Fredric Brown - El Asesinato Como Diversión

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El lirismo fantástico de Fredric Brown brilla en esta novela desde la plataforma de un juego enigmático en el que se debate la posibilidad individual de escapar a esclavitudes promocionadas por el sistema social y su decadente código de valores. La lucha para esclarecer un insólito encadenamiento de crímenes coincide con el esfuerzo para llegar a la verdad oculta de las cosas y abrazar una ética abandonada en la sumisión al sueño americano. Todo ello ha de materializarse, inexorablemente, en una pesadilla: «Aquellos sueños no debían habérsele presentado a un perro. Y no lo hicieron. Se le presentaron a Tracy.?

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Maldición, había echado mano de la autohipnosis, y ahora se daba cuenta. Sabía que había estado escribiendo basura, pero se había engañado para no pensar en ello. La mitad del guión escrita por Dotty era tan buena como la que él había escrito. Pero había cometido el error de juzgarla objetivamente porque no era obra suya.

Retrocedió un par de páginas y volvió a leerlas, esta vez tratando de hacer caso omiso de su punto de vista, y leyó desde el punto de vista de los estúpidos oyentes.

Volvió a respirar aliviado. Sí, era bueno. En cualquier caso, superaba los niveles mínimos, y eso ya era mucho tratándose del primer intento. Pasó unas cuantas páginas y llegó al comienzo del segundo guión. Si, también estaba bien.

Levantó la cabeza (era la primera vez que se atrevía a hacerlo) y vio que Dotty lo estaba mirando, expectante y ansiosa.

– Es fantástico, Dotty -le dijo-. Lo haces tan bien como yo…, y muchísimo más de prisa.

– Gracias, Bill. Eres un exagerado, pero…, vaya, por la cara que pusiste la primera vez que lo leíste, no se…, por un momento temí haberlo hecho mal.

– Pues era cara de celos -le confesó Tracy, con una sonrisa-. Tuve que leerlo por segunda vez para encontrar unas cuantas pegas menores, que me subieron la moral. Bien, tu comienzo no podía haber sido más maravilloso; has sabido aprovechar bien el tiempo. Todavía es temprano, y seguirá siendo temprano cuando hayamos fregado los platos. ¿Vamos a ver algún espectáculo? ¿A un club nocturno? ¿Echamos un vistazo por Harlem? ¿Qué sugieres?

– Esta noche no, Bill. Estoy demasiado entusiasmada con la oportunidad que acabas de darme. Quiero terminar el segundo guión.

Tracy la miró con cara de incredulidad.

– ¿No estás de guasa? ¿De verdad quieres trabajar? ¿Es posible que una chica con tu aspecto disfrute trabajando?

– ¡Esto no es trabajo, Bill! Para mí es una diversión. Es realmente divertido escribir una obra que sabes que escucharán miles y miles de personas, y que disfrutarán con ella y que…

– ¡Vaya! -exclamó Tracy-. A ver si lo entiendo. ¿Quieres decirme que de veras te gusta escribir estas cosas? ¿Y escucharlas?

– Pues claro. Escuchaba Los millones de Millie casi a diario antes de empezar a trabajar en el estudio. Entonces jamás soñé que algún día llegaría a escribir guiones para ese programa, Bill. Vamos, que creo que la Radio…

Durante la siguiente media hora, Tracy se enteró bastante a fondo de lo que Dotty pensaba de la Radio, porque era capaz de hablar casi tan de prisa como escribía. Al oírla, sacudió la cabeza lleno de asombro.

Concluida esa media hora (porque Dotty podía trabajar y hablar al mismo tiempo, y no quiso saber nada de que la ayudara, ni siquiera de que secara las cosas, los platos estaban fregados y la habitación otra vez en orden.

Y Tracy se encontró con que lo estaban echando (no de forma física, pero sí verbalmente) para que Dotty pudiera ponerse a trabajar en el segundo guión.

Al llegar a la acera se sintió aturdido. Se fue andando a su casa porque quería pensar. Se sentía ligeramente borracho por la alegría que le producía la libertad, por la posibilidad de irse a la cama sin que Los millones de Millie pendieran sobre su cabeza. Libre durante una semana entera.

Verdaderamente libre, porque estaba seguro de que no tendría necesidad de leer los guiones que Dotty escribiera, que no le darían una sola preocupación. No obstante, les echaría un vistazo, para poder volver a ver a Dotty. Los leería incluso, pero no tendría que pensar ni preocuparse.

Y al cabo de unos días, cuando la chica hubiera escrito todos los guiones y el arreglo entre ambos hubiera concluido…

Llegó a casa antes de las nueve de la noche.

Para Tracy, aquélla era una hora horrenda para llegar a su casa, pero descubrió que estaba exhausto. Quizá fueran las secuelas de la espantosa tarde que había pasado tratando de escribir. Quizá fuera la reacción ante su repentina libertad.

Ni siquiera intentó ponerse a leer. Se dejó caer en la cama y se quedó dormido en cuanto aterrizó sobre ella. No soñó; ninguna pesadilla fue a encaramarse a los pies de su cama para sugerirle, entre murmullos, que sus verdaderos problemas no habían comenzado aun.

Tal vez a estas alturas se les habrá ocurrido pensar que Tracy no habría sido un buen detective. Era un buen tipo, pero no daba la talla. Demasiado despreocupado. Normalmente, no sentía la más mínima inclinación por salir a perseguir problemas. La vida le ofrece a un hombre tantas cosas mejores que perseguir…, y no sólo lo que están pensando. Le encantaban los buenos libros, la buena música, jugar a cartas y al ajedrez, ver obras de teatro, si eran buenas, y beberse una buena copa en buena compañía. Le gustaba conversar y cuando estaba con alguien que supiera algo que él desconocía y tenía ganas de hablar de ello sabía incluso escuchar.

Le disgustaba que la gente pusiera en práctica, en la condenada realidad, los crímenes que habían sido producto de su imaginación. Se daba cuenta ahora de que de todos modos no habían sido unos guiones muy buenos. Cuanto más pensaba en ellos, menos le gustaban. Se preguntó si Arthur Dineen y Frank Hrdlicka seguirían con vida si a él no se le hubiera ocurrido escribir unos guiones en los que un asesino se disfrazaba de Papá NoeI en un caso, y en el otro metía el cadáver de un conserje en una caldera apagada.

Aquél era un pensamiento absurdo, pero también lo era toda aquella situación. El domingo por la mañana se quedó tendido en la cama pensando en esas cosas, y a punto estuvo de darle un ataque de nervios.

Para colmo, eran las siete de la mañana de un domingo, una hora completamente execrable. Pero la noche anterior se había acostado a las nueve, y después de haber dormido diez horas ya no tenía sueño.

Se hizo el firme propósito de no pensar más en los asesinatos. De todos modos no había nada que él pudiera hacer. Y aquél era el primer día, en mucho tiempo, en el que se vería completamente libre de tener que pensar en escribir los guiones de Radio. Iba a disfrutarlo al máximo.

Y la mejor forma de disfrutarlo al máximo, pensó, no sería no hacer absolutamente nada. Al menos no planearía absolutamente nada.

Se vistió, se duchó con más calma que de costumbre, y bajó a tomar café y a leer los periódicos del domingo. Leyó los diarios mientras tomaba el café.

El descubrimiento del robo del disfraz en «Seabright’s» había devuelto los asesinatos de Santa Claus, tal como ahora los denominaba la Prensa, a la primera plana. Las autoridades policiales prometían novedades; no se especificaba la naturaleza de las mismas. Tracy leyó la nota de uno de los periódicos con el ceño fruncido; después leyó la que publicaba el otro diario que había comprado.

La última frase de la nota del segundo periódico hizo que Tracy dejara de fruncir el ceño y se atragantara de risa.

«La Policía ha retenido a un actor de Radio, cuyo nombre no ha sido desvelado, como testigo importante.»

¡Le estaba bien empleado a Jerry Evers!

Más animado, pasó a la sección de teatros.

Al cabo de tres tazas de café (según cálculos más o menos convencionales, serían las nueve y media de la mañana), regresó al Smith Arms.

La puerta de su apartamento estaba entornada. La había cerrado con llave al salir. Un escalofrío de miedo le recorrió la espalda; empujó la puerta hasta abrirla del todo y se asomó.

El inspector Bates estaba sentado en el sillón Morris; había dejado el sombrero sobre el escritorio y tenía las piernas cómodamente estiradas hacia delante.

– La verdad es que debí llamar, pero la puerta estaba abierta. ¿Puedo pasar? -inquirió Tracy.

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