Jeff Lindsay - Dexter por decisión propia

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Dexter por decisión propia: краткое содержание, описание и аннотация

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Psicópata desde la infancia, Dexter Morgan fue instruido por su padre en el arte del camuflaje: el forense diurno de la policía de Miami deja paso, cuando cae la noche, al asesino en serie de aquellos criminales que han escapado a la acción de la justicia. Pero haber conseguido el disfraz perfecto le va a servir de poco.
Al regreso de su luna de miel parisina, Dexter debe investigar la aparición de una serie de cadáveres dispuestos como obscenas obras de arte. Y, cuando su hermana es salvajemente atacada por el asesino, nuestro lunático favorito se verá luchando por salvar aquello que tanto le había complicado la vida: su propia familia.
En el cuarto episodio de su entrañable personaje, Jeff Lindsay vuelve a mostrarse tan sangriento como ingenioso. Y los fans de la serie televisiva disfrutarán aún más, ya que estas aventuras siguen caminos paralelos pero diferentes a los de la pequeña pantalla.

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Desde tres metros de distancia vi el mango de un puñal que sobresalía de su costado, y disminuí la velocidad un momento, mientras una onda de choque me arrollaba. Un charco de horrible sangre húmeda se estaba esparciendo ya sobre la acera, y me vi de nuevo en la caja fría con Biney, mi hermano, mirando la terrible mancha roja pegajosa en el suelo, y no pude moverme ni respirar. Pero la puerta se abrió y el hombre que había apuñalado a Deborah salió, me vio, se puso de rodillas, y extendió la mano hacia el mango del cuchillo. Entonces, el sonido del viento que batía en mis oídos se convirtió en el rugido del Oscuro Pasajero al extender sus alas, avancé a toda prisa y le di una patada en la cabeza con todas mis fuerzas. Cayó espatarrado a su lado, con la cabeza en el charco de sangre, y no se movió.

Me arrodillé al lado de Deborah y tomé su mano. El pulso era fuerte, y sus ojos se abrieron.

—Dex —susurró.

—Aguanta, hermanita —dije, y volvió a cerrar los ojos. Saqué su radio de la funda y pedí ayuda.

Una pequeña multitud se había congregado durante los escasos minutos que la ambulancia tardó en llegar, pero abrieron paso cuando los técnicos médicos de urgencias bajaron y corrieron hacia Deborah.

—Uf —dijo el primero—. Vamos a parar la hemorragia, deprisa.

Era un hombre joven, corpulento, con el corte de pelo del cuerpo de marines. Se arrodilló al lado de Debs y empezó a trabajar. Su compañero, una mujer todavía más fornida de unos cuarenta años, introdujo enseguida una intravenosa en el brazo de Deborah, y la aguja penetro justo cuando sentí una mano que tiraba de mi brazo desde detrás.

Me volví. Era un policía uniformado, un negro de edad madura con la cabeza rasurada, y me saludó con un cabeceo.

—¿Es usted su compañero? —me preguntó.

Saqué mi identificación.

—Su hermano —contesté—. Equipo forense.

—Ah. —Cogió mis credenciales y las examinó—. No suelen llegar tan deprisa a la escena del crimen. —Me devolvió la identificación—. ¿Qué puede decirme de ese tipo?

Señaló con un cabeceo al hombre que había apuñalado a Deborah, el cual estaba sentado y se sujetaba la cabeza, mientras otro policía se acuclillaba a su lado.

—Abrió la puerta y la vio —dije—. Y después le clavó un cuchillo.

—Ajá —dijo el policía. Se volvió hacia su compañero—. Espósale, Frankie.

No me refocilé cuando los dos policías colocaron los brazos del agresor a su espalda y le esposaron, porque estaban subiendo a Deborah a la ambulancia. Me acerqué a hablar con el tipo de Urgencias del pelo corto.

—¿Se pondrá bien? —le pregunté.

Me dedicó una sonrisa mecánica poco convincente.

—Ya veremos qué dicen los médicos, ¿de acuerdo? —contestó, lo cual no sonó tan alentador como era su intención.

—¿La van a llevar a Jackson?

El hombre asintió.

—Estará en la UCI de urgencias cuando usted llegue —dijo.

—¿Puedo ir con ustedes?

—No. —Cerró la puerta, corrió al asiento delantero de la ambulancia y subió. Les seguí con la mirada mientras se internaban en el tráfico, conectaban la sirena y se alejaban.

De repente, me sentí muy solo. Parecía demasiado melodramático. Las últimas palabras que habíamos intercambiado no fueron agradables, y quizá serían las Últimas Palabras. Era una secuencia de acontecimientos digna de la televisión, preferentemente de un culebrón de la tarde. No era digno del drama de la hora de máxima audiencia Los días sombríos de Dexter. Pero eso era lo que había. Deborah iba camino de cuidados intensivos y yo no sabía si saldría de ésta. Ni siquiera sabía si llegaría con vida.

Contemplé la acera. Había un espantoso montón de sangre. Sangre de Deborah.

Por suerte para mí, no tuve que cavilar durante mucho rato. El detective Coulter había llegado, y su aspecto era desdichado, incluso para él. Vi que se paraba en la acera un momento y paseaba la vista a su alrededor, antes de acercarse a mí. Pareció todavía más desdichado cuando me miró de arriba abajo con la misma expresión que había empleado en la escena del crimen.

—Dexter —dijo. Sacudió la cabeza—. ¿Qué coño haces?

Por un breve momento empecé a negar que había apuñalado a mi hermana. Después, me di cuenta de que era imposible que me estuviera acusando, sino que sólo estaba rompiendo el hielo antes de tomarme declaración.

—Tendría que haberme esperado —protesto—. Soy su compañero.

—Estabas tomando café —repliqué—. Pensó que no debía esperar.

Coulter contempló la sangre del pavimento y negó con la cabeza.

—Podría haber esperado veinte minutos —insistió—. A su compañero. —Me miró—. Es un lazo sagrado.

No tengo experiencia con lo sagrado, porque paso la mayor parte del tiempo jugando en el otro equipo.

—Supongo que tienes razón —me limité a contestar, y eso pareció satisfacerle lo bastante para calmarse y tomarme declaración, sin echar más que unos cuantos vistazos a la mancha de sangre dejada por su sagrada compañera. Tardé unos largos diez minutos en poder excusarme para ir al hospital.

El Jackson Memorial Hospital es bien conocido por todos los policías, delincuentes y víctimas de la zona de Miami, porque todos han pasado por él, ya sea como pacientes o para recoger a un compañero de fatigas que sí lo era. Es uno de los centros de urgencias más ajetreados del país, y si la práctica conduce a la perfección, la UCI del Jackson ha de ser la mejor en heridas por arma de fuego y por arma blanca, heridas por objetos contundentes, heridas por golpes y otras situaciones clínicas de origen intencionado. El ejército de Estados Unidos envía a su gente al Jackson a aprender cirugía de campo, porque más de cinco mil veces al año alguien acude al centro de urgencias con lo más cercano que se pueda encontrar a heridas de combate de primera línea en las afueras de Bagdad.

Por lo tanto, yo sabía que Debs estaría en buenas manos si llegaba con vida. Me costaba imaginar que pudiera morir. O sea, era muy consciente de que podía morir. Tarde o temprano, eso nos sucede a casi todos. Pero era incapaz de imaginar un mundo sin una Deborah Morgan deambulando y respirando en él. Sería como uno de esos rompecabezas de mil piezas al que le falta una grande en el centro. Se me antojaría incompleto.

Me desazonó tornar conciencia de lo mucho que me había acostumbrado a ella. Nunca habíamos compartido tiernos sentimientos, ni nos habíamos mirado con ojos de cordero degollado, pero siempre había estado presente, durante toda mi vida, y mientras conducía hasta el Jackson se me ocurrió que las cosas serían muy diferentes si moría, y muy poco confortables.

No me gustaba pensar en eso. Era una sensación muy extraña. No recordaba haber experimentado aquello nunca. No sólo era tomar conciencia de que podía morir, puesto que de esto tenía una pequeña experiencia. Y no era sólo el hecho de que fuéramos más o menos familiares, puesto que yo también había pasado por eso. Pero cuando mis padrastros murieron, yo había sufrido una larga enfermedad y estaba convencido de que iban a morir para prepararme. Esto era muy repentino. Tal vez era la inesperada naturaleza de la conmoción lo que me hacía sentir casi sentimental.

Por suerte para mí, el trayecto no fue muy largo (el hospital se encontraba a tan sólo tres kilómetros), y entré en el aparcamiento después de unos pocos minutos de abrirme paso entre el tráfico con una mano sobre la bocina, algo que los conductores de Miami suelen ignorar por completo.

Todos los hospitales son iguales por dentro, hasta en el color de las paredes, y en conjunto no son lugares muy agradables. Yo estaba muy contento de tener uno a mano en aquel momento, por supuesto, pero no me embargaba una sensación de placentera esperanza cuando entré en la unidad de urgencias. Reinaba un aire de resignación animal en la gente que esperaba, y una sensación de crisis perpetua y entumecedora en los rostros de todos los médicos y enfermeras que iban de un lado a otro, cuyo único contrapunto era la actitud parsimoniosa, burocrática y oficiosa de la mujer que me detuvo cuando intenté entrar en busca de Deborah.

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