– No seas tonta.
– No soy tonta, Tracy. No, no he sido yo. Pero tengo miedo…, temo por ti. Dices que tendrás cuidado, pero, ¿cómo puedes tener cuidado, a menos que sepas, aunque sea mínimamente, de quién debes cuidarte?
– Pero…
– No voy a detenerte. Sé cómo debes de sentirte. Tienes que intentarlo…, y no me gustarías si te sintieras así. Pero si hubiera algo en lo que pudiera ayudarte, déjame hacerlo. ¿Vale?
– Sí -repuso Tracy-. Vale, Millie.
La presión de las manos de Millie contra su pecho cedió, y él volvió a besarla. Ella se metió en su apartamento y cerró la puerta.
Tracy se quedó allí de pie, tratando de decidir si se marchaba a su casa o si volvía a salir. Debería haber sido una decisión fácil de tomar, pero estaba demasiado confundido como para tomarla. Se sentía un tanto asombrado por la interpretación que Millie había hecho de sus motivos y su carácter, y estaba un poco asustado.
¿Tendría Millie razón? ¿Acaso había pedido una semana de vacaciones porque inconscientemente había estado rondándole la idea de resolver aquel asunto?
Maldición, no. No era así. ¿Qué rayos iba a poder hacer él que la Policía, con todos sus recursos y su experiencia, no hubiera podido hacer? Sobre todo, en aquel momento en que el plan de Jerry Evers se había ido al traste, y que la Policía ya no perdía tiempo con él. Aquélla había sido la única ventaja que les había llevado, lo único que él había sabido y la Policía no.
Maldición, para eso estaba la Policía, para resolver los crímenes. El no era detective ni pretendía serlo. ¡Maldita fuera Millie por meterlo en un brete como aquél!
«¿Y por qué -se preguntó Tracy- no le dijiste a Millie que estaba equivocada sobre los motivos que te han impulsado a pedir la semana libre?» Pero no hizo falta que se contestara, porque ya lo sabia.
En fin, de todos modos necesitaba una copa y no quería tomarla a solas en su apartamento.
Bajó y salió a la calle. Había oscurecido y soplaba una brisa fresca y agradable. Era una noche estupenda o podía haberlo sido.
Se quedó allí de pie preguntándose hacia dónde ir, tal como había hecho unas noches antes, cuando la señora Murdock se había presentado sola y lo había conducido al sótano para enseñarle el lugar del crímen.
Maldición, pero si era…, era la señora Murdock la que en ese momento giraba en la esquina. Vestida igual que había estado el jueves por la noche. Pero en esta ocasión no se le acercó a toda prisa. Al verlo se paró en seco, y después entró veloz en el bar de Thompson como una ardilla que salta a su agujero.
Tenía que haber sido divertido, se dijo Tracy.
No lo fue.
Asustarla de aquella manera había sido una idea muy tonta. Tuvo la corazonada de que Bates había comenzado a sospechar seriamente de él a partir de aquel momento. Y no tenía gracia que la señora Murdock o la Policía lo consideraran un psicópata asesino. Sobre todo la Policía.
Lanzó una maldición por lo bajo y comenzó a andar. Pasó delante del bar de Thompson sin mirar, para que la señora Murdock (que estaría mirando hacia fuera) lo viera y supiera que no había moros en la costa, y que podía correr a casa a refugiarse con su marido, el corredor de seguros, y sus seriales radiofónicos. Le debía al menos eso, por más tonta y pesada que fuera.
¿Sería posible que Frank hubiera tenido un lío con ella? Esperaba que no, por el bien de Frank. Aunque para Frank aquello ya no tenía la menor importancia. Cuando uno se muere, ya nada tiene importancia.
Y lo único que importaba, mientras uno estuviera con vida, era seguir vivo y no meterse en líos y tratar de disfrutar cada día tal como venía, sin perderse nada de la vida que uno no debiera perderse y…, diablos.
Malditas fueran todas las mujeres.
Maldita fuera la señora Murdock por haber sido tan estúpida como para impulsarlo a comportarse de un modo todavía más estúpido.
Maldita fuera Dotty por ser capaz (¿por qué no ser sincero al respecto?) de escribir tan buenos guiones con una sola mano, como los que escribía él con dos manos y devanándose los sesos. Doblemente maldita por ser tan guapa y tan dulce y tan deseable que no tenía aspecto de sabihonda. Maldita fuera por ser tan brillante, y sin embargo tan increíblemente estúpida como para que le gustara escribir cosas que harían estremecer a cualquier persona inteligente.
Maldita fuera Millie Mereton por todo, y maldita fuera Millie Wheeler por tratar de hacer de él un héroe, cuando él no era más que un sinvergüenza.
Estaba de un humor de perros y lo sabía. Pasó delante del hotel de Dick Krebum sin siquiera fijarse si había luz en su ventana, porque sabía que en ese momento no seria buena compañía ni para los hombres ni para las bestias, y mucho menos para un buen tipo como Dick.
Siguió andando y se encontró ante el edificio del Blade ; y logró oír el zumbido distante de las máquinas impresoras. Le lanzó una mirada colérica y siguió andando. Dejó atrás el bar de Barney, después titubeó, volvió sobre sus pasos y entró. Al fin y al cabo, en algún momento, tenía que detenerse en alguna parte.
En el bar de Barney no había nadie, salvo Barney. Tracy se sentó delante de la barra sin saber si aquello le alegraba o no. Con el humor que tenía estaba dispuesto a discutir con cualquiera, y si aparecía alguien del Blade que deseara mofarse de su actual oficio, se convertiría en la víctima perfecta.
– Barney, ponme dos bourbons dobles y nada de chistes -ordenó-. El agua para las ranas.
Bamey le llevó la botella sacudiendo la cabeza lúgubremente.
– Esa no es manera de beber, Tracy. No para un tipo como tú.
– ¿Qué les pasa a los tipos como yo?
– Eres un caballero.
– Oh -dijo Tracy. Husmeó el aire con suspicacia.
Podía haberse tratado de un insulto, pero Barney no se lo había dicho con esa intención.
– Te equivocas por completo, Barney. Soy un sinvergüenza:
– Estás borracho, Tracy.
– Vuelves a equivocarte. Me he pasado la tarde bebiendo como un caballero. Los caballeros no se ponen borrachos como cubas, y yo tengo la intención de ponerme como una cuba. Tómate una conmigo, Barney.
– Bueno…, una pequeñita.
– Salud.
Tracy dejó la primera copa y aferró la segunda. Inspiró hondo y se la bebió de un trago.
La segunda la notó. Al haberse pasado la tarde bebiendo como un caballero, había logrado hacerse con una buena base.
Por un momento, fue como si se mirara a sí mismo desde una gran distancia, como si se viera a través del extremo opuesto de un telescopio. Y lo que vio le produjo una gran tristeza.
– Barney, no soy ningún caballero -insistió-. Soy un sinvergüenza.
– Un sinvergüenza no sabe que es sinvergüenza -adujo Bamey-. Si un tipo sabe que es un sinvergüenza, entonces deja de serlo.
Tenía sentido, pero después dejó de tenerlo. Intentó analizarlo y le pareció que era como el pez que se muerde la cola.
Bamey se inclinó por encima de la barra y le dijo:
– ¿Te pasa algo, Tracy? ¿Hay algo que pueda hacer por ti? No andarás escaso de dinero, ¿eh?
– ¿Dinero? ¡Qué va, Bamey! Incluso tengo ahorros en el Banco. No es como en los viejos tiempos.
– En eso sí que tienes razón -admitió Bamey con una risa entrecortada-. Solías deberme cinco o diez dólares de cada cuenta. Bueno, si tienes ahorros, entonces no es problema de pasta. ¿De mujeres, quizás?
– Oí esa palabra en alguna parte. ¿Qué significa?
Barney se rascó la cabeza.
– Por aquí tenía unas postales francesas de mujeres. Si supiera dónde las metí, podría enseñártelas. Oye, Tracy, acabo de acordarme de Randolph.
Читать дальше