un puñetazo en la nariz. Pero voy a contártelo. El tipo que se encargó de arreglar lo del entierro con la funeraria se llamaba Dineen. Arthur D. Dineen.

Tracy inspiró hondo y soltó el aire despacio. De golpe se sintió completamente sobrio.

– ¿Y qué más? -preguntó-. No te detuviste ahí, ¿verdad?

– Fui a ver a Bates con los datos que tenía -repuso Lee-, y no me hizo ni caso. No quiso colaborar conmigo, ni siquiera para decirme por qué no quería colaborar.

– ¿Cuándo ocurrió todo esto, Lee?

– Ayer. Envié a Burke para que hablara con la señora Dineen, para ver qué podía conseguir por ese lado. Era algo, aunque no mucho. Es el tipo de mujer que detesta a los periodistas, y no hubo manera de sacarle nada. Burke supuso que la mujer no quería que removiera el pasado, por temor a que saliera a la luz alguna cosa. Como, por ejemplo, que Dineen tenía algún lío da faldas. ¿Lo tenía?

– No lo sé, Lee. Oí algún que otro rumor, pero yo no lo sé.

– Nosotros logramos averiguar que Dineen y el tal Walther Mueller eran íntimos amigos. Antes de que Dineen entrara a trabajar en la Radio, cuando era más joven, había vivido en Sudamérica. Había sido representante de una firma norteamericana. Él y Mueller habían hecho amistad, y esa amistad perduró incluso después de que Dineen regresara. Había vuelto a Sudamérica en un par de oportunidades para pasar sus vacaciones, y Mueller había venido aquí, también en un par de ocasiones. Y se escribían.

– ¿Fue Dineen a buscar a Mueller al aeropuerto?

Randolph sacudió la cabeza y respondió:

– Su mujer dice que no. Dice que sabían que Mueller iba a venir a los Estados Unidos para quedarse definitivamente, pero que no sabían con exactitud cuándo iba a llegar. Mueller se marchó del aeropuerto y fue directamenye al hotel, donde lo mataron antes de que telefoneara a Dineen…, ellos no se enteraron de que estaba aquí hasta que leyeron lo del asesinato en los periódicos. Al menos eso es lo que la señora Dineen dice. De todos modos, Dineen se presentó entonces y ayudó a poner en orden los asuntos de Mueller, y se encargó del entierro y demás.

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